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Remedio Para La Traición

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de 'Remedio Para La Traición' - Cronicas de Isaac El Ciego
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Argumento | Cuando aún falta más de un siglo para que se produzca la expulsión
de árabes y judíos de la península ibérica, y la Inquisición se convierta en una
amenaza para los que no profesan la fe católica, los habitantes de Gerona viven
en relativa armonía, sólo acuciados por los devastadores efectos de la Peste
Negra y las continuas disputas por el trono entre Pedro de Aragón y su hermano
Fernando.
Isaac el Ciego, un médico judío que vive en el call -el hasta hoy bien
conservado barrio judío de Girona realiza sus visitas médicas en compañía de su
hija Raquel, «sus ojos», que le sirve de ayudante. Y aunque Isaac cree vivir al
margen de estas luchas fratricidas, su suerte cambia cuando el obispo Berenguer
to llama para que salve la vida de su sobrina, hija natural de un poderoso
noble. Cuando ésta y Raquel son secuestradas, y, más tarde, una hermosa joven
vestida de monja aparece degollada en los baños públicos, Isaac, con la ayuda de
un joven árabe llamado Yusuf, ha de valerse de toda su capacidad deductiva, más
sus conocimientos de medicina, para intentar llegar hasta el final de la trama.
Prólogo
La muerte visitó Gerona el verano de 1348. Se decía - tal vez con algo de
exageración - que en aquellos meses calurosos era muy probable que un hombre
que se levantaba al alba lleno de fortaleza y vigor yaciera en su tumba al
ponerse el sol. Antes de la llegada de la peste, había ciento cincuenta fuegos
(unas setecientas cincuenta almas) en la próspera judería de la villa de Gerona.
Cuando la peste remitió, sólo quedaban ciento treinta supervivientes.
La peste estaba por todas partes: dondequiera que los marineros desembarcaran y
dondequiera que fuese la gente por tierra. Avanzaba a saltos desbocados por toda
la cuenca mediterránea, atravesando Italia y Francia y arrojándose sobre la
costa oriental de la península española. A pesar de las plegarias y los
conjuros, del humear de las hierbas y el incienso y del cumplimiento de
penitencias, penetró violentamente en el reino de Aragón, devastando Cathalonia,
atacando Barcinona y saltando por último sobre Gerona como un león sobre un
cervatillo. La villa olía a muerte y a muertos; en el aire resonaban los gemidos
de los que lloraban por otros. La muerte no respetaba rango ni virtud. Todos
eran iguales ante ella: el labriego se desplomaba en el campo; el indigente
moría en las calles; el rico tiritaba entre sábanas de seda.
Don Pere, rey de Aragón, lloraba a su joven esposa, que había muerto a causa de
la peste antes de darle el tan deseado heredero al trono.
El conde Huc de Castellbo, cuya esposa e hijos habían muerto la semana anterior,
recorrió tres leguas hasta la abadía cisterciense, descalzo y cubierto
únicamente por una túnica de arpillera, y cargado con un cofre de monedas de
plata, antes de dirigirse a Valencia en su condición de servidor del rey. Pues
si no expiaba sus pecados, ¿quién sabía qué otros espantosos castigos lo
esperaban?
Elisabet de Empuries, de doce años de edad, depositó una flor silvestre en la
tumba de su madre, recién sellada, y se dirigió al convento de Sent Daniel para
reunirse con otras jóvenes huérfanas aún desconcertadas que habían quedado al
cuidado de las hermanas benedictinas.
En casa de Isaach el médico, un joven se retorcía en la cama, temblaba y sudaba,
pidiendo ayuda a Isaach y al Señor; y también - en las paradojas del delirio -
a su madre muerta, que lo había contagiado en su lecho de muerte.
- ¿No puedes hacer nada por él, padre? - La joven que estaba junto a la puerta
de la habitación avanzó un paso hacia el interior.
El brazo fuerte de su madre le rodeó la cintura y la condujo con firmeza hacia
el patio exterior.
- Debes mantenerte alejada de esta habitación, Rebeca - dijo.
- Pero madre, es Benjamin el que sufre. - La voz se convirtió en un chillido y
la joven rompió a llorar convulsivamente -. Déjame mojarle la frente para
mitigar la fiebre - murmuró -. No me importa si muero con él.
- Rebeca, te estás comportando como una tonta - replicó Isaach. - Su calma
habitual dio paso a la exasperación -. Lo único que podemos hacer es evitar el
contagio. Si pudiera, lo salvaría; te lo juro.
Rebeca sucumbió a un nuevo acceso de llanto.
- En realidad, no sé qué voy a hacer sin Benjamin, querida Judit.
- Encontrarás otro aprendiz, marido - replicó la esposa del médico en su tono
más tranquilizador mientras seguía abrazando a su hija con firmeza.
- ¿Dónde?
La pregunta quedó en el aire sin respuesta durante un largo rato.
- ¿Acaso la muerte se ha llevado a tantos?
- Así es. Y realmente no sé cómo nos hemos salvado los que vivimos en esta casa,
a excepción de tu insensato sobrino. - Mientras hablaba, colocó la mano sobre el
pecho del joven. Escuchó con atención un instante y acercó luego el oído al
lugar donde había apoyado la mano. Al cabo de unos segundos, volvió a levantar
la cabeza -. Llama a Noemi, Judit. Está muerto.
La hija de Isaach, una muchacha de quince años, logró recobrar el aliento y se
volvió hacia su madre.
- No me has permitido entrar en su cuarto a consolarlo y ahora está muerto. Mi
Benjamin está muerto. - La joven se desprendió del brazo que la aferraba y
atravesó el patio corriendo en dirección a la escalera que conducía al resto de
la casa.
- ¿Tu Benjamin, Rebeca? - preguntó Judit, sobresaltada, y se encaminó hacia la
escalera -. ¡Raquel! - gritó, y se quedó esperando a que su hija menor
apareciera.
- ¡Judit! - gritó Isaach desde la puerta -. ¿Dónde estás?
- Estoy aquí, Isaach - contestó la mujer, apresurándose a cruzar el patio de
nuevo -. He enviado a Raquel a buscar a Noemi y a consolar a la necia de su
hermana. Pero ¿es verdad? ¿Benjamin está…? - No acabó la frase.
- Muerto, efectivamente - respondió Isaach, con voz cansada
-. Como los otros. - Isaach salió a la claridad del patio y entornó los ojos, vacilante
-. Debemos
desnudarlo y lavarle el cuerpo de inmediato - dijo; se agachó de forma
automática para permitir que su alta figura pasara por la puerta y se dirigió
hacia la fuente -. Hay que quemar enseguida su ropa y las sábanas de su cama.
Dile a Noemi que encienda unos manojos de hierbas purificantes y selle la
habitación hasta que pase el período de contagio. Judit, si me traes la túnica
de fustán, me lavaré y me cambiaré de ropa aquí mismo.
- ¿Es necesario todo esto? - preguntó Judit, pálida de miedo.
- Hasta ahora, nuestra casa se ha librado de la peste. Espero que sigamos así. - Isaach se quitó toda la ropa y la arrojó a una tina llena de agua que estaba
al lado de la fuente. Luego, cogió un cazo grande y se echó abundante agua fría
sobre el cuerpo.
- Pero si nos has mantenido alejados de la habitación donde él estaba. Casi
seguro que...
- Hay quienes dicen que se puede contagiar con el objeto más insignificante: un
anillo, una prenda de vestir, algo que haya estado en contacto con la persona
infectada. Si es verdad, te puedo transmitir la enfermedad a través de mi
túnica, Judit, y también se puede propagar de esta casa a otras. Por esto dejo
las pociones para los afectados en la puerta, pero nunca entro en su casa.
- ¿Quieres decir que el contagio puede lavarse como si fuera suciedad? - La
mujer alzó la voz, escéptica -. No lo creo.
- Nadie lo sabe. Esperemos que así sea.
- Entonces, ¿por qué Benjamin sufrió la enfermedad? Siempre fue un muchacho muy
limpio.
- Benjamin estuvo con Anna cuando ella agonizaba. Me lo confesó - respondió
Isaach - cuando lo atacó la fiebre.
- Mi pobre hermana - dijo Judit, pensativa
-. Es muy duro que un hijo sea
castigado por honrar a su madre.
- Tienes razón - convino Isaach con amargura, y se echó más agua fría sobre la
espalda para enjuagarse el jabón -. Pero la peste tiene sus propias leyes.
Lamentablemente, su devoción filial le causó la muerte y trajo la enfermedad a
nuestra casa. Debemos hacer lo imposible para detenerla.
- Te traeré ropa limpia.
Llevaron el cuerpo de su aprendiz sobre un zarzo para lavarlo y ponerle una
mortaja de lino limpia. Las hierbas ya estaban ardiendo y el cuarto en el que el
muchacho había muerto se había llenado de una densa humareda. Noemi cerró la
puerta y se dispuso a entregarle la llave a su amo.
- Isaach - dijo la esposa, por detrás -, aquí está tu ropa. Vístete. No
avergüences a Noemi con tu desnudez. Yo cogeré la llave.
- Noemi ya me ha visto desnudo en otras ocasiones - replicó Isaach.
- Pero entonces eras un niño, y no un hombre apuesto en la plenitud de sus
facultades - contestó la mujer con una sonrisita involuntaria -. Vaya
pensamientos… estando Benjamín muerto aquí mismo - añadió, sonrojándose -.
Toma, ponte la túnica. Cerraré la puerta con llave.
Isaach se quedó junto a la fuente y se abrochó los botones de la túnica larga y
suelta que llevaba a causa de su condición de médico de algunas de las familias
más ricas y poderosas de Gerona. El hombre volvió a mirar alrededor con
vacilación.
- ¿Judit? - preguntó, inseguro -. ¿Dónde estás?
- Estoy aquí, Isaach. Al lado de la escalera. ¿Qué pasa? - Con un gesto de
alarma se acercó rápidamente a su marido.
- Quédate un momento conmigo en el patio. Mi querida y hermosa Judit, quédate
aquí, donde te dé la luz en la cara. Quiero mirarte. No es sólo que mis ojos
están cada vez más débiles - continuó Isaach, después de que se hubieran sentado
en un banco que había en la glorieta.
- Ya lo sabías; pero cada mañana la pérdida de vista es mayor. Hace días que
vivo en un mundo de sombras y temo que pronto ya no distinguiré la luz de la
oscuridad. Hasta el momento en que enfermó, Benjamin estaba en condiciones de
describirme todo lo que yo no veía con claridad, y su mano era firme con el
cuchillo allá donde se necesitara; pero ahora está muerto. - Isaach cogió la
mano de Judit entre las suyas y la sostuvo con firmeza un instante -. Si el
muchacho trajo el contagio a esta casa, no importa. Cerraremos herméticamente
nuestras puertas para alejar a la gente sana; oraremos y nos consolaremos
mutuamente en nuestros últimos días.
Judit estaba sentada en silencio junto a su esposo en la glorieta. Retomó su
labor y volvió a dejarla.
- ¿Cuándo lo sabremos? - preguntó.
- Pronto. Hoy es miércoles. Lo sabremos antes de que termine el sábado. Durante
estos días permaneceremos apartados. Pero si por un milagro nos salvamos, ¿qué
haré?
Judit esperó hasta que pudo hablar con voz firme: - Encontrarás otro aprendiz - respondió.
- ¿Y cómo lo encontraré entre tanta muerte y desolación? Ha de ser hábil con las
manos y rápido en aprender. No puedo perder dos o tres años enseñándole a un
necio a abrirle la puerta a un paciente o a llevar el cesto de las hierbas sin
que se le caiga. Piensa en todas las familias judías que viven en el call. No
hay nadie. Los que siguen vivos están haciendo el trabajo de dos o tres
personas.
- En este caso yo seré tu aprendiza. Iré contigo al bosque a recoger hierbas.
Hubo una época en que iba. Tú me dirás lo que necesitas y yo lo encontraré.
Todavía puedes percibir el olor y el gusto de las cosas para juzgar mi elección.
- ¡Ah, Judit! Eres fuerte y valiente como un león. Pero no puedes acompañarme a
ver a mis pacientes - dijo Isaach -. No sería decoroso.
- Entonces que vaya Rebeca. Es rápida y hábil con las manos. Deberás
arreglártelas con tus hijas hasta que Natan tenga edad suficiente para estudiar
y ser tu brazo derecho.
Un gato de ojos dorados y rayas pardas subió al regazo de Judit. La mujer se lo
quitó de encima con impaciencia.
- Con tantos problemas como tenemos, Isaach, ¿qué te hizo traer estos animales a
casa?
- Noemi se quejó de que había ratones en la cocina y creyó ver una rata en la
despensa. No me negarás que los gatos han hecho desapararecer las ratas y los
ratones. Y, además - continuó con su acostumbrado tono burlón -, el viejo
Mordecai afirma que los gatos de ojos dorados traen buena suerte. En las casas
donde hay un gato las familias sufren menos los efectos de la peste que sus
vecinos. Pero no digas a nadie una palabra de todo esto o nos robarán los gatos.
Judit se levantó y miró a su esposo con afecto y exasperación.
- No bromees, marido; el cuerpo de Benjamin está a menos de seis varas. Además,
pesa una sentencia de muerte sobre nosotros.
Isaach le cogió la mano.
- No bromeo, querida. Puede ser cierto, tan cierto como todo lo que la gente
cree acerca de esta terrible enfermedad.
- Te enviaré a Rebeca. Si va a ser tu aprendiza, debería empezar ahora. Necesita
ocuparse en algo útil - dijo la madre con firmeza.
Y aquel verano la peste se propagó desde Granada hasta Gerona, hasta que
soplaron los vientos frescos del norte y se llevaron la infección de la villa.
Al finalizar su reinado de terror, la peste se había llevado una de cada tres
almas, despojando a cada oficio, profesión y comercio de la villa - desde
zapateros hasta escribientes y médicos - de todos sus profesionales expertos.
Pero la peste no volvió a azotar la casa de Isaach el médico.

Capítulo 1
Gerona
Domingo, 22 de junio de 1353
La catedral estaba fresca y oscura a pesar del deslumbrante sol de verano que se
filtraba a través de sus altas ventanas en forma de arco y de los brillantes
colores que ornamentaban el interior. Las campanas llamaban a misa y los fieles
empezaron a llenar el lugar, hablando y riendo. Las jóvenes se habían puesto sus
mejores galas: algunas, vestidos de varias capas de seda en tonos vivos; otras,
prendas más sencillas. Sacudían su espléndida cabellera peinada en rizos sueltos
que les caían sobre los hombros o se echaban atrás el velo para mostrar sus
complicadas trenzas, pues el amor estaba en el aire. El día siguiente era la
víspera de Sent Johan, fecha en que las jóvenes buscaban el rostro de sus
pretendientes, en las límpidas aguas de las lagunas, en los prados distantes o
en otros lugares privados. Se encontraba en la catedral en aquel preciso momento
un buen número de galanes, a quienes la cercanía de las muchachas hacía olvidar
el estado de su alma. Hubo alguna mirada coqueta, alguna risita, algún siseo
reprobatorio, y la congregación se fue callando.
En el rincón más apartado del altar, dos extraños, un hombre y una mujer,
estaban absortos en la conversación. El hombre era arrogantemente apuesto;
vestía unas llamativas calzas de color brillante muy ajustadas y una hermosa
túnica ceñida al cuerpo con las mangas abombadas y vistosas aberturas.
- ¿Está todo arreglado? - preguntó el hombre. Se inclinó sobre la mujer con
actitud autoritaria y perentoria, y la muchacha retrocedió, alarmada. El velo
que llevaba se corrió y dejó al descubierto unas gruesas trenzas de pelo de
color rojo intenso peinadas de manera que le cubrían las orejas, siguiendo la
moda que se llevaba en la corte francesa.
- No hay ningún cambio - contestó la joven, evitando los ojos de su acompañante
-. No la he convencido todavía, pero creo que está harta del convento y le
atrae la aventura. Dicen que no le teme a nada.
- Entonces no será práctico para él tener una esposa como ella - replicó el
hombre -. Pero esto es asunto suyo. Quiera o no, deberéis traerla entre
maitines y laudes. - Hizo una pausa, aparentemente atento al servicio religioso
-. Si es necesario, dadle esto - dijo, y le entregó a la muchacha un pequeño
paquete -. Una o dos gotas con un poco de vino bastarán para que duerma como un
angelito. Al otro lado del portal encontraréis a alguien de confianza que os
ayudará con ella. Pero debéis llevarla hasta allí.
- ¿Qué pasa si me ven?
- No os verán. Habrá tal alboroto en la villa que nadie tendrá tiempo de reparar
en vuestra presencia.
- ¿Alboroto? ¿Cómo lo sabéis? - La muchacha lo miró sobresaltada y vaciló
-.
¿Tengo que llevarla a los Baños Árabes?
- Sí. ¿Hay algún otro lugar más seguro y privado? Partiremos desde allí. Y no se
trata de ningún juego, señora - añadió -. Si no la traéis, todos estaremos
perdidos.
Lunes, 23 de junio
En la víspera de Sent Johan, el patrono extraoficial de las festividades de
verano, las campanas del convento de Sent Daniel llamaban a completas, y las
monjas marchaban lentamente en dirección a la capilla, recientemente construida,
para el último servicio del día que acababa. La oscuridad tardaba en llegar pese
a la hora. El resplandor del sol, que se resistía a partir, y el creciente
cuarto de luna parecían haberse combinado para iluminar el convento y el pueblo.
Mientras las voces de las hermanas se elevaban en un canto de melancólica
belleza - encomendando el alma y el cuerpo al Señor hasta el retorno del día -
la música, destinada a instar al pueblo a participar en las celebraciones,
comenzó su ritmo insistente.
En la taberna de Rodrigue, muy cerca del río Onyar, la multitud estaba inquieta
e irritable, como si la llegada de la noche hubiera aumentado sus expectativas
de placer sin que pudiera satisfacerlas. El calor opresivo y el humo denso de
las llamas vacilantes de las lámparas invadían el lugar. La conversación se
tornó incoherente; los malhumorados bebedores se volvieron quisquillosos.
Entonces se escucharon unos pasos rápidos en la escalera y el desconocido que
había asistido a la misa de la catedral entró en la estancia, trayendo consigo
el aire húmedo y malsano de la orilla del río. La taberna quedó en silencio.
