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Acordionista cego - Genevieve Naylor, anos 40
I
Un padre y un hijo, que nunca se habían visto, coincidieron
por azar en un bar clandestino en las afueras de
Camagüey, una tarde de abril del año 80.
El local, un rancho de madera y guano, en el fondo de
un patio totalmente tapiado, tenía un aire de efímero pegote
si se le comparaba con la casa principal de la quinta,
construida en los tiempos coloniales y carcomida por
lluvias y viento, ennegrecida, de ventanas ladeadas y condenadas
por gruesos tablones, pero con un semblante
patriarcal que ni aun la ruina podía desvanecer. En ella
vivía un ciego llamado Julián. El y su esposa atendían el
negocio.
Gatos y perros convivían sin agravios bajo los gajos de
mangos frondosos que daban sombra y frescor en el patio,
ajenos al trajín de los clientes que entraban y salían de la
choza convertida en taberna. Frutas caídas antes de su
tiempo, algunas ya pintonas, hojas y desperdicios enmascaraban
la tierra rojiza, emanando un olor empalagoso que
se sumaba al tufo de la cerveza cruda. Pájaros agitaban el
tejido de las ramas, trinando, pero su canto perdía resonancia
ante el escándalo de los bebedores, pues el licor aumentaba el volumen de las voces vehementes que definían,
juzgaban o transformaban el orden del mundo.
Pero esta tarde en la que el padre y el hijo, desconocidos
el uno para el otro, coincidieron en el bar ilegal, los
escasos clientes no armaban tanta bulla. El cielo encapotado
oscurecía aun más la sombra de los árboles, donde el
ciego y su esposa habían puesto unos bancos. Dentro del
rancho, recostados al rústico bar, tres hombres echaban
pulsos o tiraban dados. La mujer había encendido dos
quinqués; la electricidad no llegaba a este sitio. La luz
temblequeante reflejaba en el piso, las paredes y el techo
las siluetas de los bebedores, y al proyectarlas las descomponía,
las deformaba, las agigantaba; cada ademán y cada
gesto se repetían exageradamente, como trazados con
carbón.
El padre había escogido el interior del rancho para
tomar con un amigo de su juventud, al que no había visto
en un montón de años. Los dos bebían en una mesa al
fondo, junto a una ventana, apartados de los tres jugadores.
Tenían un pasado en común que evocaban interminablemente,
citando nombres de lugares y gentes con pelos
y señales; con sus gestos materializaban escenarios y
rostros, mientras bebían las botellas sudadas.
El hijo, acompañado de una mujer y un viejo, se había
sentado afuera, bajo los mangos. La primavera había degenerado
en un prematuro verano, contaminado por nubes y
mosquitos. En el verdor de la hierba y las ramas había
algo amenazante, como si aquel color, en su culminación,
sólo pudiera ahora causar algún prejuicio: fabricar espejismos,
entorpecer la vista. Los animales, dispersos en el
patio, dormitaban cundidos de sopor.
-Hace falta que llueva.
El ciego Julián atravesaba el patio sin la ayuda del
bastón, custodiado por un par de perros. Tenía una voz profunda, enronquecida, pero su sonrisa desmentía la
gravedad del tono. Sus espejuelos, oscuros como su piel,
mantenían un riesgoso equilibrio sobre la nariz, tan sumamente
chata que se podía pensar que un puñetazo la había
hundido en el rostro. Pese a la ceguera y la vejez, su cuerpo
flaco y musculoso se desplazaba con completa certeza,
sorteando las raíces, los tachos de basura; el dominio de su
territorio lo investía de aplomo. En torno a su cabeza los
mosquitos zumbaban.
-¿Todo bien?
Una pregunta más bien dirigida a las plantas, o al cielo
nublado. Los únicos clientes que tomaban afuera (el joven
cuyo padre desconocido bebía adentro, la mujer y el anciano)
se limitaron a decir un «sí» quedo, o a asentir con la
cabeza, olvidando que el hombre que cruzaba ante ellos no
podía ver. Pero nada importaba. El ciego y el calor sólo
demandaban que el líquido espumoso se bebiera, y el trío
cumplía a cabalidad la función. La mujer, que no pasaba
de los treinta años, llevaba la batuta: su vaso de cartón se
encontraba vacío. Los tres tomaban la cerveza cruda, ya
que la embotellada resultaba más cara, y aunque el viejo,
que era el que invitaba, guardaba en su bolsillo varios
fajos de pesos, a ninguno se le hubiera ocurrido que tomar
era un lujo, o algo relacionado con el paladar. El rechinante
líquido metido en los toscos envases bastaba. La mujer
quería más.
-Ahora te toca a ti ir a buscarla, César -dijo el viejo
Roberto, poniendo en las manos del joven un billete de a
diez.
-No me toca. Ya yo fui la otra vez. Y la otra. Que
vaya María. A ella le sirven más.
-¿A mí? Esa mujer me odia.
-Mentira. Ese es su carácter. A ti te llena las pergas
hasta el borde, y a mí me las deja casi a la mitad. Es un
asunto de mujer a mujer.
María se puso de pie, convencida. Su mirada, que
siempre se posaba sobre gentes y cosas con intensa fijeza,
parecía ahora dispersa, dándole un aire de reflexión a un
rostro que todavía era hermoso.
-Yo te acompaño -dijo Roberto, tomándola del brazo.
La irregular pareja se alejó hacia la choza entre las
filas de árboles y bancos, jaraneando con falsa intimidad;
la tarde y el alcohol contribuían a la simulación y al arrumaco.
César bebió un poco de cerveza y entrecerró los
ojos. Tenía sueño: hacía dos noches que no dormía en su
casa, deambulando por bares, por parques, por esquinas,
discutiendo, jugando, contando o escuchando tramas enrevesadas,
visitando personas a las que sólo lo ligaba el
gusto por la juerga, haciendo el amor en camas que chirriaban,
o en matorrales, o en callejones sin rastro de
alumbrado, mataperreando por barrios dudosos, timando
con su plática a borrachos dispuestos a pagarle un trago,
enredado a veces en locas controversias que en más de una
ocasión se habían resuelto en bronca.
Ahora una ráfaga daba vida a los árboles, estremecía
la verja de la entrada, mecía la barba de los curujeyes,
levantaba de la tierra las hojas, ahuyentaba el enjambre de
mosquitos y hacía girar con frenético impulso, sobre el
caballete de la senil casona, una veleta coronada por un
gallo de hierro. La brisa adormecía al muchacho, que en
ese instante sentía una rara calma. Sus pensamientos,
siempre atropellados, habían cedido ante el roce del viento.
Adentro, el padre, al escuchar el aire que silbaba en el
guano, se había quedado absorto. Al igual que su hijo,
llevaba varios días de parranda, sólo que en un ambiente confortable: militar de alto rango, tenía acceso a atenciones
y lugares que para el hijo se encontraban vedados. Su
presencia esta tarde en el tugurio obedecía a un capricho,
o a un afán de aventura: los credos políticos, los grados en
los hombros, no habían mermado su avidez por la vida. Ni
su sed de licor. Ni su atolondramiento. Jamás podía permanecer
en un mismo lugar por varias horas; y en esto el
hijo, a pesar de no haber visto jamás al padre, era su vivo
retrato.
Este desasosiego había puesto en peligro varias veces
la carrera del padre; pero a la larga antiguos camaradas
intercedían por él. Porque el padre se ganaba a la gente
con sonrisas, con labia, con gestos generosos. Y además
tenía un pasado heroico, había luchado en las montañas,
dinamitado puentes, asaltado cuarteles, dormido a la intemperie
con un fusil de almohada. Había cambiado, en
esa época de insurrección, sus prebendas de joven de
buena cuna, o de niño bitongo, como decían entonces, por
los riesgos de la guerra. Y poco después del final de la
lucha, cuando el triunfal gobierno la había emprendido
contra los ricos, el padre había accedido, personalmente,
en nombre de la revolución, a despojar a su propia familia.
De eso hacía veinte años.
Precisamente ahora, cuando el viento arrastraba un
aroma de lluvia, se acordó de su hermano mayor, que
había acabado de morir en Miami, luego de dos décadas
de exilio. Nadie como su hermano para atisbar los cambios
en el cielo, para augurar sequías, ciclones y chubascos.
Bebió con prisa el resto de cerveza que burbujeaba en
la botella oscura. Nada más vergonzoso que un capitán
sentimental.
Afuera el hijo cabeceaba en el banco, sumido en la
modorra. Tenía el cabello largo, una barba y un bigote
ralos que no se había afeitado en varios días, la ropa sucia, los zapatos rotos. A diferencia del padre, que cuando
joven era presumido, el hijo apenas cuidaba su apariencia.
Mucho menos en los últimos años, después de haber dejado
sus estudios y haber estado preso; menos aún cuando
pasaba por rachas como ésta, en las que sólo le importaba
beber, atarantado.
Un bolero a toda voz interrumpió su ensimismamiento:
era el ciego sacando agua del pozo, al parecer feliz al
olfatear la lluvia. Cantaba con vigor, en un puro arrebato,
mientras manipulaba la roldana doblándose sobre el brocal.
El hijo, para desentumirse, se puso a caminar por el
inmenso patio. La quinta había albergado, en los comienzos
de la Guerra Grande, a un grupo de patriotas que conspiraba
contra los españoles bajo la dirección de un famoso
hacendado. Los ideales y las estrategias se habían examinado
febrilmente en los salones de la imponente casa, o tal
vez bajo estos mismos árboles; luego se redactaron manifiestos,
se inventariaron armas y machetes, se leyeron
sonetos a la libertad. Ahora, más de un siglo después, el
hijo, que en otro tiempo había estudiado Historia, y que
había devorado manuales gruesos, biografías enjundiosas,
hasta sentir como inmediatos sucesos de otras épocas,
apenas recordaba que este sitio tuvo un significado en el
extraño avatar de su país.
El ciego, que había sido empleado de los descendientes
de los conspiradores, y se había quedado como el único
dueño de la quinta (sus patronos se habían marchado hacia
Estados Unidos en el año 60, y él se volvió el legítimo
heredero, a pesar de su piel rotundamente negra) había
inaugurado el negocio hacía un año, aprovechando la
escasez de cerveza; el joven César se convirtió en cliente
habitual desde el principio, pues su casa no se encontraba
demasiado lejos; podía incluso, con algún esfuerzo, venir a pie. El antiguo estudiante y lector había roto, no sólo con la Historia, sino con su propio pasado: este lugar era sólo
un refugio donde bebiendo eliminaba la vida del otro lado
de la tapia. Ahora, después de cerciorarse de que nadie
miraba, orinó tras la palma al lado de la verja.
El ciego vaciaba el agua del cubo en el abrevadero del
corral de puercos; varios cochinatos, gruñendo, se agolpaban
en el chiquero alrededor del hombre. César se acercó
estirando los brazos, bostezando, y recostándose a una
estaca dijo:
-Tienen sed.
-Ni sé por qué estoy haciendo esto -dijo el ciego-. Va
a llover y van a tener agua de sobra.
Pero ya el muchacho no escuchaba. Había hecho el
comentario para ser cortés, y luego prosiguió con su sonambulismo
inofensivo. Recordó que la noche anterior,
durante un pestañazo en casa de un amigo, había tenido
otra vez la misma pesadilla: en el sueño él creaba un lugar
exacto al sitio en que dormía, de modo que la sensación de
estar despierto era absoluta. Pero un detalle, tal vez un
brazo colocado en la almohada que no correspondía a un
cuerpo conocido, o una figura acurrucada en un rincón del
cuarto, o una voz debajo de la cama que murmuraba frases
en un raro idioma, le revelaban que algo había fallado, y
que estaba a merced de una fuerza sinuosa que le impondría
la muerte por asfixia. Sus miembros, tanto en el sueño
como en la realidad, se contraían, se paralizaban, volvían
a contraerse, como si alguien lo hubiera maniatado. Entonces
despertaba.
Se alejó del chiquero hasta llegar al portal de la casa,
convertido en un sucio cobertizo. En las losetas cuarteadas
crecían mazos de hierba, para deleite de patos y gallinas.
Tupidas trepadoras, buganvilias, hiedras y cundiamores
aprisionaban las columnas raídas y las paredes con magulladuras que corrompían la carne del ladrillo. Los ventanales
habían sido atajados a punto del desplome por tablas
de algarrobo, claveteadas en cruz. La puerta estaba cerrada
con candado. Ni el ciego ni su esposa confiaban demasiado
en los clientes, que merodeaban, como César ahora,
propensos a conductas turbulentas o a absoluto torpor. Al
final el joven regresó al mismo banco debajo de los árboles,
sintiendo con euforia la envoltura del viento que atravesaba
reciamente el mangal, doblando las ramas más
endebles, esparciendo el olor del chaparrón cercano.
Adentro, en el fondo del rancho, el padre observaba a
la mujer recostada al mostradorjunto al viejo; se preguntaba
si serían amantes. Le complacía ver en el sitio a otra
mujer además de la esposa del ciego, una mulata gorda ni
joven ni hermosa. Obligado, como militar, a moverse casi
siempre entre hombres, valoraba con creces la imagen de
una hembra: unos senos, una boca pintada, un sencillo
contoneo de caderas, le devolvían su razón de ser.
Sus tiempos de seductor habían perdido brillo; a los
cincuenta años, aunque en pleno dominio de su virilidad,
con una esposa, tres hijas, dos queridas, la ardua supervisión
de almacenes de víveres, su afición al alcohol, las
pequeñas pero peligrosas intrigas entre mandos, apenas le
quedaba lugar para nuevas conquistas. Pero esas trabas no
le impedían apreciar, como ahora, la visión de los pechos
redondos pugnando por abrirse paso entre la blusa, y de
los muslos a los que la tela se adhería con fruición. Disfrutaba
a la vez de la voz femenina, del lenguaje y el tono
que inexplicablemente denotaban educación, y no la vulgaridad
que se podía esperar de una mujer que comprara
cerveza en este cuchitril, a esta hora insólita del mediodía.
-Me preocupa César -le decía en ese instante la mujer
al viejo-. Siempre es tan alegre, tan hablador, y hoy hay que sacarle las palabras de la boca. Y la forma en que
anda, sucio, hasta con mal olor.
-Es un caso perdido -dijo Roberto-. No sé por qué
tienes que andar con él. No me pesa pagarle la cerveza,
porque es tu amigo, pero es un tipo problemático.
-El no es así. Tú no lo conoces como yo.
-Allá tú. No hay peor ciego que el que no quiere ver.
La mujer, con el rostro alarmado, le hizo una seña al
viejo, indicando que la esposa de Julián, que machacaba
bloques de hielo a la luz del quinqué, podía haberlo escuchado.
El padre, que se esforzaba por seguir la conversación
de lejos, por encima del diálogo de los tres jugadores,
sonrió al ver el gesto, la sutil consideración de la mujer.
Luego se olió con disimulo debajo de los brazos, porque
era posible que al igual que el César que mencionaba la
desconocida (el nombre del padre era también César), él
apestara.
Bajo el efecto de una feroz resaca, había salido de
Holguín el día anterior rumbo a La Habana, inquieto por
las noticias recientes: el asalto a la embajada de Perú, que
en un momento se repletó de gente que reclamaba asilo; la
intempestiva decisión del gobierno de permitir la salida de
Cuba por el puerto del Mariel. En el camino se había tranquilizado
con una botella de aguardiente de caña, y al
pasar en su jeep por Camagüey, la ciudad en la que había
nacido y en la que había transcurrido gran parte de su
niñez y juventud, no había podido resistir el deseo de
encontrarse con un viejo amigo, compañero del bachillerato
y más tarde de la lucha armada, que con el tiempo había
caído en desgracia. El padre actuaba muchas veces así, por
impulso, zafándose del cepo de los pros y los contras.
Le había dado permiso a su chofer para que se quedara
con el jeep y visitara unos parientes, había alquilado un cuarto en un hotel, y ya vestido de civil había iniciado su
imprevista parranda en esta capital de provincia, en la que
cada barrio, cada plaza y esquina conservaban la huella de
los años remotos en los que su carácter había adquirido
forma, o tal vez se había fragmentado o disuelto. Pero el
calor y la humedad, sumados a la espesa neblina de los
tragos, no le habían permitido reflexionar sobre los accidentes
de su vida impetuosa, y a la larga sólo le habían
sudado la camisa. Que por suerte, ahora lo comprobaba,
no tenía mal olor.
Afuera, el hijo aprovechaba la ausencia de la mujer
para contar el menudo en sus bolsillos. Había despilfarrado
en menos de dos días su salario mensual de medidor de
tablas. Aparte de tener la esplendidez de la gente muy
pobre, el hijo, alebrestado por el licor, se empeñaba en
gastar con urgencia el dinero, como el que se deshace de
un objeto comprometedor; y sólo cuando llegaba el momento,
como ahora, en que ya los billetes se habían desvanecido,
es que experimentaba la avaricia.
De repente decenas de pájaros que al parecer huían de
la lluvia, o la anunciaban como heraldos ruidosos, invadieron
el cielo en convulsas bandadas. Aleteando, graznando,
formaban escuadrones que en un segundo se disolvían en
manchas, para ascender o descender en filas, o en forma
de embudo como un rabo de nube, o adentrarse en los
árboles sacudiendo los gajos, picoteando las frutas, sin
detenerse, y en zafarrancho volver a alzarse y bajar en
picada.
El hijo los miró con el asombro que provocaba en él
toda muestra de destreza o ardor. El padre los vio a través
de la ventana del rancho y pensó: Qué lástima no tener la
escopeta. Porque el padre era un sobresaliente tirador, y
una de sus pasiones era la cacería. El hijo, en cambio, no
tenía puntería, ni siquiera al lanzar una piedra. Ante la invasión de las aves, el hijo sólo observaba las formas, los
I movimientos, los bruscos contrastes, y después viraba la
cabeza; mientras que el padre sólo pensaba en los actos
concretos, para entrar en acción.
Los pájaros siguieron su camino.
Inmensas nubes del color de la tizne se juntaban en
moles, convirtiendo la tarde en el anochecer. Los truenos
restallaban en la lejanía; los relámpagos hendían el cielo.
El fogonazo de un rayo iluminó la palma al lado de la
verja, calcinó un par de pencas que cayeron estrepitosamente
sobre un rosal marchito. Un ave rezagada, de plumaje
mugriento, cruzó chillando como una exhalación
entre las copas de las matas de mangos. En ese instante
estalló el aguacero.
II
Bajo la lluvia, cubierta con hojas de periódico, una sombra
avanzaba por el trillo sembrado de pedruscos, esquivando
los gajos y las enredaderas a cada lado del estrecho sendero
que paraba en la puerta de la casa. Adentro, con un
sobresalto, la mujer había interrumpido el rosario al escuchar
el grito:
-¡Julio César!
El nombre, el único entre tantos conocidos que a estas
alturas significaba algo para ella, se abrió paso entre el
torrente de agua.
-¡Julio César Valiente!
Por si quedaba duda. Nombre y apellido. El apellido
de ella, el que veinticinco años atrás había otorgado a un
recién nacido ante el rechazo del padre del muchacho a
darle el suyo a aquel hijo de ambos. Y sin embargo, como
venganza, o tal vez como prueba indeleble de lo que fue
un amor no correspondido, ella había bautizado con el
nombre del hombre a la criatura: César. Con justicia, había
antepuesto el propio nombre de ella, en forma masculina.
Porque la mujer sentada en la penumbra de la sala, con el
rosario enroscado en las manos, en esta tarde oscurecida
por la tempestad, se llamaba Julia.
-¡Julio César Valiente!
Se volvía indispensable abrir la puerta. Un acto simple
que a medida que pasaban los años costaba más esfuerzo.
Afuera, un mundo hostil, presto a humillar e incluso a
destruir, acechaba paciente y despiadado, como un cazador
que se agazapa. Adentro estaba Dios. A su lado. En el
techo. Encima del fogón. En una esquina del diminuto
baño. Debajo de la cama. En las cortinas. Julia podía sentirlo.
Casi palparlo. Protegiéndola siempre. Pero al ella
alejarse de esta casa que se había vuelto su celda, su cobija.
Dios parecía perder sus credenciales y la dejaba inerme,
a la intemperie.
-¡Julio César Valiente!
La voz desafinada rivalizaba con el aguacero, que
castigaba las tejas de zinc. Julia tenía que correr el riesgo.
En el portal, la sombra que gritaba pasó a ser el cartero, un
fantoche sonriente y chambón que una vez, hacía quizás
dos décadas, había tratado de engatusarla con versos de
amor. En ese entonces Julia, una madre soltera que a pesar
de las hondas ojeras era hermosa, lo había parado en seco.
Luego los dos fueron envejeciendo, tratándose de usted,
hasta que borraron lo que para ambos fue un penoso episodio.
Ahora el viejo empapado, mostrando sin pudor la
dentadura que bailaba en su boca, sacudiéndose el agua
con la misma fruición de un pájaro que intenta secarse el
plumaje, le extendió un sobre abierto manchado de lluvia
y le dijo en voz baja, con cara de cómplice, como el que
comparte un secreto obsceno:
-Es un telegrama de Estados Unidos, de la hermana de
usted. Parece que viene en un barco a buscarla a usted y a
su hijo. Julia, no se lo diga a nadie. La gente es mala.
Esta aseveración, irreprochable, hizo que Julia dijera
en voz muy baja:
-Gracias.
-No lo abrí yo, venía abierto. Me atreví a leerlo por si era una emergencia, porque usted y su hijo casi nunca
reciben telegramas.
-Es verdad. No se preocupe.
-Si se va, acuérdese de mí. Mándeme aunque sea cuchillas de afeitar. No se vaya a olvidar de su cartero.
Julia acabó por distender los labios en lo que podía ser
una sonrisa, o también una mueca. Su boca había olvidado
ese ejercicio, y el resultado siempre era confuso.
-Qué cosas tiene usted.
-Los carteros también tienen que afeitarse, ¿no?
El hablanchín, cubierto por la caperuza de papel impreso,
se convirtió de nuevo en una sombra y corrió por el
trillo, bajo el chaparrón. Julia, incrédula, leyó el texto del
telegrama sin comprender del todo el significado. Debajo
del nombre venerado del hijo, de la calle y el número de
esta misma casa (celda, cobija), de la ciudad en la que
Julia había vivido desde su juventud, el mensaje decía:
«Salgo hoy para Cuba en un barco de pesca para buscarte
a ti y a mi hermana. Besos, tu tía, Rosa».
En un barco de pesca. Rosa. Su hermana. La niña que
una tarde le arrebató la muñeca de trapo y la lanzó en el
pozo. Recostada al brocal, lloriqueando, Julia miró la
figura pequeña, inalcanzable, que flotaba indefensa en el
agua oscura, hasta que el cielo fue cobrando el color del
agujero. Se pasó dos meses sin hablarle a Rosa. Luego
volvieron a corretear entre las hortalizas, a brincar cercas,
a abrir y cerrar de un golpe los rastrillos, a esconderse una
de otra en los mángales, en la manigua, en los gallineros.
Amándose y odiándose. Dos hermanas rivales. En un
bohío de palmas con piso de tierra, ceñido por el vasto
silencio del campo.
Al final Rosa fue la ganadora: después de haber sido
una alumna mediocre, y aun más, una machorra, trepando árboles, asesinando insectos, esclavizando las aves del
corral, tan pronto llegó a la adolescencia dejó la escuela,
se casó y tuvo hijos que llevaron el apellido del padre,
como debía ser. Julia, por el contrario, la alumna modelo,
que se ganó una beca del gobierno para seguir estudiando
en la cercana ciudad de Camagüey, se hizo maestra y
obtuvo distinciones, pero al pasar el tiempo dio un mal
paso: un hombre la sedujo, la preñó y luego se esfumó
como una nube que tras derramar agua se disuelve.
Desde entonces Julia no volvió a ser la misma. Sus
padres se mudaron a Camagüey para hacerse cargo no sólo
del niño, sino también de ella, que regresó a una especie
de infancia, llena de miedos y atroces fantasías, como si el
hecho de concebir un hijo, en vez de madurarla, de volverla
una mujer cabal, la hubiera destrozado.