La apariencia del desconocido había cambiado desde el día anterior. La chaqueta
ya no tenía aquel corte impecable de moda; tampoco sus calzas eran elegantes. Su
sonrisa era más amplia; su mirada, menos arrogante. Uno o dos de los hombres
admitieron haberlo reconocido; hicieron un gesto con la cabeza, cautelosos, y se
quedaron esperando. El hombre dirigió a la multitud allí reunida una sonrisa
alegre y despreocupada.
- Joseph - dijo, en medio del silencio, haciendo un movimiento de cabeza en
dirección a un hombre corpulento, de aire imponente y próspero -. Pere, Sanxo. - Los fue reconociendo uno a uno. Sin embargo, los hombres seguían sin hablar
-. Patrón - dijo -, una jarra de vino para mis amigos, para celebrar el día
del santo. No, no será suficiente. Tres jarras para empezar. El santísimo Johan
me ha traído buena suerte y debo corresponderle.
- Gracias, señor - dijo un hombre que estaba sentado cómodamente ante la ventana
-. ¿A quién debo dar las gracias, además de al Santísimo?
- Soy Romeu - respondió el desconocido -, Romeu de Vich, hijo de Ferran,
soldado y peregrino y, desde hace una semana, estoy otra vez en mi patria.
Llevaron las jarras y las dejaron en las largas mesas. Romeu llenó los vasos y
las copas, pidió otra jarra y llenó su propia copa. La levantó y, antes de
beber, brindó: - Por la villa más hermosa del mundo, por su eterna prosperidad. - Todos
bebieron; Romeu llenó las copas y los vasos; volvieron a beber, esta vez
invocando a la fortuna. Romeu empujó la jarra deslizándola por la mesa más
cercana a él y, apenas detuvo su movimiento, la conversación se reanudó. Romeu
se acercó con paso lento y despreocupado a otra mesa larga y volvió a deslizar
una segunda jarra en dirección a un hombre gigantesco, que escuchaba, admirado - aunque sin comprender -, las palabras de otro hombre, delgado y ágil, de
expresión malhumorada y mirada taciturna.
- Permitidme que llene vuestras copas - dijo Romeu a los dos hombres mientras
vertía vino en la copa del gigante y cogía la del hombre más delgado.
- Yo no bebo - dijo el hombre delgado, arrebatándole la copa
-. No tengo dinero
para corresponder a vuestra hospitalidad.
- Me estaba contando sus problemas - dijo el hombre corpulento, y se sumió, una
vez más, en el silencio.
- El magnánimo Johan escucha siempre con gran paciencia las tribulaciones de los
demás - dijo su amigo.
- Es muy raro encontrar a alguien que nos escuche pacientemente - replicó Romeu
con voz distraída mientras llenaba la copa del hombre delgado -. Yo también he
pasado por épocas malas. - Bajó la voz a un tono confidencial -. Gracias a las
artimañas de otros, cuyos nombres os sorprenderían, perdí mi cargo, mi buen
nombre y mi modesta fortuna. Pasé tres años en el destierro sin un maravedí.
Pero, como podéis apreciar, los tiempos han cambiado. Quienes se confabularon
contra mí han sido descubiertos. Me han devuelto mi cargo y han restituido mi
buen nombre. - Romeu volvió a coger la copa del hombre delgado.
- Yo soy encuadernador - dijo el hombre delgado
-. Mi nombre es Martin.
- Un oficio excelente - dijo Romeu -. ¿Ya no hay libros en Gerona y por eso no
puedes alzar la copa para honrar al bendito santo?
- ¡Oh, sí, muchos libros! No hace mucho tiempo me ocupaba de todas las
encuadernaciones de la catedral y de las juntas eclesiásticas y, también, de
algunos trabajos ocasionales para ciertos caballeros del pueblo. Era una forma
excelente de ganarse la vida. No soy mayor que vos, señor, y tenía a un oficial
y a mis dos aprendices ocupados todo el tiempo. Pero un sacerdote malicioso, sé
muy bien quién es… - dijo Martin, llenándose esta vez él mismo la copa - se
quejó de negligencia en el trabajo; no se consiguen buenos aprendices en estos
tiempos, desde que la peste se llevó a tantos. Ahora cualquier inútil, cualquier
holgazán, cualquier incompetente cree que merece una bolsa de oro y el sustento
por dormir todo el día en el banco del taller. - El hombre hizo un gesto de
negación con la cabeza -. Bueno, yo estaba ocupado y el sacerdote… ése sí es un
hombre duro… le dio parte del trabajo a otro, a un judío, que al parecer lo
hacía mejor y a mejor precio.
- Y le dieron tu trabajo a...
- Esto hicieron, señor. Le dieron todo el trabajo a un judío. ¡Un judío
trabajando para el obispo! - El hombre bajó el tono de voz -. Dicen que tiene
esclavos. Los mantiene encerrados en el taller de encuadernación, los alimenta
con desechos y, de esta manera, reduce sus gastos. Esto no está bien. El obispo
debería dar trabajo a los cristianos, no a los judíos y a sus esclavos moros.
- ¿Has oído eso, Joseph? - preguntó Romeu
-. ¿Qué sucederá cuando los judíos se
encarguen de hacer el papel?
- No se llegará a eso, amigo - contestó el hombre de aspecto próspero
-. Yo sé
cómo proteger mis intereses.
- Ya es hora de que hagamos algo al respecto - dijo una voz al otro lado de la
mesa.
- Ya lo estamos haciendo, March. ¿Por qué no te unes a nosotros?
- Callaos, idiotas - murmuró uno
-. Nunca se sabe quién puede estar escuchando.
- La Espada Vengativa del arcángel Sent Miquel matará a los gobernantes
sanguinarios, a los sacerdotes corruptos y a los brujos judíos - dijo una voz en
la oscuridad -. Del mismo modo que en la época de nuestros abuelos nos salvó de
los invasores franceses. - Pero cuando se volvieron para ver quién había
hablado, no encontraron a nadie.
Romeu, con los ojos brillantes y sosteniendo en la mano su primera copa con la
mitad del vino aún sin beber, sonrió. Dejó la copa, intercambió unas palabras
con el tabernero, pagó más vino y salió, sin hacerse notar, a la oscuridad de
aquella noche templada. Su trabajo no había hecho más que empezar.
A medianoche, la luna estaba baja y el calor todavía cubría como un manto la
oscuridad aterciopelada de Gerona. Del río llegaba un olor a barro y a peces
muertos que se combinaba de manera desagradable con los olores habituales de la
villa: a comida rancia, basura podrida, orina, humo agonizante de la lumbre de
las cocinas.
El pueblo se estaba calmando. Sólo quedaban algunos juerguistas que aún no
habían elegido un lugar donde dormir: un prado ameno, un par de brazos suaves o
sus jergones solitarios. En la entrada norte de la villa, Isaach el médico se
despidió de su acompañante, le dio una moneda al guardián y se encaminó con aire
resuelto a la judería, al call. El suave contacto de sus botas de cuero fino con
el conocido empedrado resonaba en el aire tranquilo de junio. Detuvo la marcha.
El eco continuó un instante y se apagó. Alguien acechaba en la oscuridad de la
noche; Isaach percibió un hálito de temor y de deseo flotando en el aire y, a
continuación, el olor desagradable que presagia el mal. Apretó el bastón con
firmeza y apresuró la marcha.
Los pasos se perdieron en la distancia y el médico se puso a pensar en el niño
enfermo que acababa de visitar. La última semana su estado había mejorado de
forma evidente; tenía buen apetito y estaba deseoso de volver a jugar en las
cuadras o en la orilla del río. Con aire fresco y una buena alimentación,
estaría tan fuerte como cualquier muchacho de su edad antes del fin del verano.
Su padre estaría contento.
Hacía rato que habían puesto los cerrojos y las barras en el portalón del call.
Isaach golpeó los pesados tablones con el bastón; no hubo respuesta. Llamó más
fuerte.
- ¡Iacob! - gritó con voz profunda y penetrante -. ¡Haragán! Despierta.
¿Pretendes que me quede aquí toda la noche?
- Ya voy, maese Isaach - gruñó Iacob
-. Ya voy. ¿Acaso debería mantener la
puerta abierta toda la noche esperando a que vos pasarais por aquí? - Su voz era
un murmullo de protesta e Isaach no le prestó mayor atención. El médico dejó el
cesto en el suelo, se apoyó en el bastón y aguardó. Se levantó una leve brisa
que transportaba el aroma penetrante de las rosas del jardín del obispo, le
apartó a Isaach el pelo de la cara y enseguida se desvaneció. En algún lugar
ladró un perro. El agudo lamento de un niño pequeño atravesó el aire nocturno
del call. A juzgar por el tono del llanto, podía ser el primogénito del rabí
Samuel, de tres meses escasos. Isaach hizo un gesto de negación con la cabeza.
Su corazón sufría por el rabino y su esposa. En cualquier momento, la criada de
la familia se presentaría ante su puerta para pedirle que se pusiera el manto y
fuera a ver al niño.
Levantaron la pesada barra, se oyó el rechinar de la llave al girar en la
cerradura y la pequeña puerta se abrió con un chirrido.
- Es demasiado tarde para dejar entrar a nadie, amo - dijo Iacob
-. Incluso a
una persona tan honorable como vos. Y esta noche es muy tumultuosa, está llena
de rufianes borrachos con malas intenciones. Es la segunda vez que me sacan de
la cama - añadió intencionadamente -. El otro a quien he dejado entrar también
os buscaba.
- ¡Ah, Iacob! Si el resto del mundo tuviera noches tranquilas, tú y yo
pasaríamos las horas de oscuridad durmiendo apaciblemente, ¿no crees? - Isaach
puso una moneda en la mano de Iacob -. Pero ¿cómo nos ganaríamos el sustento? - añadió con un toque de malicia, y se dirigió hacia su casa.
El médico fue recibido en la puerta por una voz que no reconoció. Parecía
petenecer a un joven corpulento, y el acento era el de los que vivían en las
montañas.
- Maese Isaach - dijo el desconocido -, me mandan del convento de Sent Daniel.
Una de nuestras hermanas está gravemente enferma; gime de dolor. - El joven
hablaba como si le hubiera costado memorizar estas palabras y el discurso le
salía entrecortado -. Me han pedido que os viniera a buscar… y también vuestros
remedios.
- ¿He de ir al convento? ¿Esta noche? Acabo de regresar.
- Me han dicho que os buscara - repitió el desconocido, alzando el tono,
asustado.
- Está bien, muchacho - dijo Isaach con voz suave -, iré, pero antes debo
recoger las cosas que necesito. No despertemos a la gente de la casa. - Isaach
abrió la puerta y entró -. Espera en el patio - dijo, señalando ante sí -.
Tengo algo que hacer dentro.
El hijo del jardinero del convento observó a Isaach con una curiosidad rayana en
la admiración. Era verdad lo que se decía en el pueblo. Maese Isaach subía la
escalera de piedra sin hacer ningún ruido. También se rumoreaba que una persona
se daba cuenta de que Isaach había pasado por su lado en la oscuridad porque
sentía el aire que su cuerpo producía al desplazarse. El muchacho forzó la vista
para ver si el amo subía solo o un criado le ayudaba a llegar a los pisos
superiores de la casa.
Algo suave, de forma indefinida y amenazante, se apretó contra su pierna e
interrumpió sus conjeturas. Dio un brinco, ahogando un grito de terror. Un
maullido interrogativo respondió a su grito sofocado. Un gato. Avergonzado, se
agachó para rascarle las orejas y se dispuso a esperar.
Cuando Isaach llegó a lo alto de la escalera, se quedó escuchando un momento
ante la puerta de su esposa y se dirigió hacia la habitación situada al otro
lado del pasillo. Llamó con suavidad.
- Raquel - susurró -, ¿estás despierta? Te necesito.
La voz suave de su hija de dieciséis años le contestó. Isaach se apoyó en la
puerta, esperando.
- ¡Isaach! - La voz atravesó el aire de la noche como las trompetas de Jericó;
Isaach se revistió de valor para impedir que sus murallas se derrumbaran. Cuando
menos lo esperaba, la preocupación de Judit podía alcanzarlo y envolverlo como
un manto sofocante, extrayéndole toda su fuerza y vigor -. ¿Qué pasa?
La oyó bajarse de la cama y moverse con rapidez por la habitación. La puerta se
abrió con un crujido, dejando que la brisa fresca de las colinas invadiera el
pasillo sin ventilación.
- Nada, mi amor - respondió Isaach -. Todo está bien. Me han mandado llamar del
convento y Raquel me va a ayudar.
- ¿Adónde has ido? - preguntó Judit -. Has estado toda la noche fuera, solo,
sin siquiera un sirviente que te acompañara. No es seguro.
Él le acarició la cara con una mano; ella prosiguió con sus quejas.
- El hijo del rabino está a punto de morir. Su mujer está como loca. Después de
esperar un hijo más de tres años, es un trago muy amargo. Si me vienen a buscar,
diles que iremos directamente desde el convento.
Judit estaba silenciosa, encerrada en su propio código de conducta, rígido y
elaborado. No debía quejarse en voz alta cuando se trataba de ayudar al rabino.
Pero ella también había perdido dos hijos pequeños antes de que nacieran los
mellizos y, en su fuero interno, sentía que el rabino y su esposa no tenían el
monopolio del dolor. En realidad, su debate interno sobre qué debía hacer la
había turbado hasta el punto de no reparar en que Isaach no había respondido a
su pregunta.
- No entiendo por qué toda la casa ha de estar despierta porque una monja está
enferma - dijo -. Al fin y al cabo, ¿las monjas han hecho alguna vez algo por
ti?
- Calla - respondió Isaach -. El obispo ha sido un buen amigo...
Por fortuna, Raquel salió de la habitación antes de que su madre pudiera emitir
un juicio sobre el obispo. Le dio un rápido abrazo y, pese al calor, se envolvió
prudentemente en su capa.
- Espera un momento - dijo Judit.
- ¿Para qué? - preguntó Isaach
-. Es un asunto de suma urgencia.
- Iré contigo hasta la casa del rabino - respondió la mujer
-. Vete. Nos
encontraremos en el patio.
Raquel siguió a su padre por la escalera. Isaach abrió la puerta de una
habitación amplia y de techo bajo que le servía de herbario, habitación de
descanso, sala de cirugía y hasta de dormitorio cuando esperaba alguna llamada
durante la noche. Isaach cogió otro cesto y comenzó a llenarlo de frasquitos y
paquetes de hierbas y raíces envueltos en tela.
- Muchacho - llamó con voz suave a través de la puerta abierta
-. ¿Qué puedes
decirme de la enferma?
- Nada, señor - contestó el muchacho -. Yo llevo mensajes y voy al pueblo a
buscar lo que hace falta. Cuando me necesitan, trabajo en el jardín. No me
cuentan nada. - Hizo una pausa, para pensar -. La he oído gritar - añadió, con
tono complacido - cuando la abadesa me ha dado el mensaje. Ella misma me ha
mandado a buscaros.
- ¿Cómo ha sido el grito? ¿Fuerte?
El muchacho se quedó pensando un momento.
- Un grito fuerte, amo. Como el de un cerdo cuando lo matan o el de una mujer
cuando da a luz. Y sollozaba. No se ha oído nada más.
- Muy bien, muchacho. Ven, Raquel. Ya viene tu madre.
Sorprendentemente, la abadesa Elicsenda en persona estaba esperando en la puerta
de entrada, y junto a ella se encontraban la administradora, sor Agnes, y la
portera, sor Marta.
- Maese Isaach - dijo la abadesa -, gracias. - Murmuró unas rápidas palabras
para presentar a las dos monjas, con voz tensa y cargada de ansiedad, y
enseguida abandonó todo intento de conversación trivial -. Seré breve. Doña
Elisabet es una pupila del convento. Cayó enferma de repente. Conserva la
lucidez sólo por momentos; el resto del tiempo delira, bajo la influencia de
visiones perturbadoras. Temo que no pase de esta noche. Si no se puede hacer
nada, mis deseos son que al menos aplaquéis un poco su sufrimiento. También he
mandado llamar al obispo. Sor Marta os acompañará hasta el lecho de la enferma.
Sor Marta no dio tiempo a Isaach para pensar por qué habían sacado de la cama a
su amigo el obispo y no al habitual confesor del convento, para asistir a una
muchacha del propio convento que estaba agonizando. La mujer lo condujo a toda
prisa por una sinuosa y angosta escalera de piedra y por largos corredores; sus
zapatos de cuero blando se movían rápida y silenciosamente por los pasillos. Los
pasos se fueron haciendo más lentos. Isaach oyó un fuerte grito, un sollozo y el
respirar jadeante producto de las náuseas. Sor Marta llamó una sola vez a la
pesada puerta y se apartó, murmurando que sor Benvenguda, la hermana encargada
de la enfermería, estaría enseguida con ellos.
La puerta se abrió y se volvió a cerrar. El crujir del uniforme y la calidez de
un cuerpo anunciaron la llegada de la enfermera.
- Maese Isaach, agradecemos vuestra ayuda - dijo la hermana, en un tono de voz
que reflejaba cólera y resentimiento -. Ha sido el obispo quien ha sugerido que
os llamáramos. Supongo que queréis saber qué le ocurre.
La puerta se abrió para dejar salir al pasillo a otra persona, que venía de la
sala de la enferma. Llevaba consigo el olor a fiebre y deshidratación y un
opresivo hedor a carne podrida.
- Yo puedo deciros qué mal la aflige - respondió Isaach con voz seca
-. Tiene
llagas pustulosas que le producen mucho dolor y fiebre.
Una de las hermanas, que estaba en el pasillo, lanzó una exclamación de
sorpresa.
- Antes de poder añadir nada más - dijo -, debo examinarla para determinar la
causa y juzgar si puedo ayudarla con mis pobres conocimientos.
Sor Benvenguda no estaba azorada sino furiosa.
- Esto es imposible. Su pudor...
- … no recibirá ofensa alguna de la mirada de un ciego.
La enfermera se quedó callada, sin encontrar palabras con que expresarse.
- No lo sabía, maese Isaach - replicó al fin
-. Soy nueva en este convento,
vengo de nuestra casa de Tarragona. - A continuación, inspiró profundamente y
volvió al ataque -. Sin embargo, no es apropiado que un hombre, aun siendo
ciego, descubra el cuerpo...