Con los años los padres se murieron y Rosa, que igual
que Julia nunca había visto el mar, a pesar de que Cuba
era una isla, se fue con su marido y sus hijos en un avión
que cruzó el océano hasta llegar a España. Más tarde (si
uno creía lo que decían las cartas) volvió a atravesar el
mismo océano que al parecer cubría una considerable
parte del planeta, y se mudó para Estados Unidos. Y ahora
venía en un barco, o eso al menos decía este telegrama, a
recoger a su hermana Julia y a su sobrino Julio César
Valiente para llevarlos a través de las olas, como si fueran
gaviotas o peces. Tal vez para alardear, la Rosa, de su
triunfo. O al contrario, para de esta forma aliviar la culpa
de haber sido, de las dos hermanas, la que al fm ganó.
Sin embargo, en este instante los motivos ocultos de la
acción de Rosa, sus razones para emprender este inaudito
viaje, apenas importaban: ese barco surcando el peligroso
Estrecho que separaba a Cuba de Estados Unidos se imponía
por encima de muñecas que cayeron a un pozo (¿fue su
propio rostro el que vio Julia aquella vez flotando, como si el fondo del pozo, en vez de agua, tuviera un espejo?),
de gestos humillantes que Rosa había tenido con su hermana
mayor a lo largo de toda la vida, sobre todo cuando
ésta fracasó y terminó con el hijo de nadie en sus brazos.
Nada de eso contaba hoy: este barco, que Julia asoció,
como hacen los creyentes, con una imagen religiosa, en
este caso el Arca de Noé, venía a rescatarla a ella y a su
hijo del perpetuo diluvio. No de esta lluvia que rodeaba su
casa, de este aguacero que levantaba un escándalo en el
techo de zinc, que desbordaba zanjas y enfangaba el trillo
por el que el cartero vino y se volvió, sino del otro diluvio
que lo anegaba todo de miseria y odio. Una crecida de la
que uno sólo se libraba huyendo de Cuba. Y para eso el
barco se acercaba. Qué importaba si Rosa, la hermana
victoriosa y muchas veces cruel, se paseaba en este mismo
instante por la borda. Qué importaba si reía o lloraba. Si
quería jactarse o redimirse. Este barco, que llevaría a la
madre y al hijo a otras tierras, era un don de Dios.
Ahora sólo faltaba que el hijo llegara. La incesante
pregunta, «¿dónde estás?», nunca tenía respuesta, ni siquiera
en esta hora crucial, en la que un trozo de papel
mojado acababa de cambiar el rumbo que llevaban ambos,
o más bien acababa de echar a andar la paralítica vida de
los dos. De manera que Julia debía someterse otra vez al
acto que conocía mejor, el de la espera. En el fogón las
brasas de carbón mantenían tibios el potaje aguachento, el
arroz y las yucas. Pero se hacía tarde para el almuerzo y el
niño (pues los hijos no se vuelven adultos) no aparecía por
ninguna parte. En la última semana entraba y salía a cualquier
hora, a veces dando tumbos; se sentaba a la mesa lo
mismo a medianoche que al amanecer, devoraba lo que
hubiera en las ollas y luego, totalmente vestido, se tendía
en el camastro y se entregaba a un sueño sin sosiego; Julia
lo sorprendía dando vueltas bajo el mosquitero, estirándo-se y encogiéndose como un hombre amarrado que forcejea
para romper las cuerdas, pronunciando en voz alta frases
incomprensibles. Por último se levantaba con un semblante
hosco, se tomaba un par de vasos de agua y salía de
nuevo, prometiendo regresar enseguida.
El último «enseguida» lo había dicho entre dientes esta
misma mañana, mientras Julia raspaba la inagotable tizne
que cubría los calderos como una terca cáscara.
-Ven a almorzar -le había dicho la madre al fugitivo
que se escurría en la puerta.
-Claro, vengo enseguida.
Pero Julia se hallaba por encima de cualquier ilusión:
ese adverbio de tiempo, el favorito del hijo tarambana,
podía lo mismo abarcar una tarde que tres días y tres noches.
Y una noticia como la que ahora ella apretaba en su
mano (no se atrevía a soltar el telegrama, por miedo quizás
a que el papel se convirtiera en aire si dejaba un segundo
de palparlo) reclamaba ser compartida de inmediato.
¿Adonde ir? Quería engañarse pero no podía: los sitios
en los que podía encontrar a su hijo no eran para mujeres
como ella. Atrás habían quedado, no digamos la etapa en
la que él, un chiquillo, se movía en círculos seguros, previsibles,
como la escuela, el parque y los patios vecinos,
sino incluso los primeros años de su juventud, en los que
dedicaba horas a la lectura y la escritura en el cobertizo
detrás de la casa. Ya en ese entonces se perdía de repente,
pero al cabo de un rato regresaba a sumergirse en libros,
o a llenar con su letra nerviosa fajas de papeles en blanco.
«Las palabras escritas», le había oído decir ella a él, un
mediodía en que hablaba con un amigo que había venido
a visitarlo, y que también quería ser escritor, «son mi
refugio».
Una frase que Julia encontró rara, sin saber que era un
lugar común entre la gente que suele escribir. Pero que sin duda, trillada o peculiar, Julio César decía sinceramente.
Tal vez por eso hombres uniformados (cuatro o cinco;
todo ocurrió de una forma tan rápida que Julia, confusa y
asustada, no pudo precisar el número) allanaron la casa
poco tiempo después y se llevaron en cajas de cartón hasta
el más diminuto papel en el que aparecieran palabras
escritas. Es decir, el refugio del hijo acabó siendo su propia
ratonera, como si él mismo se hubiera preparado una
trampa. Estuvo preso setenta y cuatro días; al volver a la
casa, después de los abrazos, Julio César observó en el
espejo en el que se asomaban dos figuras que algo había
ocurrido en ese corto tiempo en la piel de ambas; la de él
había emblanquecido y la de ella se había apergaminado.
Pero a la larga la piel era piel; sólo una superficie. Uno
pasaba por alto, sin gran dificultad, aquellas caprichosas
variaciones. La vida se reanudó otra vez. La única víctima
fue la escritura.
A partir de entonces Julio César empezó a frecuentar
con más vehemencia (en realidad ya lo hacía ocasionalmente
antes del arresto, de modo que Julia no podía culpar
del todo a los desconocidos que al parecer tenían hambre
de lenguaje ilegible, pues los manuscritos no eran nada
más que una desatinada colección de oraciones, o más
bien garabatos, salpicados de manchas, borrones, tachaduras)
los lugares de los que Julia sólo tenía noticia a través
de vecinos y parientes, y que un primo, profesor de Español,
con una comprensible inclinación a utilizar vocablos
rebuscados, había calificado de antros.
-Tu hijo se pasa la vida metido en antros. Un día le va
a pasar una desgracia -y luego, recordando que ya el joven
había acumulado una historia, añadió, en aras de la exactitud-.
Otra desgracia más.
Julia, que también se había graduado de maestra y en
ciertas circunstancias podía ponerse a la altura de este
primo pedante, se limitó a contestar:
-Hay muchos tipos de antros. Cualquier lugar en el
que se le hace daño a alguien es un antro. Este país es un
antro.
El primo quiso subir la parada.
-Eso es mera retórica, mero silogismo.
Pero Julia no estaba para guerras verbales; ese no era
su fuerte. Su fuerte era su fe. Y ahora esta fe había dado su
fruto más visible, en la forma de una embarcación. Urgentemente
debía encontrar al hijo, aunque para lograrlo
tuviera que recorrer los sitios que su primo Ramón menospreciaba.
Se puso el vestido de flores oscuras, de cuello alto y
cerrado, mangas que llegaban a los puños y falda que
tapaba los tobillos, como si el propósito de vestirse fuera
ocultar totalmente su cuerpo. Como remache, se cubrió el
pelo con un pañuelo azul. Tal vez, si no hubiera atentado
contra las costumbres, se hubiera echado un velo sobre el
rostro. Pero se requería mostrar la cara, que ahora Julia
empolvó con cuidado, porque a pesar de su vida enclaustrada,
sus oraciones y su desapego, no había podido desprenderse
del todo de los residuos de la vanidad. Luego
volvió al balance y al rosario, pero apenas podía concentrarse
en el rezo; el ruido de la lluvia absorbía su atención;
su religión, su universo completo dependían de que pronto
escampara.
III
El vendaval estragaba la choza en la que comerciaban el
ciego y su mujer. Las rachas arrancaron varias pencas de
guano y cuartearon después el caballete, hasta que el techo
se volvió un coladero por el que el agua descendía a raudales.
Los empresarios y los parroquianos (de estos últimos
sólo quedaban cinco; los jugadores, campesinos expertos
en pronosticar las insensatas jugarretas del clima,
ahuecaron el ala antes de los primeros goterones) presentían
que el negocio iba a claudicar en una tarde así.
Al desencadenarse la tormenta, el hijo, César, o más
bien Julio César, aunque por ese nombre sólo lo conocían
su madre y sus parientes, ya que él al presentarse omitía
siempre el Julio, había corrido junto con María y el viejo
Roberto desde los bancos bajo los árboles hasta la choza.
Ahora los tres compinches, ensopados, apuraban las pergas
de cerveza arrinconados en una oscura esquina junto
al mostrador. En la mesa al fondo, el padre, César Martínez,
y el amigo de su juventud, Isaac, aferrados a sus
botellas, primero habían tratado de ignorar las goteras y
más tarde los obvios chorros de agua que comenzaron a
inundar el local cuando el viento arrancó un pedazo de
techo. Ramona, la mujer del ciego, los devolvió a la realidad
al gritar:
-¡Tenemos que cerrar, esto parece un ciclón!
-No hay ciclones en abril, compañera -objetó Isaac,
que por nada del mundo quería dejar de beber en este
instante.
En la otra punta del rancho, el viejo Roberto confirmó:
-Eso es verdad. No hay ciclones en abril.
-Es una manga de viento -dijo el ciego Julián, sin
alzar la voz. Su tono contrastaba con el de su esposa; el
que no tiene vista tiene calma, parecía sugerir.
Pero Ramona, que veía claramente los borbotones de
agua en el piso de tierra, exclamó:
-¡No se puede seguir despachando cerveza!
El padre consideró oportuno hacer valer su hasta entonces
oculta autoridad.
-Compañera, no tenga miedo. Yo soy el capitán Martínez.
Al oír el grado militar, todos, incluso el joven César,
ensimismado en la torrencial lluvia, prestaron atención al
cincuentón que aunque vestido de civil proclamaba ser
miembro de una casta feroz, y con firmeza se acercaba al
mostrador en el que Ramona y Julián trajinaban. Su actitud
sugería que por ser oficial del ejército tenía el poder de
disolver de un gesto la tormenta. Dueños y clientes pensaron
que el militar los iba a meter presos, ya que tanto
comprar como vender licor en un sitio que no perteneciera
al gobierno era un delito penado por la ley. La tempestad
perdió vigencia por unos segundos. Para colmo, el capitán
Martínez se arregló la camisa para que junto al cinturón
sobresaliera la forma irrefutable de un revólver.
Todos se equivocaban. Si bien el hombre no podía
cambiar el curso de la naturaleza, tampoco deseaba utilizar
su mando para hacer cumplir decretos gubernamentales.
-¿No podemos ir para la casa? -la pregunta sonó como
una orden- Llevamos la cerveza para allá. A mí me
sobra el dinero para tomar por lo menos tres días -y dirigiéndose a Roberto, que a todas luces era el otro cliente
que pagaba, lo increpó-. ¿Y tú, mi viejo, no tienes plata
para seguir tomando?
Roberto, a quien no le gustó que le recordaran delante
de María que había vivido durante siete décadas, pero que
tampoco podía enojarse con un capitán, contestó con premura:
-Claro que tengo.
A Ramona se le torció la boca. Por un par de minutos
se debatió entre la usura y la inconveniencia de permitir
que extraños invadieran su hogar. Por fin dijo:
-Ni a mí ni a mi marido nos gusta que tomen en la
casa. Pero que sea él quien decida.
Los espejuelos oscuros de Julián impedían que uno se
asomara en lo que algunos llaman el espejo del alma.
Tampoco se podía garantizar que esos ojos, dada su peculiar
condición, pudieran expresar el pensamiento. Ni su
rostro ofrecía una lectura fácil. Pero al rato su voz de
hondas modulaciones enunció el veredicto:
-Un día es un día. Vamos.
Media hora más tarde los cinco bebedores y sus dos
guardianes (Julián y su mujer, sobre todo ella, tenían que
estar al tanto de la conducta y de los movimientos de sus
huéspedes, ya que se trataba de su casa, la herencia de los
señores que huyeron en estampida veinte años atrás) se
instalaron en la nueva taberna. Todos, incluso el negligente
Julio César, habían cargado las cajas de cerveza en
botella, los cubos de cruda y las dos neveras y las habían
colocado en la cocina, siguiendo las instrucciones de Ramona.
El capitán Martínez y su amigo Isaac se habían apoderado
de dos butacones en la sala, y arrellanados uno frente
al otro, agarrando como armas sus botellas, navegaban
otra vez en las aguas del pasado común: la época de estudiantes, con sus horas fastidiosas de estudio, su retahila de
novias, juergas y putas; la decisión de marcharse a pelear
con los rebeldes contra la dictadura de Batista; el regreso
triunfal, disfrazados de conquistadores, a formar parte del
nuevo gobierno.
Pero en ese punto las aguas se enturbiaban, porque
César Martínez había seguido sin parar su ascenso hasta
llegar a ser lo que era hoy, un capitán que a pesar de su
debilidad por el alcohol y las faldas se mantenía investido
de poder, mientras que Isaac Oliva se había decepcionado
pronto de la revolución, y poco a poco, con prudencia y
miedo, pues en el fondo, a diferencia de su amigo Martínez,
era un hombre apocado, se fue distanciando del vendaval
político: pidió la baja militar por problemas nerviosos,
se hizo veterinario en la Universidad de La Habana y
regresó a Camagüey a sanar animales, seres simples e
incluso agradecidos, entre los que Isaac se sentía más a
gusto que entre los miembros de la raza humana. Pero no
era posible vivir sólo con vacas, cerdos y caballos, y en los
últimos tiempos los militantes del partido comunista en su
granja, que lo tenían entre ceja y ceja, lo habían amenazado
en más de una ocasión, a pesar de su historial en la
guerra revolucionaria, con separarlo de su puesto, por
borracho, impuntual y apático al gobierno. Se escudaban
en un lema reciente: No me digas lo que has hecho. Dime
lo que estás haciendo.
De manera que los dos amigos, sentados frente a frente,
repasaban los años de su juventud, pero al llegar a la
década del 60 vacilaban, hacían una incómoda pausa que
aprovechaban para con avidez empinar las botellas, y
tácitamente volvían atrás de nuevo, hasta llegar a la remota
infancia en la que ambos se habían conocido. César
Martínez quería tomar en paz, sin discusiones, y al otro no
le quedaba opción: también quería beber y no tenía dinero.
Un poco más allá, en el comedor desvencijado, sentados
en la punta de la larga mesa que en otros tiempos vio
manteles brocados, copas, vajillas y cubiertos suntuosos,
pero que ahora se encontraba desnuda, el joven César y el
viejo Roberto compartían con María una jarra de cerveza
cruda. A diferencia del diálogo en la sala, en este comedor
venido a menos imperaba el silencio, amplificado por el
estrépito de la lluvia.
Julio César se había vuelto de espaldas a sus acompañantes
y miraba a través de la puerta del fondo, de par en
par, los racimos de agua que se desplomaban desde el
crujiente alero y anegaban el zaguán y el patio. Por un
instante recordó a su madre, seguramente inquieta por la
ausencia de este hijo irresponsable en una tarde así, y para
obliterar una repunta de culpabilidad que amenazaba con
agigantarse, vació de un solo trago el resto de cerveza en
la jarra.
-Dale suave, que el que compra soy yo -gruñó Roberto.
-Si nos vas a estar recordando todo el tiempo que
estamos tomando a costa tuya, mejor no compres más
-dijo María, segura de que el derrochador iba a seguir
pagando. Para más garantía, había pegado su rodilla a la
del hombre por debajo de la mesa; sabía que ese contacto,
que sin los tragos a ella le hubiera causado repulsión, se
traducía en varias jarras más.
César ni siquiera contestó. Cuando se dedicaba a la
tarea de beber sin parar, un oficio que cada vez dominaba
mejor, resolvía la intrincada relación entre el dinero y los
seres humanos con una simple fórmula: cuando lo tengo
lo gasto y cuando se me acaba gasto el de otros. Así. Sencillamente.
Sin vergüenza ni cuestionamientos. Si en un
momento de reflexión sentía escrúpulos por usar a la gente,
recurría a otra expresión: todos usan y se dejan usar.
Los aforismos, inventados según la circunstancia, el único
residuo de su antigua vocación de escritor, servían para
acallar las dudas. Aquí mismo, en este mismo instante, la
gente se usa y se deja usar, se dijo mientras observaba la
lluvia, disfrutando la súbita oleada de calor que el alcohol
repartía por su cuerpo. Detrás de este misterio de estar
juntos, precisó frotándose las manos y la cara -como hacía
cuando intentaba completar una idea, traducir en lenguaje
un pensamiento-, sólo se oculta la intención de usarse;
este escenario absurdo, en el que todas estas personas
absurdas, empezando por mí, se han reunido esta tarde,
sólo existe gracias a este instinto, a este impulso de utilizar
a otros, del que nadie se libra.
Se registró de nuevo los bolsillos para pagar al menos
una ronda. Pese a su afán de justificarse, aún le quedaba
un resto de amor propio. Pero el dinero ya se había evaporado.
En ese momento apareció Ramona y puso tres botellas
en la mesa.
-De parte del capitán -se limitó a decir. Sin aprobar ni
condenar la acción. En fin de cuentas, este miembro de un
régimen que se oponía al negocio pagaba igual que todos,
y ahora los tres billetes engrosaban el fajo que abultaba su
seno.
Los tres beneficiados de la inesperada cortesía expresaron,
cada uno a su manera, su agradecimiento. El viejo
Roberto gritó con voz fañosa:
-¡Muchas gracias! ¡No tenía que haberse molestado!
El joven César, que adivinó que el gesto del hombre
del revólver no tenía nada que ver con él, sino con la mujer
que era a veces su amiga y otras su amante (y al final
ninguna de las dos: sólo su cómplice de borrachera) alzó
la botella con un vago ademán de saludo, sin mirar directamente al militar vestido de civil, que en la sala, desde su
butaca, tampoco miró al joven. María lo deslumhraba.
Esta se levantó y fue hasta los dos hombres, les dio la
mano a ambos y dirigiéndose al capitán César Martínez
dijo:
-Encantada. Yo me llamo María. Mis amigos y yo le
damos las gracias.
-¿Alguno de ellos es su novio, o su esposo?
María hizo un visaje de incredulidad y contestó err voz
baja:
-No tengo novio ni esposo. Soy libre como el viento.
-A mí me gusta el viento -dijo César Martínez, con su
mejor sonrisa-. El viento me da vida.
Ya la tarde era suya: una mujer, una botella de cerveza
fría, un amigo del año de la nana. ¿Qué le importaba a él
que el mundo anduviera patas arriba allá afuera?
-Pero el viento también es peligroso -dijo María-.
Hace un rato por poco tumba el rancho.
-A mí el peligro me gusta más que el viento. ¿Cómo
tú crees que me gané el grado de capitán? Cuéntale a ella,
Isaac. Dime si alguna vez tú me has visto con miedo -y
luego, aclarando quién era aquel hombre anodino que
permanecía mudo, con el rostro disuelto detrás de los
gruesos cristales de las gafas-. Isaac y yo peleamos juntos
en la Sierra Maestra.
A María no la impresionaban la guerra ni los héroes.
Pero ahora debía disimular, y aparentando asombro exclamó:
-¡Qué tremendo! ¿En la Sierra? Entonces se conocen
desde hace muchos años.
-Muchísimos -dijo el capitán-. ¿Quieres sentarte con
nosotros?
-Ahora no, tengo que acompañar a mis amigos. A lo
mejor después. Hay tiempo para todo.
¿Lo había?
-Te esperamos -dijo César Martínez con un tono
vehemente, sin ocultar su urgencia. Y de inmediato precisó-.
Te espero.
A diferencia de su antigua novia (y amante de una
noche) Julia Valiente, esperar no era el oficio que mejor
dominaba el capitán. Julio César, su hijo desconocido,
ahora a unos pasos de él, tampoco había hecho suyas la
inacción, la pasiva prudencia de su madre. En esto el joven
era el hijo del padre. Ahora el hijo quería desesperadamente
que la lluvia cesara de inmediato; mientras que el
padre sólo deseaba tener a su lado, ahora mismo, ni un
segundo después, a la mujer que había dado las gracias.
Sin embargo, la lluvia caía estrepitosamente y María había
vuelto a la mesa. Padre e hijo bebieron al unísono: el licor
aplacaba la impaciencia de ambos. Aún más: los entumía.
Los domesticaba.
De pronto una guitarra esbozó una tonada. El ciego
Julián, sin dejar de tocar, atravesó la sala y se sentó en la
punta de un balance junto a la puerta principal, clausurada
con tablas de algarrobo.
-¡Eso es! ¡Música! -gritó el viejo Roberto.
Y como si las cuerdas pudieran acallar cualquier otro
sonido, la lluvia cesó.
IV
Como quien sale cautelosamente de un refugio subterráneo
después de un bombardeo, Julia Valiente, cuyo miedo
perpetuo negaba su apellido, le echó un vistazo al cielo,
murmuró una oración, cerró la puerta y fue esquivando los
charcos del jardín y las malezas ensopadas del trillo hasta
llegar a la calle que odiaba.
A cada lado se alzaban las casas de la gente que ella
había visto trocarse brutalmente con el paso del tiempo:
niños habían crecido de sopetón, asumiendo sin el menor
recato la insolencia de la juventud; hombres y mujeres,
que cuando ella era una recién llegada se pavoneaban con
soltura y prestancia por el vecindario, ahora con la vejez
se habían vuelto una caricatura de sí mismos. Los hijos,
retoños ladinos y mal aconsejados, no sólo tenían la misma
hechura y las mismas facciones de sus progenitores,
sino también la misma alevosía. Porque sin duda esta era
gente mala, como afirmó el cartero. Maestros del paripé,
profesores del timo, artífices de tramas y complots, encubrían
con sonrisas y efusivos saludos propósitos malsanos.
¿Qué ocurría detrás de esas paredes, la mayoría ya
menoscabadas? Julia Valiente no podía imaginarlo. No
visitaba a nadie ni recibía visitas. No toleraba la proximidad,
como los pájaros que permiten ser observados a distancia,
pero que alzan el vuelo si alguien quiere tocarlos.
Desde el nacimiento de su hijo, o quizás desde antes,
había descubierto que el acercamiento despertaba instintos
caníbales en los seres humanos: la intimidad los hacía
devorarse.
Ahora andaba de prisa por el mismo medio de la calle
enlodada; miraba hacia adelante, ignorando los ojos marrulleros
que la veían pasar. Para qué los lenguajes de la
cortesía; sabía lo que ocultaban esas ceremonias; adivinaba
los rasgos feroces debajo de las máscaras.
Pero esta tarde, para su sorpresa, algunos se quitaron
la careta. Los gritos la alertaron. En el portal de la panadería
una turba insultaba a Rafael el zapatero y a su hija
Gladys, que con las flautas de pan bajo el sobaco intentaban
abrirse paso entre la jauría.
«¡Puta!» «¡Gusanos!» «¡Maricón!» «¡Tortillera!»
Julia, petrificada por las palabrotas, clavó la vista en la
mujer que pegada a su padre avanzaba inmutable, con la
cabeza erguida, en medio del tumulto. Sólo la línea roja de
la boca zigzagueaba imperceptiblemente. Por el contrario,
el viejo se tapaba la cara con la mano izquierda, hacía
muecas, daba unos leves brincos, temblequeaba. En ese
instante un ciclista frenó al lado de Julia y preguntó:
-¿Qué pasa ahí?
Julia fingió ignorarlo. Una anciana, que apretaba una
jaba contra el pecho como si abrazara a un ser querido,
contestó por ella:
-Rafael y Gladys se van por el Mariel para Estados
Unidos -y añadió en voz baja-. Qué vergüenza, ofenderlos
porque se van de Cuba.
Era eso. Julia palpó disimuladamente el papel dentro
de su cartera y por unos minutos se mantuvo inmóvil,
mientras la multitud vejaba a la pareja. Luego se humedeció
con la lengua los labios resecos, y evitando el enjambre,
la mayoría curiosos que presenciaban con indiferencia, o secreto placer, el espectáculo, dobló la esquina con
la mayor rapidez que le permitían sus piernas tambaleantes.