- Sólo mi hija la tocará. Ella me dirá lo que descubra.
- No podemos permitirlo. Ni siquiera nuestras hermanas pueden hacerlo.
- No es el mismo caso - replicó Isaach con decisión
-. Vuestras hermanas están
obligadas a poner especial cuidado en no ofender su propio pudor. Mi hija no
sólo es discreta y virtuosa, sino que además no está atada por ningún voto que
pueda romper al ayudar a esta joven desafortunada.
- Imposible.
Se oyó otro par de pasos que se precipitaban por el corredor y se detenían cerca
de ellos.
- ¿Qué es imposible, hermana?
- Permitir a este hombre y a su hija que examinen a doña Elisabet.
- Elisabet es la sobrina del obispo - dijo la abadesa con voz seca
-. Él la ha
confiado a nuestro cuidado; somos responsables de su salud y su felicidad. Os
pido que recordéis que su Ilustrísima condescendió en advertirnos, hermana - agregó -, que deseaba que maese Isaach examinara a su sobrina e hiciera todo
lo necesario para curarla. Creo que debemos tener en cuenta sus deseos. - La voz
de la religiosa cortó el aire pesado como un cuchillo de acero.
- Sí, señora - murmuró sor Benvenguda.
- Traed luces y cualquier otra cosa que puedan necesitar.
- ¿Luces? Pero él no necesita...
- Es verdad, hermana. Pero ella sí. - Los pasos se alejaron, apresurados, por el
corredor -. ¿Cómo te llamas, hija?
- Raquel, señora. - Isaach oyó el sonido del liviano vestido de fustán al rozar
el suelo de piedra cuando la muchacha hizo la reverencia.
- Tú y tu padre merecéis toda nuestra gratitud y nuestras plegarias por vuestros
esfuerzos, sean cuales sean los resultados. Quizá os ayude saber que la joven
Elisabet tiene diecisiete años y, durante los cinco que ha estado en este
convento, ha gozado de excelente salud… hasta que la atacó esta enfermedad. Si
os hace falta algo, llamadme. Sor Agnes se quedará para asegurarme de que
recibiré vuestros mensajes sin dilación.
Raquel entró en la enfermería con su padre y lo condujo a la estrecha cama donde
yacía la enferma, en el centro de la habitación. En la pared de la derecha había
una enorme chimenea con un gancho para la olla y espalderas de metal. A pesar de
que era una noche calurosa, la chimenea estaba encendida y, muy cerca de ella,
un brasero de carbón irradiaba luz y calor. Una monja muy anciana estaba sentada
en un taburete entre la chimenea y el brasero, revolviendo algo parecido a una
mezcla de avena y leche en una cacerola de cobre. De vez en cuando, metía la
mano en un cesto que estaba a su lado, en el suelo, sacaba un manojo de hierbas
y las echaba en el brasero. El aroma dulzón de las hierbas ayudaba a disimular
el olor a infección que invadía el ambiente. Una hermana lega, de brazos fuertes
y expresión pendenciera, estaba de pie entre las dos ventanas de la habitación;
se encontraba como fuera de lugar, como si su misión fuera lavar el cuerpo y
hubiera llegado demasiado temprano. La amplia estancia estaba iluminada por la
luz débil de una vela y el resplandor vacilante del fuego de la chimenea. Las
monjas más jóvenes, pálidas por la fatiga y empapadas de sudor, estaban cerca de
la luz, junto a la hermana enfermera, mientras la temible sor Agnes las
observaba a todas desde la puerta.
- Aquí está la cama, padre - dijo Raquel -, y la mesa se halla a tu derecha.
Hay otra a los pies de la cama, con espacio suficiente para el cesto. ¿Quieres
que lo ponga ahí? - Sin esperar respuesta, la muchacha colocó el cesto a los
pies de la cama.
- Cuéntame algo de la paciente, hija. - Isaach se dirigió a Raquel con una voz
tan suave que las monjas apenas si percibieron lo que decía.
Raquel fue a buscar la vela y la acercó a la joven enferma. Contuvo el aliento
en un gesto de sorpresa cuando la luz iluminó sus rasgos delicados.
- Parece… - comenzó a decir Raquel. La muchacha notó que las monjas observaban y
volvió a empezar -. Parece enferma, padre. Tiene los ojos hundidos, los labios
resecos y agrietados, la piel pálida y… - La puerta se abrió, dejando entrar un
poco de aire fresco, y aparecieron dos monjas con más velas. Las dejaron en unas
mesas que había cerca de la cama y las encendieron -. Han traído más velas. A
la luz, veo que el tono de su piel es grisáceo, no amarillento. Tiene las
mejillas enrojecidas por la fiebre. Mueve la cabeza de un lado a otro como si
sintiera un gran dolor, pero está acostada de espaldas, rígida.
- Pregúntale con dulzura y prudencia dónde siente dolor.
Raquel se arrodilló al lado de la cama y acercó su cara a la de la paciente.
- Señora - murmuró -, ¿me escucháis? - La cabeza, que parecía una calavera, se
movió -. Decidme, ¿dónde sentís dolor?
- Pídele que señale, si puede, el lugar. Y colócate entre ella y las monjas
curiosas.
La joven Elisabet oyó y extendió la mano. Atrajo a Raquel más cerca de ella y le
susurró algo al oído con voz ronca.
Raquel se puso de puntillas y susurró en el oído de su padre:
- Dice que la hinchazón es en el muslo, padre.
Isaach se volvió, moviendo la cabeza de un lado a otro hasta que localizó a la
enfermera.
- Hay demasiada gente en esta habitación, hermana - dijo con autoridad
-.
Vician el aire y alteran la tranquilidad. Decidles que se vayan.
Sor Benvenguda miró a sor Agnes, quien asintió con la cabeza, con aire ceñudo.
- Como digáis, maese Isaach - dijo la enfermera
-. Pero debemos exceptuar a sor
Tecla. Fue una enfermera experta y muy respetada y puede seros de gran ayuda. - Su voz se convirtió en un murmullo
-. Trabajó aquí sola después de que la
muerte se llevara a todas sus ayudantes. Se sentirá muy mal si le pedimos que se
vaya. - Volvió a alzar la voz -. Sor Tecla está preparando una cataplasma de
avena y salvado, por si es necesaria.
- También yo perdí a un valioso ayudante a causa de la peste - dijo Isaach
-.
Pero el Señor, en su sabiduría, me dio una hija inteligente con dedos hábiles
para ocupar su lugar. Sor Tecla puede quedarse, por supuesto. No molestará.
- Yo también me quedaré - dijo sor Agnes
-. Nadie más será necesario. Me pondré
aquí, al lado de la puerta, y enviaré los mensajes que hagan falta. Hermana,
esperad fuera hasta que os necesitemos. - Sor Benvenguda le dirigió una mirada
de odio y se encaminó hacia la puerta.
- Gracias, hermana - dijo Isaach. Esperó a que los pasos se alejaran y la puerta
se cerrara antes de volver al lado de su paciente.
Con gran delicadeza, Raquel levantó la manta y a continuación la fina sábana de
hilo para dejar al descubierto una enorme hinchazón colorada y brillante en la
parte superior del muslo de Elisabet, cerca de la ingle. Mientras realizaba su
trabajo, la suave voz de Raquel iba describiendo con exactitud lo que observaba
y lo que hacía.
Isaach se quedó pensativo.
- ¿Qué clase de hinchazón? - preguntó.
- Es una hinchazón con pústulas, no la peste - respondió Raquel. Se inclinó
sobre la enferma -. ¿Cuánto hace que estáis así? - le preguntó.
Elisabet parpadeó esforzándose por fijar la mirada.
- Viernes - susurró la muchacha. Volvió a cerrar los ojos; movió la cabeza y
musitó algo incomprensible.
- ¿Se ha extendido? - preguntó el médico.
- Todavía no, padre. No lo creo, al menos.
- Sois una joven valiente, doña Elisabet. Debo tocar esta herida para saber qué
hacer. Como soy ciego, no puedo verla, pero mis dedos ven por mis ojos.
La joven se quejó, dilató los ojos y extendió la mano para coger la de Raquel.
Trató de atraerla hacia su cara.
- Madre - susurró.
- Haced lo posible por no gritar o las buenas hermanas pensarán que os estoy
matando.
- No está en condiciones de entenderte, padre - replicó Raquel.
- Quizá sí, quizá no. Primero trataremos de aliviar el dolor.
Raquel cogió un frasco de vino del cesto, llenó una copa hasta la mitad y le
añadió agua y un líquido oscuro de un frasquito. Ayudó a doña Elisabet a
incorporarse y le acercó la copa a los labios.
- Debéis tomarlo, doña Elisabet - dijo Isaach en tono firme.
La joven oyó estas palabras desde algún rincón de su delirio y tragó la poción.
Isaach esperó, calculando el tiempo, y se inclinó sobre la cama; Raquel le llevó
los dedos al borde de la inflamación. Isaach la palpó y asintió con la cabeza.
Raquel abrió el absceso con mano firme y lo limpió eliminando la sustancia
infectada que brotaba del mismo. Lo acabó de limpiar con vino, agregó algunas
hojas e hierbas secas a la cataplasma que había preparado la anciana monja y la
aplicó a la herida.
- ¿Cómo os sentís ahora, niña? - preguntó Isaach.
La joven, mareada por el agotamiento, el alivio del dolor y la combinación de
vino y narcóticos fuertes, no respondió. Por primera vez en varios días, durmió
profundamente.
Isaach recogió el bastón y salió de la habitación de la enferma. Antes de llegar
a la salida, que no le era familiar, sor Agnes le abrió la puerta y lo despidió
con un gesto amistoso, deseándole buenas noches. En el pasillo, una mano fuerte
cogió la suya con firmeza y una voz conocida lo saludó.
- Maese Isaach, buen amigo. Os agradezco los cuidados que proporcionáis a mi
sobrina. ¿Cómo está?
- Ahora duerme, mi señor Berenguer. Raquel se quedará para atenderla. No tentaré
al cielo diciendo que está fuera de peligro, pero no creo que el Señor esté
pensando en llevársela. Volveré por la mañana para ver cómo sigue. Raquel me
mandará llamar si me necesita antes.
- Venid - dijo el obispo de Gerona -. Estas son buenas noticias. Caminemos
juntos un rato.
Mientras bajaban la escalera, una vibrante voz de soprano resonó por los
pasillos. Se le unieron otras dos o tres voces cuyos tonos más bajos sostenían
el triste canto. Isaach se detuvo.
- Son las hermanas - dijo Berenguer - ; ya están levantadas y cantan laudes. Un
castigo para unas pocas - murmuró, insinuando una sonrisa -, por tener mejor
voz que la mayoría.
- Un bajo precio por tal hermosura. ¿Doña Elisabet es vuestra sobrina,
Ilustrísima? No creo haberos oído hablar de ella.
- Hay razones para ello, amigo. Y deseo aclararos que es mi sobrina, la hija de
mi hermana, y no un desliz de mi juventud - añadió el obispo mientras esperaban
a que sor Marta les abriera la puerta del convento -. Nació en un momento muy
afortunado hace diecisiete años. Una niña modesta pero valiente, con una mente
brillante y una lengua ingeniosa. La quiero mucho. - Se detuvo para que pudieran
bajar la escalera juntos -. Desde la muerte de su madre he sido su tutor. Y la
traje aquí, donde puedo vigilar su educación.
Una figura pasó en silencio junto a Isaach, dejando tras de sí el penetrante
aroma de almizcle y jazmín, saturado de un hálito de miedo salvaje. Unos pasos
femeninos apresurados se perdieron en el bullicio del patio, donde el séquito
del obispo esperaba mientras los caballos piafaban y hacían sonar los arneses.
El aroma del perfume de la mujer fue absorbido por los olores de la noche:
caballos, antorchas encendidas, hombres sudorosos. Isaach estuvo a punto de
dejar escapar un comentario jocoso, pero se contuvo. Después de todo, no era
asunto suyo si una monja deseaba tener una cita a medianoche.
- ¿La noche está oscura? - le preguntó al obispo.
- Como los fosos del infierno - respondió Berenguer, de muy buen humor, dándole
unas palmadas en el hombro a su amigo -. La luna está baja y las estrellas
parecen haberse ido con ella. Tendréis que guiarme por las calles. - El obispo
hizo una señal a los integrantes de su séquito para que se mantuvieran a cierta
distancia, detrás de él; los dos hombres se dirigieron a pie hacia el camino que
seguía el río Galligants y que los llevaría a la puerta septentrional de la
villa.
La monja asustada se escabulló a través de la multitud que había en la puerta
principal del convento. Se ajustó el velo para ocultar su pálido rostro y la
toca de lino blanco y se esfumó de inmediato en la oscuridad. Siguió su camino
tanteando las paredes con dedos temblorosos, tratando de ver en medio de la
noche, hasta que llegó a cielo abierto, entre el prado y el río. La distancia
que debía recorrer desde el convento hasta el puente que la llevaría hacia los
Baños parecía interminable; se sentía tan expuesta como un gato negro en un
campo nevado. Llegó por fin al sendero que conducía a la puerta, donde cayó en
brazos de Romeu. El hombre le tapó la mano con la boca para ahogar su grito y la
arrastró dentro del edificio.
- ¿Dónde está ella? - preguntó, furioso.
- No me ha sido posible acercarme. Está enferma, se está muriendo. Dicen que no
hay esperanzas. No he podido… - La mujer prorrumpió en llanto.
- Vos y vuestra amiga podíais haberla traído.
- Está en la enfermería con el médico y una multitud de monjas que la atienden.
¿Habéis logrado apoderaros del niño?
- Lo trae su niñera; a la puerta este.
- ¿Cómo la habéis convencido? - preguntó, azorada.
- Le han dicho que era una orden de su majestad. La necesitamos. No nos conviene
tener en nuestras manos a un niño llorón, ¿no?
- Por favor, abandonemos el plan - dijo ella, con premura
-. Es demasiado
peligroso. No lo conseguiremos.
- Demasiado tarde. La niñera estará en la puerta a la salida del sol. Además,
hay otras personas implicadas. Si desistiéramos, sería peligroso para todos. - Desechó el comentario con un vago movimiento de la mano
-. ¿Sabíais, antes de
este asunto, que doña Elisabet se estaba muriendo? - añadió con vehemencia.
Hubo un silencio. Un largo silencio. El hombre zarandeó a la mujer y ésta volvió
a hablar.
- Llevaré el niño ante su majestad y le diré que he oído rumores de
conspiración; que temía por la vida del príncipe y que por eso lo he recogido de
donde estaba para llevárselo a ella. Me perdonará. Es de carácter algo
impaciente, pero tiene predisposición a perdonar.
- No sólo sois incompetente sino también estúpida - replicó el hombre
-. Y
cuando os pregunten quién os ha ayudado, ¿qué responderéis?
- Nunca os traicionaré, nunca.
- Por suerte para mí - dijo con voz fría - no tendréis oportunidad de hacerlo.
- ¿Cómo os atrevéis a hablarme de este modo? - preguntó la mujer, irguiéndose,
majestuosa, con los restos de rango y de dignidad que le quedaban.
- Me atrevo porque debo hacerlo, si los dos queremos sobrevivir. Debéis actuar
con sensatez, señora. Esperadme aquí. Hay cosas que debo hacer. Si no regreso
con las primeras luces del alba, nos encontraréis fuera de la puerta este. Os he
traído la ropa. Cambiaos antes de que yo vuelva.
- ¿Qué podéis decirme sobre las causas de la enfermedad de mi sobrina? - preguntó el obispo Berenguer, con aparente indiferencia, mientras caminaban en
la oscuridad. La oscilante luz de las antorchas que iban detrás bastaba para
iluminar su camino. A Isaach la calle le era demasiado familiar para necesitar
un guía.
- Hay muchas causas posibles, Ilustrísima - contestó Isaach, con precaución
-.
Puede haber sido la picadura de un insecto cuyo veneno comenzó a inflamar la
zona produciendo la infección. Si doña Elisabet hubiera sido un soldado o un
muchacho pendenciero, diría que se trata de una pequeña herida infectada por
descuido.
- ¿Pudo haber sido provocada por una mano malévola?
Isaach se detuvo.
- No lo creo. Sería muy difícil… - Se puso a considerar la posibilidad
-.
Raquel descubrirá la verdad cuando vuestra sobrina se despierte. ¿Tenéis razones
para temer malas intenciones?
- No… y sí. Es la única hija de mi hermana… mi hermanastra, para ser exactos.
Doña Constanza de Empuñes. Pero Isaach, amigo, si pudierais ver, os daríais
cuenta de lo que todo el mundo sabe tan pronto la ve. Lleva la paternidad
escrita en el rostro. - El obispo interrumpió la marcha y miró alrededor. Sopló
una brisa repentina y el clérigo se arropó en su capa.
- ¿Y su padre es muy conocido?
- Sí, si se considera que Pere de Aragón es alguien muy conocido - respondió en
un tono ligeramente irónico -. Tiene una expresión que me recuerda a mi hermana
muerta, pero el resto de las facciones es de su padre. Si los hijos de su mujer
se parecieran a él sólo una décima parte de lo que se le parece Elisabet, la
señora se daría por satisfecha - añadió Berenguer. El obispo se paró y apoyó una
mano en el brazo de Isaach para detenerlo -. ¿Oís algo, amigo? - murmuró.
- Un tumulto - dijo Isaach
-. En algún lugar de la villa.
- Serán patanes celebrando la noche de Sent Johan con un odre de vino cada uno.
En los viejos tiempos, ya estarían escondidos en algún rincón del campo con una
mujer, en lugar de turbar la calma de la gente honrada. - Berenguer se rió y
volvió a sus preocupaciones -. Tal como están las cosas, sospecho que mi
sobrina es como una espina clavada en el pecho de nuestra joven reina. Y
problemas no le faltan. El peor es su miedo a que muera el infante don Johan,
nuestro nuevo duque de Gerona.
- Pero tendrá más hijos, sin duda.
- Dicen que la reina teme quedar estéril o, como su predecesora, ser madre sólo
de niñas. Un matrimonio ventajoso para la hija de doña Constanza podría
recordarle lo caprichosa que es la diosa Fortuna.