Quería correr. Volar. Dejar atrás de un salto esta calle,
este barrio, que como un grano que acumula pus, se enrojece
y se inflama, había estallado repentinamente. Pero
Julia Valiente había perdido el control de su cuerpo. Con
pasos inseguros llegó al fin a la parada de ómnibus y se
sentó en un banco. Tras la lluvia reciente, la tierra, la
madera y el cemento supuraban una espesa humedad,
como cuerpos bañados en sudor.
¿Adónde ir? ¿Por dónde empezar? Se acordó de María
(la amiga o novia o sabrá Dios qué cosa) de su hijo, la
única persona que había ido a ver a Julia cuando a Julio
César lo metieron preso, y que le había dado su dirección
para que la buscara si acaso Julia la necesitaba.
Ante la ausencia elocuente de la guagua, la caseta de
la parada de ómnibus se repletaba de viajeros frustrados,
que cargaban noticias y rumores como si fueran misteriosas
maletas. «Se va todo el que quiere». «A mi sobrina la
vienen a buscar». «Hasta Tony el lechero, ese ladrón hijo
de la gran puta, se fue ayer con la mujer y la suegra. Pero
se llevó un recuerdito: le partieron la boca y una ceja».
«La presidenta del comité fue a mi casa para obligarnos a
darle un acto de repudio a la infeliz de Inés. Yo me escondí
para que no me viera».
Julia, aprisionada por las mangas largas y el cuello
almidonado, se hacía la que no escuchaba, pero no perdía
ni una sílaba. Algo ocurría. Algo grande. El barco de su
hermana formaba parte de una trama mayor, que al parecer
abarcaba la isla entera. Pero Julia no quería preguntar.
Su hijo, durante un tiempo, fue el intérprete de las noticias
que se oían en la radio, de los sucesos que ocurrían en el
barrio, en el país y el mundo. Pero el hijo dejó de oír noticias
(un día dijo que no creía en ninguna, y a partir de entonces sólo escuchó canciones en inglés en las emisoras
americanas que sintonizaba a escondidas en su cuarto),
dejó de contarle las cosas que veía, dejó, en fm, de ser el
mensajero, y se metió, como Julia, en sí mismo.
Olvidando su dignidad, Julia aceptó la oferta de Don
Justo, un viejo buscavidas que acertó en ese instante a
pasar con su carreta abarrotada de muebles y tarecos.
-¿Va para el pueblo, Julia? Monte aquí alante, yo le
hago un lugarcito. Estoy mudando a los Capestany. Mire
que cantidad de piltrafa. Pero hoy por lo menos me busqué
la comida.
Julia subió al pescante. El caballo estropeado refunfuñó
al principio, pero luego de azotes y un par de vituperios,
reanudó su raquítico trote. Atrás quedó, envidiosa, la
masa de aspirantes a moverse en cualquier artefacto que
tuviera ruedas, incluso un carretón como el de Don Justo.
Julia miró de reojo la loma de cachivaches que se
balanceaba peligrosamente a sus espaldas, y pensó que si
ella y Julio César se marchaban en el barco de Rosa, todas
sus pertenencias, sus reliquias, atesoradas durante tantos
años, quedarían en la casa a merced del azar. Tal vez
serían quemadas en el patio, bajo las ramas broncas de
ciruela. O hundidas dentro de la letrina. O se corromperían
entre las hojas secas, en tongas de basura. Todo su mundo.
Pobre y ralo, pero de ella. Suyo.
-¿Cómo le va al muchacho?
Don Justo había atendido el jardín de Julia durante
mucho tiempo, por tres o cuatro pesos semanales. Julio
César, en ese entonces un vejigo travieso, le escondía al
viejo (pues Don Justo siempre había sido viejo desde que
Julia tenía memoria de él) el rastrillo y el azadón cuando
se echaba a dormitar la siesta en el portal.
-El muchacho está bien. ¿Hasta dónde usted va?
-Yo voy para la calle del Rosario. Los Capestany se
mudan para la casa de la abuela Dolores, que se murió
hace un mes.
Los Capestany no cruzarían el mar; podían entonces
arrastrar sus bártulos de un lugar a otro.
-Si usted dobla por Rosario, déjeme en el puente de la
Caridad. Voy a ver a una amiga que vive por el lado del
río.
En ese instante, frente al frondoso Casino Campestre,
un gentío c^uzó la carretera enarbolando palos y banderas,
cantando un himno a grito pelado. Al parecer iban hacia
una guerra, pero algunos reían a carcajadas.
-Esto se ha puesto malo -murmuró Don Justo, sujetando
las bridas del caballo para dejar pasar la multitud-.
La cosa está en candela.
Enigmas y acertijos. Así hablaban Don Justo y la
mayoría de la gente en Cuba. Pero Julia, a pesar de confiar
en su antiguo jardinero, y saber que entre los malos él no
era el peor, no quería averiguar el sentido de las adivinanzas,
sólo llegar a casa de María.
Se apeó en el puente y bajó por la calle que zigzagueabajunto
al río crecido. En la orilla se amontonaban inmundicias
y gajos, restos de la tormenta que aún impregnaba
el aire de un vapor pegajoso.
-Al lado del matadero -le había explicado María esa
tarde en la que le ofreció ayuda a Julia-. O lo que fue el
matadero. Ya ahí no matan ni moscas. Mi casa es verde. O
era verde. Ya nada es lo que fue. Pero el número sí sigue
siendo el mismo, 310. Si me necesita vaya a verme. Y si
no estoy hable con mi mamá.
María tenía razón: la casa era incolora. Los vestigios
de verde se habían desvanecido con la lluvia, el churre, la
lejía de los años. La anciana recostada al marco de la
puerta no tenía tampoco ni color ni edad; tiesa y estropeada como la madera, sólo se veía viva al chupar el cigarro,
como si el humo le fuera indispensable para respirar.
-¿Aquí vive María?
-Yo soy su madre. Pase.
-¿Ella está?
-No, se fue antes del agua y los truenos. ¿Usted vio
qué clase de agua, qué clase de truenos? Yo pensé que se
iba a acabar el mundo. Pase.
-¿Usted conoce a mi hijo Julio César?
-¿El pelú?
Julia se sonrojó. Su hijo era más que eso. Pero la anciana
no lo había dicho con desdén, pensó. Había descrito
un hecho, sin emitir juicio, tragando el humo con voracidad.
-Sí, tiene el pelo largo -concedió Julia.
-¿No va a pasar?
-Perdone, es que estoy apurada. Lo ando buscando,
necesito verlo. Yo sé que él es amigo de su hija, pensé que
a lo mejor...
-Pensó bien -dijo un hombre que salió de repente de
un cuarto, en short y sin camisa, exhibiendo una enorme
medalla en el centro del pecho, colgada de una cadena tan
gruesa que podía sujetar a un perro pendenciero-. El y mi
hermana se fueron para el bosque.
Sobrecogida por la aparición de este hombre sin pudor,
prácticamente en cueros, Julia murmuró, sin entender
del todo:
-El bosque.
Una pareja entre árboles tupidos. Cantos de pájaros en
la espesura. Un cielo borrascoso entre las hojas.
-El bosque -afirmó el hombre-. La piloto del bosque.
-La piloto -repitió Julia, todavía pasmada. Las palabras
habían perdido su significado original.
-La piloto -recalcó el aspirante a nudista, como si le
hablara a un niño muy pequeño-. ¿Usted no sabe lo que es una piloto?
La madre de María quiso ayudar a la mujer desconcertada,
lela, enfundada en un vestido asfixiante.
-Ay, hija, así le dicen ahora a los bares donde venden
cerveza. Ese bosque no está lejos de aquí. Mi hijo Manolo
puede acompañarla. ¿Tú crees de verdad que María esté
allí a esta hora, Manolo?
-Si anda con César, seguro están allí.
La anciana pisoteó la colilla y olvidando a la visitante
exclamó:
-¡Esta muchacha, cómo me hace sufrir! ¡Quién ha
visto eso, una mujer tomando como si fuera un hombre, a
cualquier hora, sin importarle nada, metida en cualquier
sitio, en un bosque, un tugurio, un corral!
Julia esperaba la palabra antro. Pero la vieja no era una
pedante profesora de Español, como el primo Ramón; era
sólo una madre avergonzada, como la propia Julia, que no
sabía qué hacer con sus manos ni con su cartera.
-Voy al bosque a buscarlos -dijo el hombre del pecho
y la cadena-. Espéreme aquí.
-No se moleste -dijo Julia-. Enséñeme cómo se llega,
yo voy sola.
-No, mija. Ese es un lugar peligroso. Deje que Manolo
vaya.
-Si mi hijo y su hija están allí, no puede ser tan peligroso.
Ante esta deducción, incierta pero irrefutable, la anciana
se quedó sin palabras y buscó refugio en un nuevo
cigarro, para compensar la falta de lenguaje. La punta roja
comenzó a crepitar con cada bocanada. Julia sintió piedad.
-Además, yo no le tengo miedo a nada.
Era la primera mentira que decía en muchos años. ¿O
era tal vez verdad? Investida con un nuevo valor, atravesó
con un andar resuelto el callejón y el puente de madera
que le señaló el hombre. El bosque, del otro lado de la
carretera, se desparramaba dentro de una hondonada. Julia
bajó por un trillo encharcado. De los árboles, todavía
empapados, caía una falsa lluvia cuando la brisa agitaba
las copas. Los pájaros, estáticos, emitían un gorjeo que se
difuminaba entre las ramas. A veces, con un patatús, se
sacudían las plumas, pero luego tornaban a la inmovilidad,
como insomnes que simulan dormir.
Distintos a los pájaros, pero igualmente quietos, hombres
de hosco semblante, solos o en grupos, bebían sentados
alrededor de mesas de cemento dispersas en un claro
del bosque. Contrastando con esas figuras reposadas,
algunas tan inertes como estatuas, un poco más allá, junto
a unos cedros, otras se arracimaban en torno a un quiosco
donde sobresalían dos tanques de cerveza. Un vendedor,
de rostro imperturbable, llenaba recipientes (ollas, jarras
y cubos) sin dejarse inmutar por la algarabía de los compradores,
que sólo se calmaban cuando habían conseguido
su ración.
Julia cruzó por entre las mesas, mirando a todos lados,
ignorando los rostros perplejos de los bebedores, a quienes
se les hacía difícil aceptar que esta aparición, esta cuarentona
ataviada como si viniera de otro siglo, o hasta donde
uno podía entender, de otro planeta, atravesara sola, con
semejante aplomo, el territorio de ellos, donde la policía
sólo se aventuraba cuando la autoridad se volvía imprescindible.
Animada por una profusa ingestión de cerveza,
una de las estatuas cobró vida.
-¡Mamita, qué pañuelo más lindo! ¡Y qué vestido!
Otra la secundó:
-¡Llévame para la fiesta!
Julia recordó que las personas, como los animales,
huelen el temor, y aferrada a su fe continuó su recorrido,
impávida, como una caminante aficionada a la vegetación
que admira la hermosura de los árboles. ¿Podía estar su
hijo en el molote que rodeaba el quiosco? De repente un
borracho gritó con voz pastosa:
-¡Se va por el Mariel, y se le perdió el barco!
Julia Valiente se sintió desnuda. Sus pensamientos y
sus intenciones se habían vuelto visibles, como objetos
cubiertos de tela transparente. Sin despegar los labios,
recitó una plegaria. Y al momento alguien que se acercaba
a través de los pinos le gritó al bromista:
-¡Chino, respeta a la señora!
El hombre de la cadena de oro, esta vez con camisa y
pantalón, se materializó a su lado.
-Le dije que no viniera sola. Me parece que César y
María no están aquí. Salga a la carretera y espéreme allí,
yo voy a averiguar.
Julia subió la cuesta. En la acera, bajo las ramas de un
flamboyán en flor, se detuvo para esperar en paz. Pero la
paz huía en esta tarde de cielo encapotado. Por la cinta de
asfalto avanzaba ahora otra multitud (¿o era la misma que
había obligado al carretón de Don Justo a hacer un alto?),
cantando un estribillo que injuriaba a aquellos que deseaban,
como la propia Julia, convertirse en viajeros. Tal vez
su vestido, su pañuelo azul, su rostro perturbado la delatarían.