- ¿Es probable que esto ocurra, Ilustrísima? - preguntó Isaach
-. Me refiero al
matrimonio.
- Sí. Don Pere está maravillado por su hermosura y su inteligencia. Tiene
pensada una importante boda para la niña. - El obispo hizo una pausa y se rió -. Ahora que os lo cuento, mis temores parecen infundados. Y su majestad es la
menos sanguinaria de las mujeres - añadió -. Pero algunos de sus seguidores
harían cualquier cosa por proporcionarle unos momentos de tranquilidad.
- ¿Como darle la noticia de que doña Elisabet ha muerto de… una picadura de
insecto? - preguntó Isaach.
- Las monjas son leales y cuidadosas. Además, sé que vos cuidaréis de mi sobrina
como si se tratara de vuestra propia hija. Si Elisabet sobrevive, quedaremos muy
agradecidos. - El obispo hizo una pausa -. Ahora que nadie nos escucha, ¿cómo
está Johan, nuestro joven príncipe? ¿Es posible que se confirmen los temores de
su madre?
- No esta noche ni ninguna otra noche próxima. No lo ronda el olor a muerte.
Cuando lo he dejado, le había bajado la fiebre, había comido bien y estaba
durmiendo tranquilo, como cualquier otro niño de tres años. Por supuesto - añadió Isaach -, con el tiempo la muerte nos llega a todos.
La brisa arreció y arremolinaba las vestimentas de los dos hombres. El obispo se
sujetó la capa con más fuerza.
- Gracias al buen Dios por este viento fresco. Este verano lo necesitamos para
alejar la peste. Pero volviendo al joven príncipe, sería conveniente para el rey
y la reina que la muerte retrasara su visita hasta que don Johan fuera coronado
rey de Aragón y tuviera hijos.
- Un par de días de reposo y se repondrá - precisó Isaach
-. Creo que su
organismo se está fortaleciendo, y en el lugar donde se encuentra disfruta de un
aire suave y benigno. El rey puede estar tranquilo.
El obispo se detuvo.
- Me temo que, llevado por el placer egoísta que me producía nuestra
conversación, os he apartado de vuestro camino. Estamos casi ante el palacio. Os
dejo aquí, amigo mío.
Un murmullo distante de voces humanas había comenzado a turbar la conciencia de
los dos hombres mientras subían los escalones que conducían a la catedral y al
palacio del obispo. De repente, el murmullo estalló en una andanada de gritos e
insultos. Detrás de ellos, procedente del otro lado de la plaza, Isaach oyó el
estrépito de una piedra al chocar contra el empedrado o tal vez una pared,
seguido del impacto seco de un puño furioso o de un palo que golpeaba carne
humana. Isaach se sobresaltó.
- Esto es algo más que una juerga de borrachos, Ilustrísima. Ahí fuera hay
auténticos alborotadores.
- Ya lo creo - replicó el obispo, enfadado -. En la noche de Sent Johan, las
calles atraen a los borrachos estúpidos. Y algunos de ellos, si no me equivoco,
viven cerca del palacio. Creo que estas dulces voces provienen de mis
estudiantes. - Miró hacia atrás -. Eh, guardia - gritó.
El hombre del séquito del obispo que se hallaba más cerca espoleó su caballo.
- Ilustrísima...
El obispo puso la mano sobre la cruz del caballo.
- Quedaos en la silla, amigo. Id inmediatamente a despertar al capitán de la
guardia. Decidle que procure mantener a la multitud alejada del palacio.
Preguntadle después al sacerdote quién es el responsable de lo que sucede en los
dormitorios de los estudiantes de teología. - El obispo miró alrededor -.
Bueno, maese Isaach, no me gusta cómo están las cosas, pero pronto echaremos a
los estudiantes de la plaza y se irán a la cama. Si cruzáis y seguís recto,
evitaréis las calles donde al parecer se está congregando la plebe. Os enviaré
una escolta.
- ¿Está avanzada la noche? - preguntó Isaach.
- La primera luz del alba comienza a asomar por los tejados.
- Este viento fresco y la luz del día ayudarán a estos juerguistas a recobrar la
sensatez - dijo Isaach -. Os ruego que no os molestéis. Conozco la villa y, en
la oscuridad, puedo ver tanto como cualquier hombre que me guíe.
- Sin duda tenéis razón, maese Isaach. El sol naciente hará que se marchen a sus
casas en una o dos horas. Sin embargo, me sentiría más tranquilo si fuera con
vos alguno de mis hombres.
- Ilustrísima, ya es hora de estar en la cama y me temo que he de visitar a un
paciente antes de irme a dormir - replicó Isaach -. Dejad que los sufridos
miembros de vuestro séquito también vayan a descansar. El Señor y mis otros
sentidos guiarán mis pasos. Estaré a salvo en las callejuelas estrechas.
* * *
Isaach cruzó la plaza, confiado, en dirección a las escaleras que conducían al
call; llevaba el bastón frente a él y pisaba firme sobre el empedrado, que le
indicaba con exactitud dónde se encontraba. Cuando llegó al centro, se detuvo.
El ruido era más fuerte. Su oído, más aguzado que el del obispo, había
localizado dos fuentes de bullicio - los estudiantes borrachos, en la zona de la
catedral, y la gente del pueblo, congregada cerca del río - mucho antes que su
amigo hubiera notado el alboroto. Ahora percibía unos pasos en la escalinata de
la catedral. Oyó puertas y ventanas que se abrían; más pisadas; gritos airados
que pedían calma respondidos por insultos en voz alta. En los últimos minutos el
cambio de la situación fue drástico. Si Isaach continuaba por aquel camino, era
probable que chocara con una multitud de jaraneros borrachos de disposición
incierta. Cambió de dirección y se encaminó en diagonal hacia el rincón más
tranquilo de la plaza. Cuando se encontraba quizá a mitad de camino, una piedra
cayó cerca de él, rebotó y lo golpeó en el brazo, produciéndole un intenso
dolor. Con un reflejo automático cambió de dirección. Otra piedra cayó al otro
lado de su cuerpo dando un fuerte golpe en el suelo.
- ¡Es un judío! - gritó una voz de borracho, y otra piedra pasó zumbando cerca
de su oreja -. ¡Matadlo! - Llovió una andanada de piedras en su dirección. Unas
le cayeron sobre la espalda y otras en el brazo. Otro proyectil le rozó la sien
y siguió su camino sin herirlo. Pero cuando se llevó la mano a la cara, la
retiró tibia y pegajosa de sangre. Bajó la cabeza y apresuró el paso.
De pronto, se encontró en medio de una multitud alborotada de hombres violentos
que blandían sus palos ante él. Isaach levantó el bastón y sintió que una mano
le agarraba la capa. Giró violentamente y se libró de ella de un tirón. Alguien…
¿su atacante?…, trastabilló. Una voz cerca de él gritó: - ¡March, cerdo borracho! ¡Quítame las manos de encima!
Isaach oyó el ruido de tela al desgarrarse cuando un cuchillo le atravesó la
capa, y esgrimió su bastón con furia. El golpe cayó con un ruido seco sobre algo
blando. Se oyó un grito de dolor.
- ¡Lo he cogido! - exclamó una voz indistinta en tono triunfante.
- No lo has cogido a él, estúpido - soltó otro
-. Era yo, me has roto el brazo.
En este momento, cerca de allí se inició una escaramuza.
- ¡Aquí! - gritó una voz. Alguien cayó con estruendo sobre el empedrado. Una
mano aferró el antebrazo de Isaach. Una vez más éste se revolvió con violencia,
dando golpes con su bastón. De repente, aparecieron de todas direcciones manos
que intentaban agarrarlo. Especulando con la posibilidad de que sus atacantes
fueran bastante más bajos que él, Isaach daba fuertes golpes con su bastón.
Consiguió su objetivo, pero le arrebataron el bastón. Logró recuperarlo y lo
volvió a blandir con todas sus fuerzas. Se liberó una vez más y volvió a atacar.
Del otro lado de la plaza llegaba el ruido de gritos y de cascos de caballos
sobre el empedrado. La multitud comenzó a moverse por la plaza, arrastrándolo
inexorablemente. Isaach trató de levantar su arma y abrirse paso a bastonazos,
pero la presión de los cuerpos que se precipitaban en estampida, aterrorizados,
le apretaba los brazos a los lados del cuerpo como si fueran barras de hierro.
Tropezó, logró incorporarse y percibió que bajo sus pies las piedras formaban un
diseño que no le era familiar. La multitud que le rodeaba se dispersó
momentáneamente. Estiró el brazo y tocó una pared que no era la del otro lado de
la plaza. Se detuvo, confuso. La multitud comenzó a presionarlo una vez más. En
aquel instante, una mano pequeña y firme cogió la suya y le dio un tirón.
- Por aquí, señor - dijo una voz cerca de su oído
-. Rápido, antes de que os
destrocen.
Capítulo 2
La presión insistente de aquella pequeña mano tiró de Isaach haciéndolo
trastabillar, chocar con gente y objetos, tropezar por las escaleras, andar
junto a paredes que sus dedos no reconocían, dar vueltas y seguir caminos
sinuosos sin saber dónde estaba; Isaach rogaba que aquella mano lo condujera a
donde debía y que no la guiara ningún mal propósito.
- Deteneos aquí, señor - dijo la voz, empujándolo hacia un portal.
Isaach se detuvo un momento y se dio cuenta de que estaba solo, a excepción del
dueño de aquella mano.
- ¿A quién le debo mi pobre vida? - preguntó.
- Me llamo Yusuf, señor.
- Llevas un nombre noble, Yusuf, pero lo pronuncias, creo, al estilo moro. ¿Eres
moro?
- De Valencia, señor.
- ¿Y qué hace un niño moro llamado Yusuf en medio de un alboroto, ayudando a un
judío, en la víspera de una festividad católica? Estar aquí es tan peligroso
para ti como para mí.
- Estoy de paso, señor.
- ¿De dónde a dónde, Yusuf? ¿Dónde está tu amo?
- Yo soy mi propio amo, señor.
- Y por eso viajas de noche, ¿no? En este caso sería conveniente que pasaras el
resto de esta noche en un lugar seguro, detrás de la verja de mi casa.
- Oh, no, señor. No puedo hacerlo. - La voz sonó aguda a causa del pánico.
- Tonterías. Ya que me has desviado de mi camino, es tu deber encontrarlo por
mí. Es una grave ofensa apartar de su camino a un hombre ciego.
- No sabía que fueseis ciego, señor - replicó Yusuf, con voz temblorosa
-. Juro
que os pondré de nuevo en vuestro camino.
- No te preocupes. Me llevarás hasta mi puerta y quedarás libre para volar otra
vez a donde quieras. - El hombre mayor extendió la mano y la mano más pequeña
volvió a cogerla.
- ¿Sois de verdad ciego, señor? - preguntó Yusuf, tan pronto emprendieron su
camino por un callejón tranquilo -. Creía que también erais forastero en la
villa, y me ha parecido cruel que la multitud os tratara de aquella forma. - Se
calló y soltó la mano de Isaach -. ¿Adónde vamos?
Isaach, desconfiando aún, extendió el brazo y tocó un hombro pequeño y desnudo;
era muy delgado y temblaba de miedo.
- ¿Sabrás encontrar la entrada de la Judería? Desde allí te guiaré yo y luego
interrumpiremos nuestro ayuno juntos, con pan, fruta y quesos frescos; después,
descansaremos un rato. Más tarde podrás continuar tu viaje.
- Sí, señor. Os llevaré por las callejuelas, donde nadie nos verá ni se
preguntará quiénes somos.
Yusuf cumplió su palabra. Al final se encontró a salvo, tras las puertas
cerradas, en el patio de la casa de Isaach. Junto a la pared sur había una
glorieta por la que trepaban unas parras y, debajo, una mesa apenas visible a la
luz del temprano amanecer. En el centro se advertía una fuente, en la que el
agua salpicaba con delicadeza, y Yusuf, al verla, sintió que se moría de sed.
- Ya hay luz, ¿no? - preguntó Isaach.
- Todavía es de noche, señor - contestó el muchacho
-. Pero por el este se ve
ya el resplandor del amanecer. Falta una hora para que salga el sol. Aquí está
oscuro.
- ¿Tienes miedo de esperar aquí solo?
- No, señor. Aquí dentro se está a salvo.
- Muy bien. Espera en la glorieta. Vuelvo enseguida.
Isaach subió la escalera con paso cansino justo cuando la cocinera bajaba,
arrastrando los pies, de su cuarto del desván.
- Noemi - la llamó Isaach.
Se oyó cómo la mujer contenía el aliento.
- Dios del cielo, es el amo - exclamó
-. Y herido. El ama se pondrá...
- El ama está haciendo vigilia junto a la mujer del rabino. Regresará pronto,
espero. ¿Puedes vendarme la herida y traer después un poco de pan, queso y fruta
a un par de hambrientos? Y no vendrían mal algunas prendas de abrigo para una
persona pequeña, que me llega más o menos a la altura del codo.
- Desde luego, señor - respondió la cocinera, más tranquila
-. Yo...
Un estallido de risas, frenéticas e incontroladas, interrumpió lo que la mujer
iba a decir. Isaach se acercó a la ventana, abrió los postigos y se asomó. Oyó
un ruido fuerte y resonante y el golpeteo repetido de tejas rotas al caer sobre
el patio adoquinado. Noemi se acercó a su amo y estuvo a punto de arrojarlo al
suelo para asomarse.
- ¿Piedras? - preguntó Isaach.
- Algo más que eso. Tejas rotas - dijo Noemi
-. Algunas piedras. - Metió la
cabeza dentro -. Intentan matarnos, señor - añadió en tono grave.
El ruido de las tejas rotas se oía por todas partes; las risas seguían sonando.
- Se necesita mucho más para matarnos - replicó Isaach
-. Pero no me gustaría
estar fuera. - Metió la cabeza dentro.
Aquella lluvia inesperada procedía del recinto de la catedral. Era improbable
que el obispo o los sacerdotes estuvieran atacando el call con piedras y tejas
rotas. Esto hacía recaer la culpa en los estudiantes de teología, que estaban
peor que antes a causa de la borrachera. Isaach cerró los postigos.
- Ven, ocúpate de mis heridas. Mi joven amigo y yo estamos listos para
desayunar.
Yusuf estaba sentado bajo la columnata que formaba un semicírculo alrededor del
patio observando el ataque al call. El sólido techo bajo el que se resguardaba
parecía estar concebido para aguantar aquellas débiles armas de guerra; cuando
el enemigo suspendiera el ataque, regresaría a la glorieta. Se puso a mirar los
pequeños y apretados racimos de uvas verdes que colgaban de la parra y avivaban
su hambre, y se frotó los brazos. La túnica oscura de tela cálida que llevaba
había sido confeccionada cuando tenía cinco años menos. Ahora, ya raída, apenas
si le cubría los delgados brazos y las piernas le quedaban totalmente al
descubierto. Estaba cansado, hambriento y aterido de frío.
No podía creer que hubiera sido tan necio. Sólo un necio habría permitido que un
ciego lo llevara a su casa y lo tuviera allí encerrado. Había observado a los
dos hombres cuando subían por la plaza de la catedral, con la escolta que los
vigilaba a una distancia respetuosa. La ropa y los modales sobrios, la guardia
armada que los protegía, ponían de manifiesto su riqueza y su importancia.
Cuando se produjo el ataque, cogió la mano del hombre alto y rostro amable con
la esperanza de que le diera unas monedas de recompensa. Se había propuesto huir
antes de ser atrapado y cuando el hombre descuidara por un momento su constante
vigilancia. Se preguntaba si el ciego lo mantendría como esclavo, lo vendería o
le entregaría a las autoridades. Hacía mucho tiempo había aprendido que las
personas - tuvieran o no rostro bondadoso» - se ofrecían a ayudarlo sólo por su
propio placer o conveniencia. Recogió las piernas desnudas y los pies descalzos
debajo de los raídos restos de la túnica y se rodeó con sus propios brazos para
darse calor.
Oyó un golpe seco junto a él, en el banco, y volvió la cabeza. Un pequeño gato
atigrado de grandes ojos dorados lo miraba, solemne. A continuación, el gato se
frotó contra la pierna de Yusuf y se instaló en los fríos pies del muchacho, con
la tibia cabeza apoyada en ellos y las patas estiradas.
Regresó el ciego, acompañado por un sirviente que sostenía una bandeja con pan
ázimo tierno, queso de tres clases, dátiles y uvas pasas, una bandeja de
almendras, albaricoques y otras frutas pequeñas. Detrás de él, Noemi llevaba una
jarra humeante que contenía una bebida de hierbas con aroma a menta. Isaach
tenía un paño marrón doblado sobre el brazo.
- ¿Yusuf? - dijo.
- Estoy aquí, señor - respondió Yusuf, estirando el cuerpo y poniéndose de pie.
Sorprendió la mirada ávida en el rostro del sirviente y se puso a temblar.
- Creo que estamos a salvo de cualquier otro ataque del cielo o, por lo menos,
de la cima de la montaña - dijo Isaach -. ¿Nos sentamos a comer en la glorieta?
Yo, por lo menos, he estado despierto casi toda la noche y tengo un hambre
feroz. - Isaach desplegó la tela que llevaba sobre el brazo, que resultó ser una
túnica suelta, muy amplia de cuerpo y mangas -. ¿Ves esto? - preguntó -. Me ha
parecido que tu ropa te quedaba pequeña y que ya no te servía. - Isaach se la
enseñó -. Póntela. El alba es fría. Y come.
Don Thomas de Bellmunt, a los veintitrés años secretario de su majestad Leonor
de Sicilia, reina de Aragón, condesa de Barcinona, cabalgó hasta un enorme roble
de los prados del sur de Gerona y desmontó con el entrecejo fruncido. No cabía
ninguna duda de que estaba irritado. Aquella mañana había cabalgado más de dos
leguas con el estómago vacío, dispuesto en todo momento a enfrentarse a la
muerte o al desastre, y no había encontrado nada. El lugar de la cita, en la
puerta sur de la villa, estaba desierto. Contempló el cielo. Estaba claro en el
este y los primeros rayos del sol iluminaban las colinas de detrás de la villa.
Gerona parecía dormir todavía.
Se sobresaltó al oír ruido de cascos detrás de él y se volvió, con la mano sobre
la espada a medio sacar. Su sirviente se apeó rápidamente del caballo.
- Señor, os pido disculpas. Me han entretenido.
- ¿Dónde está doña Sanxa?
- Esta es la razón del retraso. No estaba en el lugar de la cita y tampoco he
encontrado ninguna señal de ella. Entonces he pensado que habría venido aquí,
directamente al encuentro de vuestra merced.
- ¿Dónde debías encontrarte con ella?
- Fuera de las puertas de la villa. En una choza abandonada. - Señaló con un
gesto vago de la mano en dirección al nordeste -. He estado esperándola allí
desde las primeras luces del alba. Puede que le haya ocurrido algo; ayer por la
noche hubo disturbios en la villa. ¿Os parece que vuelva, señor, a averiguar
algo sobre ella?
- No, estúpido - replicó Thomas en tono abrupto -. Nadie debe saber que ella ha
estado en los alrededores de Gerona esta mañana.
Romeu hizo una reverencia y permaneció en silencio.
- Dejaremos pasar una hora completa después de la salida del sol - dijo Bellmunt - ; nos quedaremos esperando, dejaremos descansar a nuestros caballos y
procuraremos no llamar la atención. Después, regresaremos a Barcinona.
- ¿Sin ella? - preguntó Romeu, sorprendido.
- Sin ella. - Bellmunt apretó la mandíbula con obstinación.
- Su majestad la reina seguro que se preguntará...
Bellmunt miró fijamente hacia la zona boscosa de las afueras de la villa, como
si esperara que desde el bosque oscuro llegara cabalgando alguna solución a este
problema. Sin duda, su majestad se sorprendería de que hubiera dejado a doña
Sanxa en Gerona y se hubiera marchado sin hacer siquiera un intento simbólico de
encontrarla. ¿O se enfadaría aún más si arriesgaba el secreto de la misión,
tratando de encontrar a la señora perdida? Se volvió para contemplar la salida
del sol. Tal vez Romeu tuviera razón. En general era así.
- Regresa a la villa, si quieres - dijo Bellmunt - y echa un vistazo, pero, por
el amor de Dios, sé discreto. Actúa con rapidez. Yo me quedaré aquí con los
caballos.
La luz del sol, que le daba de lleno en los ojos, obligó en cierto modo a Johan
el Grande a recuperar la conciencia, lo que trajo consigo el sentimiento, la
tristeza. La cabeza le latía y estaba a punto de estallarle; tenía la boca tan
seca como el desierto de Arabia.
Entonces, en esta confusión, comenzó a visualizar fragmentos de recuerdos. La
noche anterior, cuando salió, su bolsa estaba repleta de monedas. Y había bebido
ingentes cantidades de vino barato. Con el corazón estremecido se palpó las
ropas para encontrar la bolsa de las monedas, que colgaba en el interior de su
amplia túnica.
La bolsa se encontraba allí y todavía estaba llena. Era extraño. Recordó, con
desasosiego, a un caballero que le había invitado a vino, pero sin duda los
taberneros no habían estado regalando su mercancía toda la noche. Tenía
recuerdos confusos de una multitud de alborotadores que asaltaban la villa y lo
arrastraban a él. Lo último que recordaba era que se había tendido en el suelo,
en un rincón tranquilo al lado de los Baños. ¿Cómo podía encontrarse ahora en su
propia cama? ¿Con el sol dándole en los ojos?
- ¡Virgen Santa! - exclamó en voz alta
-. Los Baños.
Los Baños Árabes eran la vida de Johan desde el día en que puso los pies en
ellos, hacía veinte años, cuando la Gran Hambre. No sabía si sus padres habían
muerto o si lo habían dejado abandonado en la calle; el viejo Pere, el encargado
de los Baños, lo había encontrado el día de la festividad de Sent Johan,
llorando de hambre. Lo recogió, le puso el nombre de Johan en conmemoración del
santo y le dio pan con queso y un jergón para dormir; y lo puso a trabajar con
él en los Baños. Era tan pequeño que debía subirse a un taburete para ver por
encima del borde de las piscinas. Los clientes se reían y lo llamaban Johan el
Grande; y le daban monedas para gastar o para guardar, como él quisiera. Por
primera vez en su vida tuvo ropa decente que ponerse y comida suficiente con que
llenarse el estómago. Diez años más tarde, Johan el Grande hacía honor a su
nombre y sobrepasaba en altura a su patrón. Cuando el viejo Pere murió, el
respetable médico que disfrutaba de los privilegios y las responsabilidades de
la dirección de los Baños le ofreció a Johan la vivienda y el puesto de
encargado. Durante diez años había estado en su puesto antes de que las campanas
del convento dieran la hora prima. Quitaba el cerrojo de la puerta del edificio,
barría los suelos y limpiaba las piscinas; y después vigilaba el lugar hasta
vísperas - de vez en cuando, en ocasiones especiales, se quedaba hasta más tarde -, cuando cerraba las puertas y echaba los cerrojos del edificio hasta el día
siguiente. Era un puesto de importancia y responsabilidad. Le había caído este
regalo del cielo hacía veinte años, cuando más lo necesitaba; y ahora lo
despreciaba tirándolo como una hoja de col marchita. Johan no cesaba de
lamentarse.
Se levantó tambaleante de la cama. La desesperación se había apoderado de su
alma, y el malestar, de su estómago. Salió de la habitación y vomitó los restos
de los excesos de la noche anterior. Su estómago quedó liberado y la
desesperación cedió algo de terreno. Si se apresuraba, quizá nadie notaría su
tardanza. Después de todo, casi todo el pueblo había estado levantado la mitad
de la noche, bañado en vino.
Por el camino trastabillaba, hacía eses entre árboles y arbustos, tropezaba con
las raíces y tenía la boca seca y el estómago todavía descompuesto. Buscó la
llave que durante diez años había colgado del aro que pendía de su cintura.
El aro estaba vacío.
Se sentó junto a la puerta, mirando el aro. Seguía estando vacío. Quizá la llave
se le había caído la noche anterior. Se arrodilló y se puso a buscar. No había
señales de la llave. Tal vez estuviera dentro. Abrió la puerta y registró el
lugar.
En el estado lamentable en que se encontraba tardó un rato en darse cuenta de
que, sin la llave, no habría podido entrar en los Baños.
Johan se puso en pie con esfuerzo y se sentó pesadamente en un banco de madera
al pie de los escalones que bajaban de la puerta. Miró alrededor desconcertado.
Una tenue luz verdosa se filtraba a través de las aberturas que había en el
techo abovedado, rebotaba en las baldosas azules y blancas, destellaba sobre las
blancas columnas que circundaban la piscina principal y se elevaba hasta la
cúpula. Del mismo modo que aquel día, hacía veinte años, cuando la había visto
por primera vez, esta luz inundó de paz su alma perturbada. Aquí, rodeado de
belleza, estaba a salvo. Como un autómata, se puso de pie y cogió la escoba. Se
dirigió al extremo más alejado de la sala y se puso a barrer con esmero en
dirección a la puerta. Cuando llegó a la piscina del centro de la sala, se subió
al borde, sosteniéndose en un pilar fresco, y se inclinó hacia delante. El
contacto de la piedra bajo su mano y la imagen del agua límpida sobre las
baldosas resplandecientes eran para él algo más hermoso que las altas bóvedas,
los lujosos tapices y las ventanas de brillantes colores de la catedral.
Entonces abrió los ojos y parpadeó dos veces. El agua clara y fresca de la
piscina estaba negra y ya no era translúcida.
Allí, no se veía bien si flotando o hundida en el fondo, estaba el cuerpo de una
monja benedictina, boca abajo, con las ropas negras desplegadas como una nube
tormentosa alrededor de ella.
Capítulo 3
Johan el Grande sumergió sus brazos musculosos en el agua, cogió a la monja y la
sacó. Mientras sostenía el bulto empapado, un grito de alegría brotó de su boca.
Depositó el cuerpo en el borde sin ninguna ceremonia, volvió a extender el brazo
y pescó la llave, que estaba en el fondo. Su pesadilla se había acabado. La
llave de la casa de los Baños estaba en su poder.
Por otra parte, el agua de la piscina estaba teñida de un siniestro color rojo.
Dio un paso atrás y miró a la hermana, desplomada en el borde. En la cabeza y
los hombros se apreciaban indicios de que el cuerpo había comenzado a ponerse
rígido. No cabía ninguna duda de que era un cadáver cuya alma había volado hacía
rato. Lo levantó y lo colocó boca arriba. La toca, con horribles manchas de
sangre, estaba desgarrada y dejaba al descubierto una herida abierta en la
garganta. Johan el Grande meneó la cabeza. Le cubrió la garganta con la toca
mojada, le puso las extremidades y el hábito de manera apropiada y, tras
reflexionar un instante, se dispuso a consultar con el obispo qué debía hacer.
Isaach pasó las últimas horas de aquella larga noche en casa del rabino Samuel.
Mandó a su soñolienta esposa a casa tan pronto como llegó, e hizo lo que pudo
por el niño con la ayuda de la sirvienta.
No fue suficiente. Los esfuerzos del niño por respirar eran cada vez más
débiles. La madre, enloquecida, se colgaba del brazo de Isaach, rogándole que lo
tocara con las manos y orara para que el niño volviera a la vida y recuperara la
salud.
- ¡Oh, señora! - exclamó Isaach, con profunda tristeza -. No tengo plegarias
que puedan rescatar a un alma de la muerte.
- Pagaremos - dijo la mujer, desesperada
-. Oro. Todo lo que tenemos. Cualquier
cosa.
- Si tuviera este poder, lo emplearía gustoso, y no aceptaría ni un plato de
lentejas a cambio. Pero no lo tengo.
- No es verdad - susurró -. Todos saben que sois el sucesor, la reencarnación
del gran cabalista maese Isaach, y que poseéis sus poderes. Por eso os quitaron
la vista. Como un aviso. Por favor… intentadlo.
Isaach tembló, alarmado. Había oído estos rumores en otras ocasiones, en boca de
los crédulos, pero oírlos de la mujer del rabino era otra cosa.
- No digáis necedades, mujer. Son peligrosas. No soy más que un hombre y hago lo
que puedo. Nada más. Y no dejéis que vuestro marido oiga estas blasfemias.
- Fue él quien me lo dijo - replicó la mujer
-. Sin embargo, no tengo poder
para obligaros. Sólo puedo pedir y orar - añadió con amargura.
Isaach depositó al niño muerto en su cuna.
- No hay nada más que yo o cualquier otro hombre pueda hacer - dijo
-. Está
muerto, señora. Algún día, muy pronto, vendrá otro hijo que traerá alegría a
vuestra vida, os lo prometo.
La mujer se echó a llorar y la habitación se llenó de todos los que acudieron a
darle consuelo. En medio de aquel torbellino, Isaach, sintiéndose culpable de
alguna gran traición, se puso la capa y se marchó.
Judit estaría ya en la cama; y Yusuf, alimentado y abrigado, dormiría en el
pequeño cuarto situado junto a su estudio.
Con suerte, Isaach podría entrar en éste sin ser visto y aprovechar una o dos
horas para descansar antes de volver al convento. Con mucho cuidado, descorrió
el cerrojo de la entrada.
El patio parecía vacío de seres humanos. Los pájaros, en la jaula colgada,
competían con sus primos no domesticados para llenar el espacio de sonidos. Las
flores se abrían al sol y llenaban el aire de fragancias. El gato saltó con
alegría de algún lugar y cayó al suelo con un golpe seco y un grito de
recepción. Del piso superior de la casa llegaban los gritos agudos de los
mellizos, que se peleaban, y Lia, la niñera, trataba en vano de calmarlos.
Procedentes de la cocina llegaban olores sabrosos, y el ruido de cacerolas y
risas de mujer. Judit, gracias a su habitual poder de recuperación, parecía
haber olvidado los rigores de la noche y trabajaba con Noemi en la cocina
mientras ambas chismorreaban. Por el momento, vivían su vida, seguros, felices y
prósperos con la ilusión de seguridad que la protección de hombres poderosos les
proporcionaba. Pero de esta manera habían vivido los judíos de Barcelona y los
moros de Valencia, y ahora… Isaach reflexionó sobre los acontecimientos de la
noche y con amargura hizo un gesto de negación con la cabeza. Después se marchó
a su refugio, caminando, sin hacer ruido, por debajo de los árboles frutales. Se
envolvió con su capa, pues la mañana era fría, se acostó en la estrecha cama y
enseguida se quedó dormido.
- Ilustrísima - dijo la voz -. Ilustrísima - insistió.
El obispo Berenguer de Cruilles abrió un ojo y reprimió la respuesta irritada
que acudió a sus labios. No era la primera vez que deseaba que sus sacerdotes
resolvieran emergencias de poca importancia sin buscar su aprobación a cada
acto.
- Sí, Francesc. ¿Qué pasa ahora?
Francesc Monterranes también reprimió su propio gesto de irritación. El también
había estado levantado casi toda la noche, ocupándose de un grupo de
grandullones quinceañeros, borrachos e irresponsables, honrados con el nombre de
estudiantes de teología. Pero como canónigo no le estaba permitido sentirse
afectado por molestias transitorias como la pérdida de algunas horas de sueño.
- Os pido disculpas por molestaros, Ilustrísima. Pero fuera hay una persona que
desea hablar urgentemente con vos.
- ¿Una persona? ¿Qué clase de persona?
- Alguien a quien la gente llama Johan el Grande, que es...
- Ya sé quién es, Francesc. ¿Qué lo trae por aquí?
Un hermano laico había entrado en los aposentos del obispo y andaba por la
habitación con paso torpe y vacilante, abriendo postigos y cambiando cosas de
lugar en actitud servicial. Francesc Monterranes echó una rápida mirada en su
dirección y luego se inclinó sobre el obispo para susurrarle las siniestras
noticias que portaba Johan el Grande.
Berenguer reflexionó unos segundos.
- ¿Quién más lo sabe? - preguntó en un murmullo antes de señalar el perchero de
madera del que colgaba su sobria sotana negra.
- Nadie, Ilustrísima - respondió el sacerdote en voz baja. Fue a buscar la ropa
del obispo y lo ayudó a vestirse -. El encargado de los Baños es un hombre
callado y prudente.
- Y un hombre cuya cabeza seguramente no estará despejada esta mañana a causa
del vino - acotó Berenguer mientras sus dedos toqueteaban automáticamente la
larga hilera de botones que iba desde el mentón hasta las rodillas -. Recuerdo
con claridad haber distinguido su delicada forma tambaleándose por la plaza y
cantando canciones obscenas, cuando nos sacaron de la cama para ocuparnos de los
estudiantes de teología.
- ¿Vos creéis que él…?
- No. Creo que estaba demasiado borracho incluso para expresar su intención de
orinar, mucho más para matar a una monja en los Baños. - Berenguer de Cruilles y
Francesc Monterranes eran amigos desde hacía tiempo. El obispo se volvió hacia
la jarra de agua y la toalla que le ofrecían -. Me lavaré para despabilarme un
poco y antes de desayunar iremos a ver a ese hombre.
El estudio privado de Berenguer estaba vacío y tenía el aspecto de una
fortaleza. El único adorno de las paredes de yeso era un crucifijo simple y
rústico que un jardinero de la mansión familiar le había tallado cuando era
niño. Había en la habitación una mesa escritorio, tres sillas y un estante para
su colección particular de libros. En un extremo del estante estaba la colección
de sermones y exempla, anécdotas morales sin las que un sermón parecería tedioso
y monótono; en el otro extremo había un volumen de las obras del doctor
Angélico, Tomás de Aquino. Entre estos dos extremos aparecían otros testimonios
representativos de la mente y el corazón del obispo: historias de caballerías,
poemas de amor, obras filosóficas y científicas, en romance catalán, castellano
y provenzal, y en latín y griego. Una antigua calavera blanca, heredada de su
predecesor, don Arnau Montrodo, sujetaba con su peso los documentos que se
encontraban encima del escritorio. «El obispo Montrodo pensaba que su sucesor
debía tener siempre presente el hecho de que era, ante todo, mortal, luego
sacerdote y por último obispo», solía decir el religioso con ironía a los pocos
que, alguna vez, habían visto aquella sala.
Las paredes eran sólidas; las puertas eran de roble y cerraban herméticamente.
Una daba al pasillo principal; la otra, cerrada con llave y barra, no se abría
nunca y conducía a una pieza en desuso próxima al estudio. Era poco probable que
alguien pudiera oír las conversaciones sostenidas en esta sala.
Berenguer de Cruilles se sentó al lado de la ventana; Francesc Monterranes cerró
la puerta, retiró la llave y se la entregó al obispo. Le hizo un gesto a Johan
el Grande para que tomara asiento y, a continuación, se sentó él en la silla que
quedaba vacía. Johan el Grande entrelazó las manos, el obispo bostezó; el
sacerdote se inclinó hacia delante como animando al visitante a que hablara.
- Cuéntale a su Ilustrísima lo que ha ocurrido. Lo que me has contado a mí.
Johan se sumergió en su historia con urgencia y desesperación.
- Esta mañana llegué tarde a los Baños. La primera vez en veinte años,
Ilustrísima - añadió, echando una mirada vacilante a sus interrogadores.
- Te creo.
- Llegué bastante después de la hora prima y abrí las puertas, como de costumbre - prosiguió, mientras, debido al esfuerzo de tener que mentir a aquellos dos
hombres importantes, la frente se le perló de gotas de sudor que le resbalaban
por el cuello -. Me puse a barrer y, cuando me acerqué a la piscina central,
observé algo negro. Me incliné y vi a la pobre alma. La saqué y la puse en el
suelo lo mejor que pude. He venido inmediatamente a informaros, ya que se trata
de una monja.
- ¿En lugar de ir al convento? - preguntó el sacerdote. El encargado de los
Baños lo miró alarmado.
- ¿A casa de doña Elicsenda? - preguntó -. Oh, no. No me atrevería a molestar a
doña Elicsenda.
- Cobarde - replicó el obispo en son de broma -. ¿Has reconocido a la monja?
- Nunca la había visto - se apresuró a responder Johan.
- En ese caso deberíamos averiguar de quién se trata… o se trataba - añadió el
obispo -. Acompáñanos a ver a la muerta.
- ¿La conoces? - preguntó Berenguer.