Si un borracho acababa de adivinar su secreto propósito,
esta gente feroz, de acciones imperiosas, cuyos sentidos
no estaban embotados por el alcohol (aunque las apariencias
podían ser engañosas), con más motivos intuiría
también que Julia pertenecía a la raza de traidores, de
futuros apátridas.
Camiones, automóviles, guaguas, en ambas direcciones
de la carretera, se habían visto forzados a aminorar la marcha, y esperar que el tropel doblara una esquina. Julia
se pegó al flamboyán, envidiando a lagartos e iguanas, que
cambian de color para imitar los troncos o las hojas. Manolo
la encontró detrás del árbol.
-María y César estuvieron aquí antes del aguacero,
pero se fueron para casa del ciego -informó el hombre,
acariciando (o tal vez ocultando) la cadena de oro, que
ahora brillaba sobre los botones nacarados de su camisa
negra. Y luego, mirando de reojo a la multitud que se
acercaba por la carretera, con sus cánticos, carteles y bramidos,
comentó-. Mal día para estar buscando a alguien.
-Yo necesito encontrar a mi hijo. ¿Dónde vive ese
ciego?
-Por allá mismo por donde vive César. Pero yo no la
puedo acompañar hasta allá. La cosa está muy mala. Y yo
acabo de salir de la cárcel.
-Un ciego, por mi casa...
-En una quinta. Un negro ciego que se llama Julián. El
y la mujer venden cerveza clandestinamente.
-Yo sé dónde es. La quinta de los patriotas.
-De patriotas ahí nadie tiene nada. Pero allí usted
puede llegar sin problemas, el ciego y su mujer son buena
gente. Es muy distinto al bosque, que está lleno de delincuentes.
Bueno, me tengo que ir echando. Si ve a María
dígale que mamá está que trina.
-Gracias -alcanzó a decir Julia cuando el hombre se
escurría entre las matas. Pero el escándalo de la multitud
ahogaba cualquier otro sonido.
Hombres y mujeres desfilaban ahora frente a ella,
canturreando consignas y chillando: ¡Que se vaya la escoria!
Apelotonados, fogosos, inundaban totalmente la vía,
levantando los puños, maldiciendo. Algunos se metían en
los charcos a cada lado de la carretera, salpicando de fango SUS zapatos y ropas. Y sin embargo, aquella ostentación
tenía en el fondo un aire de infantil simulacro.
Sólo más tarde, en la piquera al lado del Casino, donde
Julia fue a buscar un taxi, la turba (¿era la misma u otra?)
perdió todo viso de comedia y arremetió contra un hombre
de espejuelos oscuros que bajaba veloz por las escalinatas
del instituto de bachillerato. Lo tiraron al suelo a puñetazos.
Lo patearon. Cuando se levantó lo derrengaron a
puros empellones. Las gafas brincaron en el aire, porque
no era legítimo atenuar la embestida con cristales ahumados.
Le gritaron pájaro, ganso, yegua y otros nombres del
reino animal. Julia al fin logró subirse a un carro. El chofer,
a quien su pasajera no había pedido explicaciones,
dijo:
-Es un maestro. Dirigente del Partido y todo. Y ahora
resulta que se va también para Estados Unidos.
Julia, sin pestañear, se limitó a dar su dirección.
-No puedo llevarla tan lejos. Tengo una recogida en
Montecarlo. Si quiere la llevo hasta donde voy, y por lo
menos adelanta un buen tramo.
-¿Cuánto me va a cobrar?
-Déme dos pesos.
Un precio modesto por escapar de esta escena brutal.
Ante este ensañamiento, Julia había olvidado que buscaba
a su hijo, y sólo deseaba esconderse en su casa. El taxista
se mostró inflexible: a duras penas le concedió dos cuadras
más allá del lugar convenido, y la dejó en la puerta de
una venduta en la que Julia compró una limonada, la única
mercancía del establecimiento. Bebiendo a sorbos del
frágil envase de papel, decidió atravesar el barrio de Versalles.
Pero la calle del antiguo cuartel, habitualmente quieta,
comenzaba a llenarse de gente que corría en la misma
dirección de Julia. A la vuelta de la esquina, un enjambre se arremolinaba frente a una casa, o más bien lo que quedaba
de ella. Un hombre que salió de entre la muchedumbre
anunció con un vozarrón:
-¡Ya tumbaron la sala y ahora le están metiendo mano
a los cuartos!
Muchachones armados de mandarrias, capitaneados
por una mujer de cuerpo y pelo secos, derribaban la mampostería,
astillaban las persianas y el piso. Las tejas temblequeaban
a cada golpetazo. Por los boquetes de las paredes
rotas, embadurnadas de plastas amarillas y rojas, aparecían
los muebles de la sala como sobrevivientes de un
ciclón: el sofá destripado se había vuelto el blanco de
huevos y tomates. Los que solían sentarse en él se habían
parapetado en la cocina, a salvo, al menos momentáneamente,
del asalto de los invasores.
-¡Salgan, hijos de puta! -clamaba la mujer que comandaba
el grupo, sacudiendo una puerta con sus brazos
entecos.
-¡Que se vaya la escoria! -coreaban en el portal y el
jardín magullado los manifestantes.
Pero la mayoría de la gente en la calle guardaba silencio:
inmóvil, miraba la debacle con un aire incrédulo. De
pronto una adolescente salió de la casa por una ventana y
echó a correr hacia el fondo del patio, provocando un
alarido colectivo de ¡Ataja! La mujer de estropajo la
agarró en el momento en que la fugitiva iba a brincar la
cerca. En un segundo varios de los gritones la rodearon y
empezaron a darle una paliza.
-¡Déjenla! -ordenó un militar que hasta entonces
había permanecido impávido, recostado a una verja.
La joven, con la ropa desgarrada, volvió a entrar por
la misma ventana. Por entre los jirones de la blusa un seno
se asomaba, amoratado.
Julia, que al igual que los espectadores se había detenido
a una distancia prudencial de la casa, y que contra su
voluntad se había quedado allí, hipnotizada, ahora se
escabulló sin mirar hacia atrás, alisándose obsesivamente
el pañuelo que cubría su cabeza.
La noche se iba infiltrando en el barrio, en los árboles,
en la hierba empapada. Las luces se encendían poco a
poco en las casas, revelando sus salas pobretonas, sus
sueños de ceniza, su rala intimidad. Nubes espesas apenas
permitían un atisbo de la caída del sol en un extremo del
borroso horizonte.
Julia tenía la secreta esperanza de que su hijo hubiera
regresado; pero la llave estaba en su lugar, bajo el ladrillo
cubierto de hormigas que habían salido de sus escondites,
conminadas por la inclemente lluvia de esa tarde. Antes de
abrir la puerta le echó un vistazo al cielo. Tal vez la lluvia
comenzaría de nuevo. Tal vez no. Pero ya no importaba:
cruzó a tientas la sala, entró en su cuarto, y sin siquiera
encender la luz ni cambiarse de ropa, se quitó los zapatos,
se desplomó en la cama y al instante se quedó dormida.
V
-No hay luz -anunció Ramona parada en la puerta que
daba a la cocina, cargando un gato negro, como si quisiera
ilustrar la oscuridad.
-Es natural -dijo por lo bajo Roberto, riéndose entre
dientes-. Estamos en la casa del ciego.
El chiste estaba dedicado a César, su único acompañante,
sentado junto a él en la mesa del comedor. María se
había unido al capitán, a Isaac y al ciego, y ahora los cuatro
cantaban desafinadamente en la sala, donde las sombras
ya prevalecían. Al oírlo César bajó la cabeza, sintiendo
rabia y vergüenza a la vez por este anciano necio, que
decía bromas crueles seguramente porque se daba cuenta
de que María había encontrado un mejor postor.
El joven le otorgaba a Roberto una capacidad de reflexión
que no tenía: el viejo verde actuaba por instinto.
Criaba puercos en su pequeña finca y luego los vendía de
contrabando, para dilapidar el dinero con muchachas de la
edad de sus hijas, o incluso de sus nietas. Todo se te va en
ron y putas, le reprochaba cada día su mujer, que había
estado a su lado más de cuarenta años, y ahora, postrada
en un sillón con las piernas inutilizadas por la rampante
artritis, se preguntaba si había desperdiciado cuatro décadas
a merced de un bufón despiadado. Hoy ya se había
gastado más de doscientos pesos con el zángano que tragaba cerveza como un cubo sin fondo y la mujer veleidosa
y borracha que ahora flirteaba con el capitán, entornando
los ojos al cantar un bolero.
Pero el derrochador guardaba una esperanza. De vez
en cuando, en medio de su papel de cantante, sentada en
el piso a los pies del ciego, María lo saludaba con una
ondulación coqueta de la mano, y ahora mismo, si es que
la penumbra no lo encandilaba, le había guiñado un ojo.
La tarde caía intempestivamente. Poco después, cuando
la noche ya se había cerrado, los quinqués comenzaron
a brillar en diferentes partes de la casa como llamas dispersas
en un cementerio; Ramona, tal vez porque le había
tocado un ciego por marido y tenía más conciencia de la
falta de luz, traía media docena al retortero, siempre listos,
repletos de petróleo para combatir el frecuente apagón.
Los colocaba estratégicamente para no dejar un solo rincón
en la negrura. Ahora las luces vacilantes, metidas en
los cuerpos tiznados de cristal, alumbraban el ajetreo de
esta negociante que no sabía estar quieta, y que esta noche,
aunque hubiera querido, no podía detener un instante
el trajín. Debía limpiar los charcos que la tormenta había
dejado por todo el caserón (las goteras, como un sarampión,
acribillaban lo que una vez fue un espléndido techo),
servir cerveza, preparar diminutos entremeses con chicharrones,
pepinos encurtidos y lechugas mustias, y cobrar
con rigor el dinero.
Era la única que no tomaba, y la abstinencia la volvía
más adusta. Las canciones que Julián tocaba en la guitarra,
que enardecían a los bebedores y que hasta por momentos
sacaban de su embotamiento al muchacho melenudo que
apenas hablaba, sólo significaban para ella otro sonido
más, como la lluvia o el ruido de insectos que ahora colmaba
el patio.
En otra época, estas melodías la llenaban indistintamente
de gozo o tristeza. Con ellas Julián la conquistó,
cuando era una niñera en la quinta opulenta, y él, que
todavía veía, tenía a su cargo los jardines, la casa, y arreglaba
desde un lavabo roto hasta las cercas que delimitaban
el territorio del marqués de Cisneros. El marqués
había muerto hacía un siglo, pero el título nobiliario había
sobrevivido por la sonoridad aristocrática.
Al anochecer, en este mismo patio plagado de mosquitos
y grillos en el que ahora ella tendía la ropa que se
había empapado con el vendaval, Julián tocaba la guitarra
y cantaba. Y ella se había dejado seducir, primero por la
voz, el rasgueo de las cuerdas, y luego por la ferocidad del
amante que la había poseído dentro de un gallinero. Se
casaron, para tranquilidad de los patrones, que les regalaron
sábanas y vajillas, y se fueron a vivir en un pequeño
rancho que Julián construyó cerca de la casa principal.
Allí vivieron, hicieron el amor mañana, tarde y noche,
desquitándose de cualquier penuria con la violencia de sus
cuerpos porfiados, y a la larga tuvieron una hija, que
murió de tifus cuando cumplió tres años. Ramona escondió
la guitarra. Se acabaron entonces las canciones.
Por ese mismo tiempo Julián perdió la vista, víctima
de glaucoma, y sus empleadores se marcharon de Cuba,
hostigados por los mandamases del recién estrenado gobierno.
La pareja de antiguos criados ocupó entonces la
casa colonial. Veinte años después, la modesta vivienda
que Julián levantó, y en la que él y Ramona se amaron,
pasó a ser taberna clandestina, hasta esta tarde, en la que
el temporal desguazó el techo. Ramona examinaba los
estragos en las pencas de guano a la velada luz de las
estrellas. No había luna. Fortunas y desgracias se apilaban
unas encima de otras desde que ella tenía uso de razón,
sucediéndose sin una pausa, puntuales como meses, zarandeándola de aquí para allá; zarandeando su espíritu, aunque
no su cuerpo, porque Ramona había nacido en este
mismo barrio hacía cincuenta años y jamás había vivido
en otro sitio; la única ciudad que había visto era Camagüey;
no conocía el mar ni las montañas. Sus épocas de
dicha y de calamidad transcurrían con el mismo paisaje de
fondo, por eso se espesaban, se concentraban más; la
elevaban o la derribaban, según fuera el caso, sin que ella
pudiera cambiar de lugar. La voz de su marido ahora entonaba
un son.