El sacerdote negó con la cabeza.
- Yo tampoco - dijo el obispo -. Es extraño. Ahora mismo sólo hay doce monjas.
Todo me hacía pensar que, entre los dos, las habríamos visto a todas. Diles a
los hombres que entren. Llevaremos sus restos al convento.
El frío de la mañana estaba remitiendo. El sol de junio se elevó sobre un cielo
despejado. El campo se había animado con el canto de los pájaros y el aroma del
espliego en flor. Thomas de Bellmunt, todavía fuera de las murallas de Gerona,
estaba sentado bajo un árbol y trataba de no pensar en nada. Los caballos - los
suyos y los de Romeu - pacían mientras entraban y salían de su somnolencia
equina. En algún lugar las campanas daban la hora tercia.
Se encontraba en la peor de las posiciones. Era tan valiente e intrépido como
cualquiera, pero ¿qué enorme estupidez lo había arrastrado a Gerona, al precio
de arriesgar tanto su honor como su vida? La simple respuesta era doña Sanxa de
Baltier. Sus gruesas trenzas de pelo rojizo y su rostro angelical lo habían
atrapado como a un conejo. Ella le había confiado a Thomas el plan de su
majestad de llevar al infante a un lugar más seguro y le había rogado que
permitiera a Romeu ayudarla. Luego le pidió que abandonara su puesto sin permiso
y se dirigiera a Gerona. Debió de perder el juicio. De modo que allí estaba,
sentado al pie de un árbol como un inútil, a cargo de los caballos y sin
atreverse a acercarse a la villa por temor a ser reconocido.
¿Y dónde estaba Romeu? Thomas cambió de postura, incómodo bajo aquel sol
ardiente, tratando en vano de quitarse de encima las persistentes moscas, que
habían sido atraídas por los caballos. ¿Conocía a su servidor a fondo? Cuando
Bellmunt entró por primera vez al servicio de la reina, su tío le recomendó a
este hombre diciendo que era inteligente, rápido y digno de confianza y que lo
mantendría a salvo de las intrigas de la corte. Pero ¿qué ocurriría si alguien
le ofrecía a Romeu una bolsa repleta de dinero y un puesto mejor por traicionar
a su nuevo amo y desbaratar esta insensata misión en la que se había embarcado?
Se sintió invadido por una profunda tristeza.
En aquel momento reparó en una figura que marchaba a paso rápido por el camino
de la puerta sur; vestía calzas azules y túnica azul y negra ajustada al cuerpo
(siguiendo la moda de la época) y llevaba un cinturón que le ceñía las caderas.
- Has tardado una eternidad, Romeu - le dijo
-. En todo este tiempo habrías
podido recopilar la vida e historias de todos los buenos vecinos de Gerona.
- Me ha sido difícil enterarme de la noticia, señor - respondió Romeu, casi sin
aliento -. Los disturbios han acallado las lenguas de los chismosos. Pero por
las calles circulan algunos rumores.
- Bien, ¿de qué se trata?
- Todo el mundo está convencido de que nuestro joven infante, el duque de
Gerona, está en la villa pero muy enfermo, al borde de la muerte.
- Esto no es una noticia - replicó Bellmunt con impaciencia
-. Todos saben que
lo llevaron a Gerona a causa de su salud. Que está al borde de la muerte es un
rumor malicioso que ha hecho circular el hermano de don Pere, el infante don
Ferran. La muerte del príncipe no ayudaría en nada a Ferran a estar más cerca
del trono. Doña Leonor tendrá muchos hijos.
Romeu escuchó esta vehemente declaración con una mirada de supremo aburrimiento.
- ¿Queréis conocer la noticia? Me ha costado bastante saberla.
- Desde luego.
- Han hallado el cuerpo de una monja benedictina en los Baños Árabes. La opinión
de la gente es que se quitó la vida.
- ¡Madre santísima! - exclamó Thomas, cayéndosele el alma a los pies
-. ¿Es
doña Sanxa?
Romeu se encogió de hombros.
- La persona que me lo ha dicho no sabía quién era.
- Es doña Sanxa - repitió Thomas
-. Ninguna otra cosa le habría hecho faltar a
nuestra cita.
- ¿Queréis que vuelva a Gerona, señor, y averigüe algo más?
- No, estúpido. Debemos regresar a Barcinona enseguida e informar a su majestad - replicó Bellmunt
-. Espera… tengo una idea mejor. Yo mismo iré a Barcinona.
Tú te quedas en Gerona y averiguas lo que puedas. Volveré pasado mañana.
Espérame al pie de este árbol, digamos… a la puesta del sol.
- Sería mejor más temprano, señor - dijo Romeu
-. Después de la puesta del sol
es más fácil que nuestros movimientos dentro y fuera de la villa llamen la
atención.
- Será una cabalgada muy dura - dijo Thomas, dando palmadas a su musculoso
semental.
- No para Arcont, señor - replicó Romeu -. No hay animal más veloz para
recorrer una gran distancia en toda Cathalonia. Si os marcháis de Barcinona a la
salida del sol, Arcont os traerá aquí mucho antes del atardecer. Os esperaré
hasta la puesta del sol.
- De lo contrario, regresa a palacio tan pronto como puedas.
- Sí, señor - respondió Romeu.
- ¿Qué es eso de que el niño no está aquí? ¿Dónde está? - La esposa del
castellano miró alarmada a la mujer que tenía frente a ella -. Ya es hora de
enviar el carro con la jaca para traer al médico.
- No lo sé, señora. Pensábamos que estaba fuera con su aya y el criado. Jacme
pasa mucho tiempo con el niño. - La joven sirvienta se sujetaba el delantal,
presa del pánico.
- ¿Fuera? ¿Dónde?
- No lo sé. He ido a las cuadras, pero no he visto ni a Jacme ni a Maria.
Tampoco estaban en la orilla del río.
- ¿Está con el fraile?
- Oh, no, señora. El fraile está todavía en la cama. Creo que anoche estuvo
fuera festejando el santo. Con sus compañeros sacerdotes, sin lugar a dudas - agregó con malicia.
- Bueno, ¡sácalo de la cama, pedazo de tonta! - Se detuvo a pensar
-. Debe de
estar con Maria. ¿Cuándo ha salido el aya?
- No sé - repitió la muchacha. Las lágrimas le corrían por las mejillas
-. He
ido a sus habitaciones, señora, para limpiar y barrer, y ya no estaban.
La dueña del pequeño castillo la aferró del brazo y la zarandeó.
- ¿Cuánto tiempo hace que te has enterado de su desaparición?
La respuesta fue un lamento: - A la hora del desayuno, señora.
- ¡El desayuno! - Pero a él le gusta tomar el desayuno fuera. Se sientan a la orilla del río, él
y Maria, y dan de comer a los pájaros y a los peces.
- Ve a buscar a tu amo y al criado inmediatamente. Y al fraile. ¡Corre, necia!
En el patio, los pequeños ruidos de la vida cotidiana penetraron a través de los
sueños de Isaach y lo arrancaron de la oscuridad aterciopelada de la
inconsciencia - matizada con colores recordados - para devolverlo a la rutina
diaria. A juzgar por la temperatura que había en el estudio, el sol ya estaba
alto en el cielo. Se levantó sintiéndose entumecido, con dolor en la espalda y
los brazos magullados, y comenzó los sencillos preparativos para las oraciones
matutinas. El murmullo de su propia voz pronunciando las antiguas frases lo
consoló en su oscuridad y proporcionó una momentánea sensación de orden en el
caos que lo amenazaba por todas partes. Después, cuando alargó el brazo para
coger una toalla, su mano rozó una taza que estaba fuera de lugar. Percibió que
se caía. Al intentar agarrarla, la precipitó con estruendo hacia su destino
fatal. La ilusión se había quebrado. Una maldición, rápidamente reprimida,
acudió a sus labios.
El ruido provocó un grito de pánico en el otro cuarto pequeño, contiguo al suyo.
- ¿Yusuf? - preguntó en voz alta.
Obtuvo como respuesta un sonido ahogado.
- Aquí dentro encontrarás agua para lavarte - dijo con su calma habitual
-. Yo
estaré en el patio. - Isaach salió de la estancia.
La voz de Judit, repentina y penetrante, surgió de la oscuridad.
- ¿Por qué tienes la cabeza vendada, esposo?
- Tengo un pequeño corte; no es nada.
- Te he oído hablar con alguien - dijo y se detuvo a esperar la respuesta
-.
Entonces, es verdad.
- La mañana parece agradable, querida - replicó Isaach, y se dirigió al banco de
la glorieta -. ¿Me traerías un vaso de agua? - Isaach hizo una pausa para que
esta petición la distrajera por un momento -. ¿Y qué es verdad? - preguntó en
tono inocente.
Percibió el ruido de los blandos zapatos de piel al rozar el suelo enlosado y el
frufrú de la falda rasgando el aire, cuando Judit, enfadada, fue a buscar agua
de la fuente y se la acercó.
- Que has traído a casa a un vagabundo, a un pordiosero musulmán que robará todo
lo que tenemos y nos matará mientras durmamos. Y que le has ofrecido un manto
muy bueno, y comida y la vieja cama de Ibrahim. Y cómo vamos a pagar todo esto,
no lo sé, con el aumento de los impuestos, dicen...
- Ibrahim pasaba todas las noches caminando de un lado a otro entre su cuarto y
mi estudio para asegurarse de que yo estaba sano y salvo, y de que no me había
movido de casa. Si hubiera seguido durmiendo allí, yo mismo lo habría matado y
la desgracia habría entrado en esta casa - respondió Isaach con calma -. Este
Yusuf es tranquilo.
- ¡Tranquilo! Ya lo creo. Astuto y ladrón. Esperará a que no lo estemos
observando y entonces...
- Le debemos casa y comida por haberme salvado la vida. Al volver a casa, me
topé con las turbas en la plaza de la catedral.
- ¡Dios nos libre! - exclamó Judit, jadeante
-. ¿En Gerona? Nos matarán,
quemarán nuestras casas como en Barcinona. Oh, esposo, debemos recoger a los
mellizos y todo lo que podamos llevarnos… Pero ¿qué pasó?
- Cálmate. No era más que un grupo de borrachos, entre los cuales algunos
arrojaban piedras. Entonces apareció el muchacho, Yusuf, que me cogió de la mano
y me condujo hacia un lugar seguro. El muchacho me demostró que tenías razón.
Siempre has querido que llevara conmigo un guía de confianza cuando anduviera
fuera del call.
- ¿Por qué no me despertaste? ¿Te hicieron daño? ¿Una piedra te hirió la frente?
- Estabas fuera de casa, con la mujer del rabino. Me golpearon varias piedras,
pero los hombres no tenían buena puntería; estaban demasiado borrachos. - Isaach
sonrió y rozó con afecto la mejilla de Judit -. Yusuf no tenía ningún deseo de
acompañarme hasta aquí, pero me condujo a través de tantas callejuelas que me
confundí, y lo obligué, con argumentos de alta moral, a que me trajera hasta el
call. Me di cuenta de que el muchacho, que era muy joven, estaba cansado,
aterido de frío y hambriento, por lo que decidí traerlo aquí a pesar de su
resistencia.
- Entonces, es un esclavo que se ha escapado. Nos llevarán a la fuerza delante
del Albedín y perderemos todo lo que tenemos por...
- Calla. Es más probable que sea un huérfano que perdió a sus padres en la época
de la peste. Valencia sufrió un gran golpe. Tan fuerte como el nuestro. Me
imagino que ha estado viviendo de su ingenio desde entonces. Parecía ir
descalzo, vestido con harapos y, aunque no se lo pregunté, supongo que llevaba
el trasero al aire. Era evidente que su ropa era para un niño más pequeño. Un
amo lo habría provisto de prendas que cubrieran su desnudez con decoro.
- Es moro - dijo Judit con obstinación.
- Lo es - replicó Isaach
-. Pero quizá no ladrón ni homicida.
La puerta se abrió y apareció Yusuf. Delante de Judit se encontraba un muchacho
de diez o doce años, muy delgado, con el pelo largo y descuidado y la cara
recién restregada. Sus ojos grandes expresaban terror, pero mantenía la cabeza
alta y la postura erguida. A pesar del pelo despeinado, de las piernas sucias y
de la túnica demasiado grande, era un niño guapísimo.
- ¿Quién eres? - preguntó Judit
-. ¿De dónde vienes?
- Soy Yusuf - respondió el muchacho - y vengo de Valencia.
- ¿De tan lejos? ¿Solo? No lo creo.
- Sí, solo.
- ¿Quién es tu amo?
- Yo soy mi propio amo.
- ¿Cómo has podido permanecer libre, si es que de verdad lo eres? - preguntó
Judit, en tono acusador.
- Soy libre - dijo Yusuf -. Tres veces caí en manos de ladrones y comerciantes
de esclavos y las tres veces logré escapar. La primera vez fue fácil, pues el
hombre estaba borracho; pero después todo resultó más difícil. Siento vergüenza
de haber sido atrapado finalmente por un ciego sólo porque advertí en él un
rostro bondadoso.
- Calla, muchacho - replicó Judit con rapidez -. Eres libre de ir a donde
desees. No necesitas quedarte aquí, buscando a ver qué puedes robar.
Los ojos de Yusuf vagaron hacia los restos de pan y de los pocos dátiles que
quedaban en la mesa de debajo de la glorieta.
- Yo no robo - replicó ofendido
-. Excepto, a veces, restos de comida para
saciar mi hambre. Nada más.
- No me lo parece - dijo Judit -. Recuerda, no albergaré a ningún ladrón en mi
casa.
Los dos se miraron con encono, sin decir palabra: Yusuf, con el mentón alto;
Judit, inclinándose hacia él.
Isaach irrumpió en esta momentánea quietud.
- Si deseas hacer una pausa en tu viaje durante uno o más días y pagar con
trabajo tu sustento y la ropa que llevas - dijo -, yo necesito un mensajero
rápido y cuidadoso que pueda llevarme por la villa y evitar que me pase algo. - Se volvió hacia su esposa
-. ¿No es verdad?
- Alguien, sí - replicó Judit -. Pero...
- Hasta que estés listo para continuar tu viaje - añadió Isaach
-. En esta
casa, un muchacho como tú puede conseguir vestido y calzado decentes y ganarse
el sustento. Al final del año, le damos otro juego de ropa y una moneda de
plata.
- ¡Isaach!
- Pero tú no deseas quedarte hasta el final del año; de modo que te arreglarás
con la comida y la ropa.
Judit continuó mirando a Yusuf con expresión de enfado, pero habló a su marido.
- Si se va a quedar aquí otra noche, Ibrahim debe llevarlo a los Baños. No está
en condiciones de que lo vean así con mi marido.
- Pero antes - dijo Isaach -, limpio o sucio, deseo que venga conmigo al
convento esta mañana. Al volver pasaremos por los Baños.
La puerta se cerró detrás de Isaach y del muchacho.
- Conozco el camino más rápido para ir al convento, señor - dijo Yusuf, cogiendo
al médico de la mano.
- Tranquilo, Yusuf. El convento no es nuestro único destino. Tenemos otras cosas
que hacer esta mañana - prosiguió Isaach -. Primero iremos al mercado, y luego
le haré una visita al escribano.
- Conozco a un escribano de la alcaicería, señor. ¿Queréis que os lleve?
- Es un escribano muy particular, Yusuf, que trabaja en el palacio del obispo y
en los tribunales de justicia. Para visitar su casa, debemos ir a Sent Feliu. Si
vas a ser mi guía de confianza - añadió -, es necesario que a veces seas el
guardián de mis secretos. ¿Estás dispuesto a ser mi guía? - preguntó -.
¿Aplazarías tu viaje por un tiempo?
Yusuf hizo una pausa.
- ¿Por cuánto tiempo? Pues debo cumplir con una solemne promesa, señor.
- El tiempo suficiente para que descanses, comas y crezcas un poco. Digamos
después de la tercera luna llena a partir de la que brillará dentro de cuatro
días.
- ¿Y entonces me liberaréis?
- No te tengo en cautiverio, Yusuf. Pero entonces yo mismo te apremiaré para que
prosigas tu viaje, si esto es lo que quieres. Te lo prometo. Bien, ¿estás
dispuesto a ser mi guía de confianza y el guardián de mis secretos?
Yusuf observó la sonrisa ligeramente irónica en los labios del ciego e hizo
gestos de negación con la cabeza.
- No sé, señor - replicó con voz turbada -. Los hombres no tienen por costumbre
confiarme sus secretos. Desde… - La voz del muchacho se fue apagando -. ¿Pueden
llevaros ante el juez, como un ladrón o un esclavo, si revelo adónde vais y qué
hacéis?
- No - respondió Isaach, riendo -. Sólo delante del más terrible de los jueces:
mi esposa.
- Sin duda sabré guardar un secreto delante de ella, señor - respondió Yusuf
-.
Es fácil ocultarle los secretos al enemigo.
- De momento mi esposa es tu ama, no tu enemiga. Muy pronto aprenderá a
apreciarte. No confía fácilmente en la gente. - Salieron por el extremo sur del
call y entraron en el núcleo comercial de la villa, donde una ruidosa y agresiva
multitud de compradores y vendedores, judíos y cristianos, reían, discutían y
regateaban a viva voz los precios de las exóticas mercancías importadas y de los
objetos locales, elaborados a mano con excelente habilidad. Los olores
embriagadores de las telas de lana teñidas y el cuero hábilmente trabajado
flotaban en el aire, como un mapa, indicándole a Isaach, con exactitud, por
delante de qué tienda estaban pasando. Isaach apoyaba la mano levemente en el
hombro de Yusuf mientras los dos se abrían camino a través de los puestos de los
vendedores del mercado, hasta que llegaron al del comerciante de especias. El
médico se detuvo a comprar jengibre fresco y canela para despertar el apetito de
doña Elisabet e hizo que Yusuf apresurara el paso hasta que cruzaron la puerta
norte.
- Ahora, camino del convento, nos detendremos en la casa del escribano,
Nicholau. Dobla por esa calle, al lado de donde está el zapatero remendón. Allí
vive mi hija, Rebeca.
Marcharon en silencio unos instantes.
- Este es mi secreto, muchacho - prosiguió por fin Isaach
-. Mi hija se casó
con un cristiano y ahora es una conversa. ¿Entiendes lo que es eso?