El capitán apareció en el patio, tambaleante, y fue
hacia la letrina. «Está jumado», pensó Ramona, con desprecio
pero también con miedo, porque la borrachera no lo
despojaba de su autoridad. Los perros de Julián, amarrados
a un poste, no sabían del poder de un grado militar, y
se pusieron a ladrar y brincar con frenesí.
-¡Quietos, Tigre y León! -gritó Ramona. Y al hombre-
No se preocupe, no se van a soltar.
César Martínez se acercó a la mujer.
-Compañera, qué bueno que está aquí. Quería pedirle
un favor. Un favor que le voy a pagar, claro está. Pero
quería pedírselo cuando nadie nos estuviera oyendo.
La lengua del capitán, pastosa por los tragos, cobraba
ligereza a medida que hablaba. La mujer, en el medio del
patio cubierto de tinieblas, irguió el busto y se arregló el
pelo. De lejos parecían una pareja de conspiradores, o
enamorados que acuden a una cita y la torpeza los impide
abrazarse.
-Le doy cien pesos si me deja dormir esta noche en
uno de sus cuartos. Hay muchos en la casa, y aparte del de
ustedes a alguno le debe quedar una buena cama, ¿no?
-¿Y su amigo, se va a quedar también?
-El duerme dondequiera, o a lo mejor no duerme.
Mientras haya curda Isaac está conforme. Y yo tengo í dinero para seguir pagando todo lo que él se tome. El
cuarto lo quiero para mí.
Ramona guardó silencio un rato. Miraba hacia los
perros, como si intentara desentrañar el mensaje de los sordos gruñidos. Luego murmuró:
-El único cuarto con cama es el de nosotros.
El capitán Martínez carraspeó. El dato había afectado
su garganta.
-Le voy a dar entonces, en vez de cien, ciento cincuenta
pesos.
-No sé.
-¿Quiere más?
-No es eso.
El militar se impacientó.
-Compañera, vamos a hablar claro. Usted y yo ya no
somos niños. Quiero quedarme a dormir con María. Ya
ella y yo nos pusimos de acuerdo. Ahora falta que usted y
su marido nos dejen. Ciento cincuenta pesos no son cualquier
cosa.
-¿Y el viejo y el muchacho? En mi casa no quiero
escándalo ni broncas. Julián y yo somos gente decente.
-No se preocupe. Ella no tiene compromiso con nadie.
Y el viejo y el muchacho son como Isaac, lo único que
quieren es tomar. Además, no van a decir nada, porque me
respetan. Acuérdese que yo soy capitán.
-Vamos a ver. Tengo que hablar primero con mi marido.
-Aquí tiene el dinero.
-No me lo dé ahora.
-Sí, sí, sí se lo doy. Si no me puede alquilar el cuarto
después me lo devuelve. A mí me gustan las cosas por
delante. Hablo claro y también actúo claro. Me gusta el
trago, me gustan las mujeres, pero sobre todo soy un buen
militar.
Sin embargo, el cuerpo de María resultó más difícil
que un combate en las lomas: el capitán, en la cama del
siglo diecinueve en la que reposaron en etapas heroicas
fatigados mambises, tenía que habérselas con un enemigo
superior en audacia, vigor y valentía. ¿Es que había envejecido,
o que el alcohol le pasaba la cuenta en los momentos
que más necesitaba su pujanza? María se contoneaba
exasperadamente bajo el hombre macizo, que en balde
intentaba acoplarse a su ritmo y ni siquiera lograba penetrarla.
El sudor de ambos calaba la sábana y encharcaba el
colchón. El bastidor traqueteaba y chirriaba, escacharrándose
con el bamboleo. Después de media hora de bufidos
y vanas embestidas, César Martínez admitió la derrota.
-No puedo -susurró, casi en un estertor.
-No importa -dijo María, acariciándole la nuca y la
espalda-. Otro día será.
-Sí, otro día.
Ninguno de los dos imaginaba esa lejana escena, ni la
deseaba. Un ataque de hipo le impidió al capitán besar a la
desconocida que lo había desmedrado. Se levantó a orinar
y se vistió mirando de reojo el cuerpo acurrucado; luego
salió del cuarto subrepticiamente, con el peso de la afrenta
a cuestas. Al escuchar que cerraba la puerta, María, desnuda,
se paró en la ventana.
El patio de la quinta daba vueltas; los árboles parecían
danzar. Luces lejanas a través del potrero se duplicaban,
se difuminaban. Sí, había bebido demasiado esta noche.
Su habitual resistencia, admirada por todos, hasta por los
borrachos más curtidos, que se asombraban de cómo una
mujer podía tomar así y continuar de pie, se había desmoronado.
¿Era ese espectro que deambulaba cerca de la
tapia Julio César? El mareo se había vuelto vértigo. Fue al
baño y vomitó. Entró en la bañadera comida por el óxido,
donde Ramona previsoriamente había puesto un tinajón con agua, y se lavó, raspándose la piel con tiras de estropajo.
Quería desvanecer todo vestigio del viejo militar. Se
secó ásperamente el cabello y los senos con las hilachas de
lo que fue una toalla. A la luz del quinqué se miró en el
espejo. Las gotas persistentes en su cara no eran huellas
del agua, ni tampoco sudor; sin darse cuenta se encontraba
llorando. Sus ojos demandaban que ella los escrutara, sin
remilgos y sin parpadear. La llama del quinqué chisporroteaba
en ellos. Pero el espejo de azogue escalabrado sólo
tenía un mensaje: sal de mí. Quítate de mi vista. María se
echó en la cama. Debía dormir; hacer una vez más borrón
y cuenta nueva.
Julio César había visto a María desnuda en la ventana.
Rápidamente se dirigió a los árboles, a protegerse de la
mirada de ella con la red de las ramas; no quería parte en
su humillación. En otro tiempo lo hubiera aguijoneado la
punzada ofensiva de los celos; ahora sólo quedaba un resto
de bochorno. Para sentir celos hay que sentir pasión, se
dijo recostándose a una mata de mango. Pero las pasiones
se habían pulverizado. Nada sobrevivía, ni un remoto
sabor. Tal vez por eso no podía escribir. No era miedo a la
cárcel, como se imaginaban sus amigos. Para escribir,
pensó, con esa lucidez que sentía solamente en ciertas
madrugadas, luego de haber bebido desde por la mañana
y haber hecho una pausa, como ahora; para escribir se
requerían la envidia, la ambición, el rencor, el amor, e
incluso la avaricia; pero el chasco, la intensa decepción
que lo abarcaba todo, hasta la imagen que él tenía de sí
mismo, abolieron todos los aguijones y curaron todas las
mataduras. Ahora sólo quedaba una dudosa culpa. ¿De
qué? ¿Por qué?
-¿Tú tienes fósforos?
Julio César dio un salto.
-Coño, qué susto.
El capitán César Martínez veía en todo joven a un
posible soldado. Y éste, por su desidia, hubiera sido un
subalterno lerdo. Pero el fracaso de su virilidad le había
bajado momentáneamente las ínfulas de mando. Julio
César, molesto por la presencia del intruso, que había
cortado el hilo de su razonamiento, registró sus bolsillos.
-Aquí tiene. ¿Por casualidad le queda algún cigarro?
Ambos fumaron, uno al lado del otro, en la quieta
penumbra. Apenas se miraron; no se dieron las gracias;
tampoco tenían nada que decirse. Grillos chirriaban ocultos
en la hierba; patos graznaban en un charco cercano,
junto a la cantina desbaratada por el ventarrón. Un par de
gatos, trepados en horcones, observaban sigilosamente las
puntas rojizas de los dos cigarros, hipnotizados por el
resplandor que se intensificaba con cada chupada. Padre
e hijo, fumadores voraces, absorbían con furor el humo y
lo lanzaban hacia el aire oscuro. Súbitamente una estrella
fugaz cruzó de un lado a otro el firmamento; aunque la
vieron, no pidieron nada; ninguno de los dos creía en los
milagros, ni en la gracia de un astro o un dios.
-¿Dónde está el viejo que andaba contigo?
-Se fue hace un rato.
-¿Tú te quedas? ¿O vas a esperarla a ella?
Julio César no contestó.
-Si quieres cerveza, dile a la mujer del ciego que yo
pago las que tú te tomes.
-No me va a creer si usted no se lo dice.
-Se lo voy a decir. El socio mío ya está casi tumbado.
Yo voy a tirar un pestafíazo. Salgo temprano para La Habana,
y son más de las doce.
Se acercó el reloj a la cara agotada.
-Las doce y media.
El capitán volvió a la habitación y encontró a María
tapada de pies a cabeza. Apagó el quinqué, se quitó la camisa y los zapatos, colocó el revólver encima de una
silla y se tendió en silencio junto a la mujer.
Horas más tarde Isaac abrió los ojos, buscó a tientas
los espejuelos y al fin los halló a los pies del ciego, que
con la cabeza inclinada sobre el pecho y la boca entreabierta
respiraba quejumbrosamente. Se los puso, miró a su
alrededor y se dijo: «Qué mierda. Todavía estoy vivo».
La incipiente claridad del día inundaba de una luz
mortecina el salón, las botellas vacías, los muebles descarnados.
El joven César dormía en el comedor, con la cabeza
recostada a la mesa; Ramona, desmadejada en un balance,
roncaba.
Isaac Oliva se estiró un par de veces para desentumirse
y luego examinó, en la penumbra fantasmal, los rostros de
los durmientes. Envidió la inocencia de los tres; se le
ocurrió de pronto que él no podría volver a dormirse. Ni
ahora, ni jamás. Sintió miedo. Como un ladrón, con pasos
cautelosos, exploró el caserón: abrió las puertas de cuartos
malolientes, unos vacíos y otros llenos de trastos; en el
último, al fmal del pasillo, se topó rendidos en la cama a
su amigo Martínez y a María; por la ventana de la habitación,
una de las pocas que no estaban condenadas, entraba
el aire del amanecer. Un sinsonte trinaba en una rama. El
aroma del campo lo exaltó. Se aproximó a la mesa de
noche, agarró una botella de cerveza, la abrió con los
dientes y la vació de un golpe. Ya sosegado, se asomó al
patio, en el que flotaban parches de neblina. Los árboles,
pese a su quietud, parecían trasmitir una advertencia.
Trastabilló; se sujetó a una silla; vio el revólver.
Julián, amodorrado, sentía a su alrededor unos pasos
furtivos. Iban. Venían. Nerviosos. Tenues. Quedos pero
insistentes. Trató de levantarse y falló; estaba engarrotado.
Se recostó, se adormiló otra vez; quería buscar el sueño
interrumpido en el que, como cientos de veces en más de veinte años, su hija muerta se le aparecía. Pero estos pasos
de un lado para otro no lo dejaban llegar hasta allí, hasta
el sueño donde saltaba y correteaba la niña. Además, ya
era tarde para un madrugador como Julián. Sentía el frescor
de la nueva mañana, el rebumbio en el patio de los
animales. Hizo otro esfuerzo por incorporarse. De repente,
con brutal estruendo, en la sala retumbó un disparo.
VI
Sin esperar la salida del sol, Julia Valiente, después de
terminar su ritual matutino de oraciones, de bañarse con el
agua de pozo que la purificaba desde su juventud, de tomar
lentamente el tazón de café aguachento y amargo, se
echó una estola encima de los hombros como en tiempos
antiguos un guerrero se metía en la armadura antes de la
batalla, y emprendió la larga caminata a la quinta del ciego
Julián.
Pero en esta madrugada de abril, inusitadamente fría,
la guerra en las calles se había desvanecido. Nadie podía
imaginar, cruzando el barrio en calma, que alguna vez
éstos que ahora dormían detrás de puertas y ventanas
cerradas, sujetos a un letargo blando e inofensivo, habían
gritado injurias, habían golpeado, pateado y escupido a
gente que sólo procuraba cambiar de paisaje. Sólo el gorjeo
de pájaros, el pazguato cantío de gallos en los patios,
el ladrido de un perro fanfarrón, quebraban el silencio.