- Sí, señor. También los hay entre nosotros.
- Su hijo pequeño también es un cristiano. Mi esposa nunca lo ha visto. Tu ama
es una mujer muy religiosa y virtuosa, Yusuf. Mucho más religiosa y virtuosa que
yo. Quizá emplee palabras duras y desagradables, pero no te maltratará, porque
eres un niño y te encuentras, por lo menos temporalmente, a su servicio y es su
deber tratarte con amabilidad. Sin embargo, cuando cree tener la razón es más
dura que una piedra. Yo, por mi parte - añadió con aire reflexivo -, he
estudiado mucho. Cuando mis ojos todavía me respondían, leía las palabras de los
grandes filósofos y estudiaba los secretos de los grandes místicos; sin embargo,
nunca he alcanzado esa certidumbre acerca de la verdad y la rectitud. Giremos
por aquí.
Isaach anduvo un trecho y se detuvo. De la casa que había delante de ellos
salían ruidos de una pelea en su punto culminante.
- ¡Vete, entonces, borracho empedernido! - chilló una voz de mujer. Un niño
lloraba. Un hombre joven y desaliñado salió por la puerta, tambaleándose. Sin
mirar alrededor, se volvió en dirección a la puerta norte y a la catedral.
- Será mejor que esperes fuera - dijo Isaach, dirigiéndose hacia la puerta. Esta
se abrió.
- Padre, eres tú - dijo la bonita mujer que estaba en la entrada, y se deshizo
en lágrimas. La puerta se cerró.
Yusuf se instaló en el umbral dispuesto a esperar.
La abadesa Elicsenda movió la cabeza con expresión consternada.
- Sí, pertenece a nuestra orden. Observad el hábito. Pero no la había visto
nunca.
- ¿Puede haber venido de Tarragona? ¿Nadie os ha comentado nada?
- ¿Viajar sola? Recordad que nuestras hermanas no andan por los caminos como
frailes mendicantes, Ilustrísima. - Se hizo a un lado para que la luz le diera
en el rostro -. Tiene un aire familiar, pero no la reconozco. Conozco a muchas
de nuestras hermanas de Tarragona, y esta mujer no es ninguna de ellas.
- Creería que no es una monja antes que pensar que vos no reconocéis a alguien
de vuestra congregación - dijo Berenguer de Cruilles.
La abadesa le dirigió una mirada interrogativa.
- Monja o no - dijo con calma -, ¿cómo consiguió meterse en los Baños? Por la
noche están cerrados con llave, ¿no es verdad?
- Me temo que el honrado encargado anoche estuvo celebrando la fiesta en honor
de su homónimo, el buen Sent Johan, y fue traicionado por Baco, lo mismo que
unos cuantos más - respondió el obispo -. Pero ¿cómo es que la monja se
encontraba en los Baños? - preguntó repentinamente -. ¿Cuántas llaves hay? - Se
volvió hacia Johan, que estaba acurrucado y triste cerca de la puerta.
- Sólo la mía, Ilustrísima - contestó Johan, tragando saliva
-. Y la de mi amo,
pero él está fuera.
- Ya lo sabemos. ¿Y tú cerraste las puertas con llave, anoche?
- Sí, Ilustrísima.
- ¿Y no le entregaste la llave a nadie?
- Sí, Ilustrísima. Es decir, no. No le di la llave a ningún hombre.
- ¿Tampoco a una mujer? ¿Cómo puedes saberlo, Johan? Anoche te vi; no sabías ni
cómo te llamabas, así que mucho menos dónde se encontraban tus llaves. ¿Cómo
sabes que nadie te las robó y te las devolvió luego, mientras dormías?
- No lo sé, Ilustrísima. - El sudor le corría por la frente.
La abadesa se apresuró a intervenir.
- Gracias, Johan, por tu ayuda y tu testimonio sincero. Sor Marta se ocupará de
que te refresques un poco. Puedes retirarte. - La religiosa esperó a que se lo
llevaran y a que la puerta estuviera cerrada antes de volverse hacia el obispo
-. Soy incapaz de imaginarme a una mujer desesperada, buscando a este hombre
para arrebatarle las llaves con el propósito de entrar en la casa de los Baños
sólo para quitarse la vida.
- ¿Suponéis que esta mujer se cortó el cuello ella misma, doña Elicsenda? - preguntó Berenguer.
- ¿Y que después se arrojó a la piscina? No lo creo. Pero es muy difícil
considerar otra alternativa.
- ¿Era una monja? - preguntó el obispo.
- Ahora lo veremos - dijo Elicsenda. La mujer hizo a un lado la toca manchada y
desgarrada, echó el velo hacia atrás y extrajo un largo y espeso mechón de pelo
rojo -. No - dijo en tono frío, sosteniendo el mechón de pelo para que el
obispo lo examinara -. No con este pelo. Quizá sería mejor decir que no es
probable.
- Entonces, ¿por qué se vistió de monja para enfrentarse a la muerte?
- Esto no puedo saberlo - respondió la abadesa
-. Salvo que fuera para pasar
inadvertida por las calles.
El obispo estaba concentrado en el rostro pálido de la mujer muerta y apenas si
reparó en la respuesta de la abadesa.
- Le noto un aire familiar - dijo Berenguer
-. ¿Podríais quitarle la toca y el
velo?
- Yo lo haré, doña Elicsenda. - Sor Agnes levantó el cuerpo rígido lo suficiente
para aflojar los cordones y los alfileres del griñón y, con sumo cuidado, quitó
el velo y la toca. Arregló el pelo espeso lo mejor que pudo y estiró el hábito.
El obispo inhaló profundamente y dio un paso atrás, como para alejarse del
cuerpo que estaba sobre la mesa.
- Habría preferido que este cuerpo se hubiese encontrado en otra parte - dijo al
fin.
- ¿Quién es, Ilustrísima? - preguntó sor Agnes.
- Esto nos pone en una situación comprometida - murmuró la abadesa.
- No podría ser peor - acotó Berenguer
-. La forma en que murió la ha
desfigurado un poco, pero hay una sola mujer en la región con este rostro… y
este pelo - añadió -. La ropa de monja me impedía reconocerla.
- Era, sin duda, lo que ella se había propuesto - replicó la abadesa.
- Pero ¿por qué la primera dama de honor de doña Leonor vendría vestida de monja
a Gerona?
- Para buscar refugio en mi convento - contestó Elicsenda. En sus mejillas
aparecieron unas manchas de rubor -. Cuando las sanguinarias intrigas de la
corte llegan al claustro y afectan a mis monjas, algo debe hacerse.
Berenguer de Cruilles miró a las dos mujeres.
- Y se hará, pero a su debido tiempo - dijo
-. Creo que no sería prudente
todavía mencionar su nombre o contarle a nadie la manera en que ha muerto hasta
que descubramos algo más al respecto - prosiguió el obispo -. ¿Cuánto hace que
está muerta?
- El cuerpo está rígido - contestó sor Agnes -. De todas formas, el médico ha
venido a ver a doña Elisabet. Quizá él nos pueda dar más detalles.
- El médico no es ningún chismoso - señaló la abadesa
-. Esperemos hasta que lo
llamen. Cuando haya examinado el cadáver, habrá que prepararlo y llevarlo con
decoro a la capilla. Rogaremos por su alma con fervor y cumpliremos con la misma
ceremonia que llevaríamos a cabo si se tratara de una de nuestras hermanas en
Cristo.
- Muy encomiable - dijo Berenguer -. Y muy sensato, también, por supuesto. - El
obispo volvió a mirar el cuerpo de la mujer -. Me gustaría hablar con el
médico. Después lo traeré para que examine el cadáver.
Isaach tocó la cabeza y la mandíbula de la muerta y dio un paso atrás. Acercó
los dedos a la nariz y los olfateó.
- Puedo deciros que la mataron entre laudes y la prima, de acuerdo con el nombre
que vosotros dais a las horas.
- Sois muy preciso, maese Isaach. ¿Estáis seguro? - preguntó la abadesa.
- Muy seguro. Las hermanas estaban cantando laudes cuando dejamos el convento
anoche. Casi en aquel mismo momento, esta señora pasó corriendo por nuestro
lado. Aún estaba viva. Johan dice que la encontró poco después de la prima.
Entonces ya estaba muerta.
- Yo no la vi - dijo Berenguer.
- Estoy seguro de que ella procuró que así fuera, ya porque la muchacha supiera
de mi ceguera, ya porque considerara que vos erais el testigo más peligroso.
Cuando sor Marta nos abrió la puerta del convento, esta mujer salió corriendo y
pasó justo entre mi cuerpo y la puerta, dejando un fuerte perfume a almizcle,
jazmín y miedo. Todo lo que queda ahora es el almizcle y el jazmín en su pelo.
El miedo murió con ella.
- Entonces, estaba en el convento, disfrazada como si fuera una de nuestras
hermanas - dijo la abadesa.
- Seguro que alguna de nosotras la habría visto - acotó sor Agnes.
- Quizá tenía una amiga que la protegía - dijo la abadesa
-. En la sección
nueva hay habitaciones donde los trabajadores ya han terminado su trabajo. Nadie
entra allí salvo con el arquitecto para inspeccionar el lugar. Podría haber
estado escondida allí.
- Pero ¿con qué propósito? - preguntó sor Agnes -. ¿Por qué esconderse en el
convento? Cualquier mujer que buscara asilo en el convento sabría que le sería
concedido.
- Para ningún buen propósito, Agnes - dijo la abadesa con impaciencia
-. Pero
¿quién podrá descubrir la razón, Berenguer? Mis monjas no pueden ir por la
villa, tratando de averiguar quiénes quieren aprovecharse de nuestra protección.
- Tenéis razón - replicó el obispo
-. Enviaré a mi guardia...
- Disculpad que me entrometa en vuestras deliberaciones - terció Isaach -, pero
la guardia del obispo es tan conocida como vos misma, señora, o como su
Ilustrísima. Si intentan averiguar algo acerca de monjas o extraños, enseguida
será un secreto a voces. En cambio, yo ando por todas partes y pregunto cosas a
todo el mundo. Puedo hacerme cargo de la investigación y manteneros informados.
- Es muy amable por vuestra parte, maese Isaach - dijo la abadesa, en tono
indeciso.
- ¿Puedo hablaros un momento, señora? - preguntó Berenguer. El obispo salió al
corredor y la abadesa lo siguió -. El ofrecimiento del médico es muy
interesante. Sería aconsejable tenerlo en cuenta.
- Pero Ilustrísima, considerad de quién se trata. Es indiscutible que un asunto
que pertenece a la Iglesia debería estar en manos de alguno de nosotros.
- No, si no estamos en condiciones de llevarlo a cabo, doña Elicsenda.
- Muy bien, don Berenguer - dijo la abadesa mientras sus ojos expresaban bien a
las claras que la responsabilidad recaía en el obispo. Volvió a entrar en la
habitación enseguida -. Decidme, maese Isaach - señaló la religiosa -, ¿de qué
manera podríais ocuparos de un asunto tan centrado en el convento? Me temo que
no tendríais la oportunidad de hacer averiguaciones.
- Entre mis pacientes hay toda clase de personas y muy pocas temerán las
indagaciones de un ciego. Sin embargo, como bien sabéis, mi sentido del oído
está muy desarrollado.
- ¿Esto es suficiente? - preguntó la abadesa -. ¿Sin que el don de la vista
pueda ayudaros?
- Raquel representa mis ojos, señora, y ahora que ella está al cuidado de doña
Elisabet, tengo un pequeño ayudante de mirada penetrante y pies rápidos. Entre
los dos, no hay lugar donde no podamos meternos ni nada que no podamos observar,
excepto dentro de vuestras celdas. Cuando averigüe la razón de la extraña
conducta de esta importante señora y quién es el responsable de su muerte, os lo
haré saber.
- Entonces, aceptamos vuestro ofrecimiento de ayuda con mucha gratitud, maese
Isaach - replicó Elicsenda con afabilidad.
- Temo que vuestras averiguaciones os lleven a situaciones peligrosas, amigo
Isaach - dijo el obispo -. En caso de que necesitéis a mi guardia, enviadme a
vuestro veloz asistente. Dadle esto. - Berenguer le entregó a Isaach un anillo.
El médico repasó el dibujo del oro con la yema de los dedos.
- ¿Estáis seguro de que queréis confiarme esto?
- Siempre os he confiado algo más que el mero símbolo de la fortuna familiar,
amigo. Os he confiado mi vida y la vida de mi adorada sobrina. En comparación,
el anillo es una nimiedad.
Capítulo 4
En los terrenos pertenecientes al pequeño castillo, un grupo de hombres y
algunos perros se desplegaron en abanico cerca del río para inspeccionar la
hierba y la maleza. Don Aymerich, el castellano, estaba de pie sobre una loma,
oteando el horizonte.
- ¡Por Dios bendito, haced algo! ¡No os quedéis ahí, mirando como panolis, sin
hacer nada! - exclamó su esposa Urraca con desesperación. Delante de ellos no
veía más que desolación y tenía el ánimo alterado a causa del miedo -. Nunca
encontraréis al príncipe mirando al cielo.
- Pero seguro que encontrará pájaros, doña Urraca.
La mujer de don Aymerich se quedó sin aliento a causa del susto. Un hombre alto
con hábito de franciscano apareció en la loma como por arte de magia; presurosa,
doña Urraca se volvió y le hizo una reverencia.
- ¿Pájaros, señor conde?
- Desde luego, señora. Durante una cacería siempre hay que buscar pájaros. La
presa se encontrará donde los pájaros estén alzando el vuelo. ¿No es así, don
Aymerich?
- Es verdad, señor. Y si escuchamos con atención - añadió con impaciencia -,
quizá oigamos al niño. O a Petronilla. Ladrará cuando descubra el rastro.
- El príncipe no llora con facilidad - dijo la mujer, haciendo gestos negativos
con la cabeza.
- Mi protegido temporal es valiente - replicó el franciscano con amabilidad, y
se volvió a Aymerich -. Creo que deberíamos coordinar la búsqueda - murmuró -.
Es culpa mía, no vuestra. Anoche oí que la gente estaba alborotada, de modo que
me quedé vigilando la torre donde vive el príncipe; cuando todo pareció calmarse
confieso que yo también busqué la cama para descansar. Fue un error. - Miró sus
hábitos de fraile -. Esta ropa es incómoda para la caza, ya sea de aves o de
hombres, pero creo que de momento conservaré el disfraz.
- Desde luego, señor.
- ¿Han encontrado a su aya?
- Esa mujer sucia y haragana ha desaparecido - soltó doña Urraca
-. Y también
Jacme, el criado; no confío en él. Cada vez que alguien da un paso, allí está
él, escuchando detrás de las puertas y espiando.
- Miquel ha ido a la villa a buscarlo - murmuró don Aymerich.
- A Miquel le cuesta incluso encontrar la cena en su plato - replicó doña Urraca
con amargura.
- Entonces lo ayudaré tan pronto como ensillen mi caballo. - El conde Huc de
Castellbo se alejó a grandes pasos hacia las cuadras; a pesar del hábito, lo que
menos parecía era un fraile.
- Y continuaremos la búsqueda desde aquí. - Don Aymerich volvió a mirar el
cielo, pero sus ojos reflejaban la misma tristeza y desesperanza que la mirada
de su esposa, fija en el suelo.
- ¿Cómo está doña Elisabet? - preguntó Isaach, cerrando tras de sí la puerta que
daba a la sala de la enferma, y se acercó a la cama con delicadeza.
- Ahora duerme - contestó su hija
-. Se ha despertado una vez y ha tomado la
infusión de hierbas y corteza contra la fiebre. Después se ha sumido en un sueño
profundo. - Se advertía preocupación en el tono apagado de su voz.
Isaach se detuvo al lado de la cama, escuchó e hizo gestos de negación con la
cabeza.
- Una vez que remite la fiebre, es normal que la enferma duerma profundamente.
Raquel habló en un murmullo: - Padre, viéndola ahí dormida, parece una copia calcada de nuestro señor, el
rey. Como si tuviera el cuerpo de una mujer y la cabeza de un hombre. La monja
anciana dice que el diablo está trabajando dentro de ella para robarle el alma
antes de morir. - Raquel se aferró a la mano del padre -. ¿Crees que es verdad?
- ¿Desde cuándo va el diablo por el mundo encarnado en nuestro buen rey? - preguntó Isaach, con voz disgustada
-. Don Pere es nuestro señor y protector
terrenal. Le debemos mucho. Ya nos ha salvado muchas veces de la plebe
ignorante, y sospecho que pronto necesitaremos su ayuda una vez más. - Hizo una
pausa y sonrió a su hija -. Doña Elisabet tiene una razón más convincente que
esta mera travesura diabólica para parecerse al rey, hija mía. Pero no es
discreto hablar de ello aquí. Examinemos la herida.
La estancia aún estaba impregnada del aroma de las hierbas quemadas y el
burbujeante mejunje que había sobre la repisa de la chimenea, pero el hedor a
infección y putrefacción casi se había disipado. Una voz ronca que salía de la
chimenea comenzó a murmurar diferentes fragmentos de canciones en una mezcla de
latín y romance catalán.
- ¿Cuánto tiempo hace que la monja anciana está así? - preguntó Isaach con
impaciencia.
- Horas, padre - respondió Raquel. Había lágrimas en sus ojos mientras estiraba
las crujientes sábanas como una autómata -. Creo que tiene una jarra de vino
bajo la falda - susurró.
- Nos ocuparemos de ella más tarde. Pon mi mano sobre la frente de doña Elisabet - murmuró Isaach. Apoyó suavemente la mano en el cutis de la muchacha
-. Tiene
la frente húmeda y un poco más fresca. Muy bien. ¿Le has cambiado las vendas?
- Dos veces, padre. Y las dos veces he lavado la herida con vino y le he
colocado una cataplasma nueva.
- Déjame tocar la piel que rodea la herida - dijo Isaach.
La muchacha guió la mano y observó cómo su padre examinaba la zona con suma
delicadeza. El médico se incorporó, aparentemente satisfecho con el resultado de
su exploración.
- ¿Estáis despierta, doña Elisabet? - preguntó.
- Sí, maese Isaach. - La voz de la joven sonaba poco clara a causa del sueño.
- Reconocéis a vuestro médico. Es una buena señal. ¿Cómo se produjo esta herida? - continuó, en el mismo tono reservado.