A lo lejos, más allá de los techos y los árboles, una
magra claridad despuntaba. Julia iba hacíanla luz. Cruzó el
puente de piedras y miró con asombro el arroyo crecido,
que a lo largo de casi todo el año era sólo una cinta de
agua meditabunda. Pencas de palma daban volteretas y
golpeaban las rocas, sometidas al ímpetu de la corriente.
Las cercas y los gajos en la orilla se habían doblado por la
fuerza del cauce.
Julia subió una cuesta y llegó hasta la línea del ferrocarril.
Desde la altura, miró hacia atrás para echar un vistazo
a estos sitios en los que ella se había perdido y encontrado.
Pasajes de su vida se materializaban en cada esquina
de este vecindario, que ahora iba a dejar para siempre.
Dios la había puesto a prueba y ella había perdurado, sin
rebelarse, sin proferir blasfemias. Ahora una puerta se
había abierto al fin. Era preciso reunirse con su hijo. Le
faltaba un buen tramo para llegar al caserón del ciego; se
arropó con el chai y echó a andar otra vez. Un ruido seco,
como un golpetazo, indescifrable por su brevedad, se oyó
en la lejanía.
El estallido despertó al capitán. Descalzo y sin camisa
corrió hasta la sala, donde Ramona gesticulaba, gritando
y maldiciendo, arrodillada junto al cuerpo de Isaac. El
ciego, de pie al lado de su esposa, paralizado dentro de su
tiniebla, preguntaba:
-¿Qué fue? ¿Qué fue?
-El amigo del capitán se pegó un tiro -contestó su
mujer sollozando.
El ciego se recostó a la pared. César Martínez se volvió
hacia su hijo, que estupefacto no apartaba los ojos de
la cara destrozada del muerto, el primero que veía de
cerca, y le gritó:
-¡Un teléfono! ¡Hay que buscar un teléfono!
Ninguno de los otros había relacionado la muerte con
el aparato, que en este lugar aislado y clandestino nadie
necesitaba.
-¡Un teléfono! ¿Dónde hay un teléfono?
-Aquí hubo una vez -explicó Julián-. Pero eso fue
hace años.
-Hay que ir hasta la tienda -dijo Ramona, poniéndose
de pie y limpiándose bruscamente las lágrimas de ira y
estupor-. Ya debe estar abierta. Son las seis.
César Martínez se puso a toda prisa la camisa y los
zapatos, sin prestar atención a la mujer que sentada en la
cama preguntaba asustada qué pasaba, y al llegar a la sala
le ordenó a Ramona:
-¡No lo toque!
Y al hijo:
-¡Acompáñame, vamos!
María, arrancada del sueño, apareció a medio vestir,
con el rostro lívido, y se cubrió la boca al mirar el cadáver.
Quería abrazar a alguien, pero el capitán ya salía de la
casa seguido de Julio César, y Ramona, que había recuperado
su dureza, se limitó a decir:
-Tengo que buscar algo para taparlo.
-¿Se mató? -susurró María, porque era imprescindible
decir algo.
Julián, que nada podía afirmar, y que además aún
deambulaba en parte dentro del sueño donde estaba su
hija, en un potrero donde la claridad volvía visibles todas
las imágenes, a diferencia de esta sombra perpetua que
envolvía su presente, contestó indeciso:
-Parece.
Afuera la mañana disolvía la neblina, igual que la
presencia de la muerte liquidaba los restos de la borrachera
de estos dos hombres que cruzaban atronadamente el
mangal. La luz se apoderaba del cielo y los árboles. Padre
e hijo llegaron al portón, que el capitán abrió de un trastazo,
descargando su cólera en los hierros.
-La tienda está para allá -indicó Julio César.
Siguiendo un hábito de muchos años, al verse en el
camino el militar se palpó la cintura, y con el rostro deformado
exclamó:
-¡Imbécil! ¡Comemierda! ¡Hijo de puta!
Hasta ese instante no se había dado cuenta de que su
posesión más entrañable, que le otorgaba empuje y estatura,
era precisamente el arma del suicidio.
Julio César, que comenzaba a admirar al bebedor de
gruesos espejuelos y expresión nebulosa que lo había
despertado con el pistoletazo, sintió repulsión al oír los
insultos, obviamente dirigidos al muerto, y preguntó, sin
darse cuenta que lo hacía en alta voz:
-¿Por qué se mataría?
-¡Por comemierda y cobarde! -gritó el padre, que no
concebía las interrogaciones, y menos en un momento
semejante- ¿Dónde está la tienda? ¡Vamos, apúrate!
-Es derecho por allí, la única casa grande, creo que
azul -dijo el hijo, sin obedecer. Al contrario, se agachó
para abrocharse el cordón de un zapato y se quedó en
cuclillas, sin moverse. Le repugnaba la arrogancia del
hombre. César Martínez apretó el paso, iracundo.
Al pasar por la tienda, Julia Valiente dio los buenos
días a las mujeres de rostro soñoliento que hacían cola en
la acera. Ya estaba cerca de la quinta del ciego, se dijo con
alivio. Un hombre a la carrera venía hacia ella con ojos
perturbados, despeinado el cabello canoso que empezaba
a escasear. Miró extrañada sus facciones maltrechas. Yo
lo conozco, pensó sobresaltada. De pronto recordó, y
enrojeciendo apartó la vista. El pasado, en forma de espejismo,
irrumpía vertiginosamente en el medio del camino
rural.
Atolondrado, el hombre se detuvo frente a la visión.
-¡Julia! ¿Tú vives por aquí? ¿Eres tú, no?
Vivir, ser. La caminante no tenía respuesta. Su nombre
sonaba familiar, pero en la boca de este interrogador, a
quien ella no había vuelto a ver en veinticinco años, perdía
toda sustancia. Ella podía llamarse de otra forma. Volver-se una mujer desconocida. Y sin embargo, casi con cortesía,
porque su vida ya había dado un vuelco y estaba a
punto de viajar muy lejos, a lugares donde iba a estar a
salvo de fantasmas, dijo con voz inexpresiva:
-Qué tal, César.
Como si saludara a un vecino con el que ella se topara
a diario.
Se miraron fijamente, cada uno descubriendo los estragos
en los rasgos del otro. En silencio, mientras se escrutaban,
recordaron escenas, palabras, recorridos, como si
velozmente barajaran cartas deshechas, fotografías opacas:
un viaje caprichoso hasta un pueblo cercano, hecho con el
impulso de la juventud, a la salida de una fiesta en la que
los dos habían reído y bailado, como los novios despreocupados
que eran. Tantas jaranas. Tantos chistes sosos.
Versos escritos en reversos de exámenes. Las tardes en el
Casino Campestre. El cuarto de un hotel, que olía a desinfectante.
La canción en inglés que tarareaban: 'When they
begin the beguine'. Pero César Martínez, como tantas veces,
se encontraba en el vórtice de un torbellino y tenía
que correr, tumbar en su atropello objetos y personas,
ciego a todo menos a su urgencia.
-Hubo un accidente -explicó con un leve temblor.
(Está viejo de verdad, pensó Julia.)- Estoy buscando un
teléfono o un carro. Pero por aquí no hay ni un carro. Voy
a la tienda. ¿Ya está abierta, no?
-Creo que sí.
-Perdóname, te tengo que dejar. Es una emergencia.
Otro día nos vemos. ¿Tu qué haces por aquí? ¿Vives por
aquí cerca?
-Ando haciendo mandados.
Se negó a decir: ando buscando a mi hijo. Porque tal
vez entonces debía añadir: Nuestro hijo. Y el hijo no era
de él, era de ella. El había sido un instrumento, no un padre. Ahora Julia sólo deseaba que esta alucinación se
volviera a esfumar, como lo había hecho siempre. Que
desapareciera sin dejar un rastro. César hizo un gesto, iba
a extender la mano, pero ya la mujer se alejaba; por un
segundo contempló su espalda, su vestido, su andar. Luego
entró en la tienda con precipitación.
Julio César Valiente vio a su madre a lo lejos conversando
con el capitán. Tener la muerte cerca le había infundido
vida, y sintió regocijo al ir hacia el encuentro de la
persona a quien precisamente le debía estar vivo. Julia
avanzaba por el camino que atravesaba el campo, entre
arboledas y cercas de piñones. Hablaba sola. Escudriñaba
el cielo. Nadie era como ella, pensó el hijo. Andaba por la
vida sin ser parte de nada. Solitaria y remota. Inmersa en
su quimera. Al verlo, la mujer se echó a reír.
-¡Julio César, mi niño, mi hermana Rosa nos vino a
buscar!
Se abrazaron.
Al salir de la tienda, después de gritar órdenes por
teléfono, el capitán Martínez, jadeante y sudoroso, miró a
su alrededor. Una pareja desigual se alejaba de prisa por
el terraplén que iba hacia la ciudad. Reconoció a la mujer,
al muchacho. Sintió una duda, un estremecimiento. En ese
instante un carro desvencijado apareció en la esquina.
César se abalanzó sobre el chofer.
-¡Compañero, yo soy el capitán Martínez! ¡Lléveme
hasta la quinta del ciego! ¡Hay un muerto!
Una semana más tarde, después de aguantar escarnios
y trastazos, de viajar en camiones como reses, de acampar
en playas hacinadas bajo el sereno, la lluvia y el sol, madre
e hijo llegaron al puerto del Mariel. Rosa lloró con
ellos, en medio del tumulto que atestaba el barco.
Julia Valiente amó a primera vista la llanura movediza
y azul; se embelesó con los crespos de espuma. Además, no vio el mar como mar. Era un césped inmenso, una
sabana. Algo que uno cruzaba para jamás volver. Un
puente, no, una puerta. De par en par. Espléndida. Inconmensurable.
Zarparon de mañana. A mitad de camino el mar se
embraveció, pero la embarcación sobrevivió entre espasmos.
En la cubierta, cuando caía la tarde, Julia, sentada
junto al hijo, aprovechó que Rosa dormitaba tendida en
una lona después de haberse tomado un sedante, y comenzó
a decirle en voz muy baja:
-No había querido decírtelo antes, porque estaba esperando
que al fin saliéramos, pero ese día que yo fui a buscarte,
casi llegando a la casa del ciego, me encontré... - hizo una pausa y se volvió hacia el hijo, para observar su
rostro antes de continuar.
Julio César también se había dormido.
Julia miró la espuma que estallaba en la proa y asintió
con la cabeza, en silencio, como si las olas, en su arcano
lenguaje, la hubieran convencido de un hecho irrebatible.
Cerró los ojos y pensó: «Es verdad, ¿para qué? El mar lo borra todo».
El fragor de las aguas lo afirmaba.
Fin

Carlos Victoria nació en Camagüey, Cuba, en 1950.
En 1965 ganó el premio de cuentos auspiciado por la fundación de la revista El
Caimán Barbudo, En 1971 fue expulsado por «diversíonismo ideológico» de la
Universidad de La Habana, donde estudiaba Lengua y Literatura Inglesas. En 1978
es arrestado por la Seguridad del Estado cubana y todos sus manuscritos
confiscados.
En 1980 abandonó la isla durante el éxodo del Mariel,
y desde entonces sus narraciones han aparecido en
revistas y antologías de Estados Unidos, Europa y
América Latina. Ha publicado los libros de relatos
Las sombras en la playa (Universal, 1992), El resbaloso
y otros cuentos (Universal, 1997), y las novelas
Puente en la oscuridad (Premio Letras de Oro, 1993),
La travesía secreta (Universal, 1994) y La ruta del
mago (Universal, 1997). El resbaloso se publicó en
francés con el título dele glissant (f^uXremenX, 1998)
y La ruta del mago apareció como Abel le magicien
(Actes Sud, 1999). La traversée secrete (Phébus,
2001) fue seleccionada como la mejor novela del
mes de noviembre del 2001 por el Jurado del Premio
al Mejor Libro Extranjero en Francia. Vive en Miami,
donde trabaja como redactor del periódico El Nuevo
Herald.
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Cuento
EL SALON DEL CIEGO
texto integral
in
Colección de cuentos EL SALON DEL CIEGO
Carlos Victoria
EDICIONES UNIVERSAL, Miami, Florida
Primera edición, 2004
20.Fev.2024
Publicado por
MJA
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