Elisabet abrió los ojos y parpadeó.
Raquel se inclinó para acercarle una copa de agua a los labios.
- Bebed antes de hablar, señora.
La muchacha bebió casi toda el agua y dejó caer la cabeza hacia atrás.
- Gracias, Raquel. Ya ves que también sé tu nombre - añadió
-. En cuanto a mi
herida, ¿cómo ocurrió? - prosiguió -. No fue nada; una insignificancia, pensé.
- Habladme de esa insignificancia - dijo Isaach mientras sus dedos hurgaban con
afán en el cesto.
- Estábamos ocupadas con nuestras labores - comenzó la muchacha
-. Yo buscaba
en mi costurero un hilo de seda marrón para bordar una mosca volando, en una
escena de caza...
- ¿Y entonces…?
- A alguien se le cayó el costurero y volcó mi bastidor; cuando intenté cogerlo,
la muchacha cayó sobre mí y me pinché con una aguja.
- ¿De quién era la aguja?
La muchacha hizo un débil gesto de negación con la cabeza.
- En la confusión, pensé que era la mía - dijo con voz lenta
-. Pero ahora no
estoy segura. Quizá era la de mi compañera. Sin embargo, creo que fue una acción
inocente. - La muchacha hablaba con gran dignidad -. Quienquiera que fuera,
debió de temer un castigo.
- Esperemos que, con la ayuda del Señor, las consecuencias de esta acción
inocente no se dejen sentir por mucho tiempo - replicó Isaach -. Ya habéis
hecho suficiente esfuerzo. Descansad y haced lo que Raquel os diga, señora, y
todo saldrá bien. Vuestro tío se pondrá muy contento.
Un golpe en la puerta interrumpió el diálogo. Isaach se volvió en esa dirección.
- ¿Quién es?
- Sor Agnes, maese Isaach. ¿Puedo hablaros un momento?
- Quédate aquí con tu paciente, Raquel - murmuró Isaach
-. Averiguaré qué es lo
que preocupa a sor Agnes.
Raquel vio a su padre salir de la habitación y cerrar la puerta tras de sí con
firmeza. Después se alejó unos pasos de la cama e irguió la espalda y los
hombros cansados. Estaba exhausta. Desde que la habían despertado por la noche
para ir al convento no había dormido, sólo había dormitado con intervalos, unos
minutos, mientras velaba a su paciente dormida. La escena que la rodeaba,
pintada con los colores del agotamiento, había ido adquiriendo rasgos de
pesadilla. La luz del día se filtraba débilmente a través de las estrechas
ventanas de arco, iluminando la habitación con un reflejo velado. Un solo rayo
de sol caía sobre el fuego agonizante y el carbón encendido en el brasero,
absorbiendo sus matices rojos y anaranjados y dejando pálidas lenguas de fuego
que fluctuaban en la pared de piedra; el humo arrojaba una niebla azulada sobre
toda la escena. El calor en la habitación era sofocante. La muchacha se sentía
como si se hubiera introducido en una de aquellas escenas del infierno
representadas en las láminas pintadas que poblaban los libros de su padre. Junto
a la chimenea, en el rincón, la anciana monja musitaba y cacareaba para sí misma
como un espíritu infernal; de vez en cuando cogía la jarra que tenía entre los
pies, llenaba la copa de madera salpicando alrededor y bebía.
- Hola, hermosa hija de Israel - dijo
-. Deja en paz a la agonizante bastarda
del usurpador y ven a beber conmigo. Sé quién eres y qué eres, y quién y qué es
ella. Hermoso trío para estar en un convento. - La voz se transformó en una
carcajada y se fue desvaneciendo hasta que la mujer dejó caer la cabeza sobre el
pecho y se puso a roncar.
Raquel temblaba y permaneció en silencio.
Isaach cerró la puerta tras de sí.
- Decid, hermana - murmuró.
- La abadesa, en cuanto se ha enterado, me ha dado instrucciones de que os
informara directamente, maese Isaach - dijo sor Agnes. Con las prisas, las
palabras le salían desordenadas, mezclándose unas con otras.
- ¿Que me informarais de qué?
- Del frasquito. Este que tengo en la mano.
- ¿Qué frasquito, sor Agnes?
- Lo ha descubierto entre la ropa de doña Sanxa. Cuando estaba preparando el
cadáver. Vos habéis hablado de perfume, de modo que lo he destapado, pero no
huele ni mucho menos a perfume.
Isaach extendió la mano para coger el frasquito. Lo hizo rodar en la palma de la
mano, lo olió y luego le quitó el corcho. También lo olió, tocó el extremo
humedecido y frunció el entrecejo. Frotó el líquido entre el pulgar y el dedo
índice y, con mucha delicadeza, se acercó los dedos a la punta de la lengua. El
gusto era amargo.
- No recomendaría a nadie que lo bebiera - señaló con voz cortante mientras
sacaba un trapo de la túnica y se limpiaba la mano enérgicamente.
- ¿Qué es? - preguntó sor Agnes.
- ¿Tiene algún color?
- No exactamente - respondió sor Agnes, indecisa
-. Es un licor oscuro y de
aspecto turbio.
- Algo extraño para llevar de visita a un convento. - Hizo una breve pausa
-.
Creo que debería hablar con la hermana Elicsenda sobre este asunto.
Bajaron por la sinuosa escalera. Sor Agnes abrió la puerta de una habitación
fresca y aireada y le pidió a Isaach que esperara.
Isaach se paseó por la habitación, calculando sus dimensiones, mientras no
dejaba de tocar con la lengua el cielo del paladar, reflexionando acerca de los
problemas surgidos por la presencia del frasquito. Unos pasos rápidos y el suave
frufrú de una tela anunciaron el regreso de sor Agnes y la abadesa.
- Maese Isaach - dijo Elicsenda con firmeza -, estoy a vuestra disposición.
- Doña Elicsenda, os agradezco que hayáis venido enseguida. He estado examinando
el frasquito que sor Agnes me ha traído. No me he puesto más que la centésima
parte de una gota en la punta de la lengua y, por su efecto, diría que se trata
de un poderoso narcótico. Dos o tres gotas harían dormir a cualquiera. Con diez
o veinte, no despertaría jamás. Me imagino que estaba destinado a doña Elisabet. - Isaach hizo una pausa
-. Aun en este refugio, temo por su seguridad.
- Pero, seguramente, con la muerte de doña Sanxa el peligro ya ha pasado - dijo
sor Agnes.
- Sin duda - replicó Isaach -, sin embargo...
- Estoy de acuerdo con el médico - dijo la abadesa
-. La muchacha está a
nuestro cargo, sor Agnes. Es nuestra hija espiritual y debemos protegerla como
tal.
- Raquel es una cuidadora muy atenta - añadió Isaach - pero está sola. Con
dieciséis años, debe dormir de vez en cuando.
- Sor Benvenguda, nuestra enfermera...
- Creo que no, doña Elicsenda. ¿La conocéis a fondo?
La abadesa hizo una pausa.
- No demasiado. Es muy hábil - dijo al fin -. Pero hace sólo tres meses que
llegó de Tarragona. La peste se ha llevado a todas las hermanas del convento que
cuidaban a los enfermos salvo a sor Tecla, que se ha vuelto demasiado vieja y
débil para seguir con la tarea.
- Alguien en quien vos tengáis absoluta confianza debe quedarse con Raquel en
todo momento. Además, a sor Tecla hay que alejarla; bebe vino y se emborracha...
- ¿Se emborracha? ¿Quién le ha dado vino? - preguntó la abadesa.
- No lo sé - respondió sor Agnes -, pero lo descubriré muy pronto. Tiene esa
debilidad...
- ¿Y esa debilidad es conocida por todos?
- Sí - respondió la abadesa en tono impaciente
-. Ha luchado contra ello
durante muchos años. Pero si alguien le diera vino… - Se calló -. Eximiremos a
sor Agnes de sus deberes habituales para ayudar a su hija.
- Muy bien, señora - dijo sor Agnes.
- No dejéis que se le acerque nadie salvo nosotros dos - dijo Isaach
-. Ese
extraño frasquito encontrado entre las ropas de la falsa monja me preocupa.
Yusuf estaba sentado a la sombra de una pared cercana a las puertas del
convento; dibujaba figuras en el polvo y se preguntaba por qué había aceptado
quedarse con el médico. ¿Por qué no se levantaba y se iba inmediatamente? El
postigo que se usaba para las tareas cotidianas estaba abierto; era poco
probable que la monja gorda que vigilaba corriera tras él. Sin embargo, se
quedó; siguió haciendo dibujos, atrapado por una extraña debilidad que le
inmovilizaba las piernas y le embotaba la cabeza. En las últimas veinticuatro
horas había dormido y comido más que en todos los días pasados y, no obstante,
el cuerpo parecía pedirle más. Pensó en la mesa que había bajo la parra del
patio de maese Isaach, repleta de manjares: dátiles, higos, albaricoques y queso
fresco batido con miel y nueces picadas. La imagen se disolvió y la mesa se
convirtió en una gran mesa de banquete, que crujía bajo el peso de la comida:
pasteles con especias, chorreando miel; mermeladas aderezadas con el fuerte
aroma de las rosas; confituras espesas y pegajosas; porciones de arroz
amarilleado y aromatizado con azafrán; albóndigas de carne frita con jengibre y
cardamomo, y otras especias cuyos nombres no recordaba...
- ¡Yusuf! - le llamó una voz desde arriba
-. Es hora de llevarte a la casa de
los Baños y de que te laves un poco, o se hará tarde para llegar a casa a la
hora de la cena.
El muchacho se despertó con un sobresalto y, asustado, se puso de pie con
movimientos torpes. Tardó un momento en darse cuenta de dónde estaba.
- Sí, señor - respondió.
El sopor de la tarde comenzó a vaciar las calles del pueblo. El traqueteo de las
ruedas sobre el empedrado y los gritos de los vendedores de baratijas se fueron
apagando. Los comerciantes cubrieron sus mercancías y cerraron las tiendas. De
todas partes llegaba el olor de los alimentos que se hervían, horneaban o asaban
sobre el fuego. Johan el Grande había terminado de vaciar y limpiar la piscina
central y se disponía a cortar el pan y el queso de la cena cuando llegaron
Isaach y Yusuf.
- ¡Hola! ¡Johan! - gritó Isaach desde lo alto de las escaleras que bajaban hasta
los Baños. Su voz resonó en el recinto fresco y tenuemente iluminado del
vestíbulo -. Aquí traigo un muchacho que necesita un buen restregón.
- Buenas tardes, maese Isaach - dijo Johan desde la oscuridad de su rincón
privado -. La piscina central está cerrada...
- El obispo ya me ha informado - replicó Isaach
-. Pero ¿podemos bañarlo, de
una forma u otra?
- Está la piscina pequeña. Y agua caliente. ¿Este muchacho se llama Yusuf?
Yusuf miró a aquel gigante que se elevaba ante él.
- Sí, señor. Yo soy Yusuf.
- Aquí tengo ropa limpia; la ha traído tu ama.
- Bien. Llévatelo y dale un buen baño - dijo Isaach con aire alegre
-. Y
vístelo con la ropa limpia. Si me consigues un banco, me sentaré a descansar.
La meditación tranquila de Isaach se vio interrumpida por unos gritos de
protesta.
- ¡No me lo quitaré! - Las palabras resonaban como gritos agudos en el techo
abovedado y rebotaban en las baldosas. Un murmullo grave y profundo las
acompañaba.
Isaach fue palpando la pared con la mano y el bastón y se encaminó, pasando bajo
un arco, hacia la dirección de la que procedían las voces. Cuando creyó que ya
le podían oír, dijo: - ¿Yusuf? ¿Johan? ¿Qué sucede? Para bañarte debes quitarte la ropa, Yusuf. No
hay de qué avergonzarse.
- No es eso, señor - replicó Yusuf, a punto de romper a llorar.
- Es la bolsa de monedas que le cuelga del cuello - aclaró Johan
-. Es de cuero
y se empapará de agua. No quiere dármela para que se la guarde.
- ¿Me la darás a mí hasta que estés bañado y seco? - preguntó Isaach en tono
amable -. Te la guardaré con sumo cuidado. - Se acercó a las voces, siguiendo
la pared a tientas. Hubo una pausa.
- ¿Juráis solemnemente por el único Señor que los dos veneramos, aunque de
manera diferente, y por la verdad y honor de vuestros antepasados, que me la
devolveréis sin abrirla tan pronto como os la pida?
- Es un juramento un tanto complicado, pero sí, lo juro - respondió Isaach,
tratando en lo posible de que no se notara el tono divertido de su voz -. Te la
devolveré tan pronto como me la pidas, sin abrirla, por ese mismo Señor. Y por
mis antepasados. ¿Puedo preguntarte qué hay en ella que sea tan valioso?
- Es valioso sólo para mí, señor - contestó Yusuf, en voz baja
-. Se trata
simplemente de un escrito en mi propia lengua que no quisiera perder.
Cuando el muchacho cogió en sus manos la bolsa de cuero que llevaba colgada al
cuello con una resistente tira de cuero, Johan el Grande advirtió que no
contenía ninguna riqueza material - ni monedas redondas de oro, ni gemas
brillantes de superficie irregular - y su curiosidad se evaporó como el rocío
del verano. Isaach se inclinó para que Yusuf le colocara la bolsa alrededor del
cuello; el muchacho se volvió y fue hacia donde estaba Johan.
- Quédate de pie mientras te quito el barro que tienes pegado - dijo el
encargado de los Baños -. Después te pasaré un cepillo. - Le echó encima agua
templada, que sacó con un cazo de la misma piscina, antes de acercar dos enormes
jarras que estaban colocadas sobre el fuego en el otro rincón. Las apoyó al lado
de una pequeña fuente por la que discurría una corriente de agua pura y fría. Se
subió la túnica y se sentó en el borde de la piscina pequeña.
Yusuf se metió en la piscina y se quedó de pie, temblando, delante de Johan el
Grande. El olor y el contacto con el agua desataron en el muchacho otra oleada
de recuerdos del verano: el sonido del agua al salpicar, la risa de mujeres, el
sol tibio que acariciaba su piel y las altas palmeras que se mecían suavemente
al viento y le ofrecían una sombra dulce y fresca. Las lágrimas le enturbiaron
los ojos; furioso, hizo a un lado los recuerdos.
Johan lo frotó con una esponja y jabón suave hasta que la piel le quedó
brillante, y con la espuma le recogió el pelo sobre la cabeza.
- Espera aquí - le dijo, y fue en busca de las jarras. Cogió un cucharón y les
añadió agua fría con mano experta.
El agua caliente cayó sobre la cabeza de Yusuf como una ráfaga de fuego que se
llevó el jabón y la suciedad. Miró su piel desnuda, sin ninguna costra de mugre;
miró sus delgadas extremidades de huesos sobresalientes, cubiertas de arañazos,
cardenales y parches alternados con piel pálida y oscura en los lugares donde el
sol se había abierto paso entre sus prendas desgarradas. Nunca, ni siquiera en
los días más tristes de su viaje, se había sentido tan pobre y tan sucio.
- Eso es, muchacho - dijo Johan el Grande
-. Tu aspecto ahora dice mucho en mi
favor. Limpio como nadie, de los pies a la cabeza. Te pondría en agua fría para
refrescarte, pero eres tan pequeño y estás tan delgado que temo que sería
demasiado para ti. Ahora, déjame secarte y ver cómo te quedan las prendas
nuevas.
Johan lo envolvió en una gran sábana de lino y recogió un fardo de ropa doblada
con esmero.
- Vuestra ropa, joven señor.
Yusuf se llevó la mano a la nuca desnuda y dejó caer la sábana.
- Pero mi… - El muchacho hizo una pausa
-. ¡Mi bolsa! - gritó con voz llena de
pánico -. Señor, ¿todavía tenéis mi bolsa de cuero?
Isaach se adelantó unos pasos y extendió la mano hasta tocar el pelo húmedo del
muchacho. En actitud seria, se quitó la bolsa de cuero del cuello y la colgó en
el de Yusuf.
- Ya ves - dijo -, he cumplido mi promesa. Ahora vístete antes de que te
enfríes.
Yusuf cogió una camisa de lino y se la pasó por encima de la cabeza. Se ató los
holgados calzones con cintas debajo de las rodillas y se puso una túnica suelta
de fina tela marrón. Se calzó las sandalias, tirando de los cordones para
compensar la diferencia de tamaño, y denegó con la cabeza. El ama era una
extraña mujer; ¡vestir tan bien a alguien a quien detestaba tanto!
- Este lugar es muy fresco y agradable - dijo Isaach -. El obispo dice que lo
mantienes en un admirable estado de limpieza y buen funcionamiento.
- El obispo es un hombre amable y generoso - indicó Johan
-. Decir algo así…
Por eso encontrar a una religiosa muerta en la piscina me dejó casi sin aliento.
- No vienen aquí con regularidad, ¿verdad? - preguntó Isaach
-. Me refiero a
las monjas.
- Nunca - contestó John el Grande rápidamente.
Isaach casi lo oía sudar.
- Cuando la sacaste del agua… acababan de dar la hora prima, ¿no?
- Fue algo más tarde.
- ¿Una hora después?
- El sol estaba alto y brillaba.
- ¿El cuerpo estaba tieso?
John el Grande se relajó. El hombre no se movió ni pronunció palabra, pero su
alivio era tan palpable que Isaach lo percibió.
- Sí. Un poco por la cabeza. Ahí es donde empieza la rigidez. He ayudado a
cargar otros muertos, lo sé por eso.
- De modo que aproximadamente una hora después de la prima el cuerpo comenzó a
ponerse rígido. Murió después de laudes, quizá al cabo de una o dos horas.
«Y en ese momento - reflexionó -, los alborotadores pasaron del ruido a la
violencia. Y el obispo vio a Johan el Grande demasiado borracho para recordar
siquiera su propio nombre.»
Se oyeron unos pasos ligeros en el suelo duro.
- Mi ropa nueva es muy bonita, señor - dijo Yusuf
-. Me gustaría que pudierais
verla.
- A ver, dame esos harapos - dijo Johan el Grande -. Los echaré al fuego por
ti.
- Creo que los conservaré - replicó Yusuf -. Puede que algún día los necesite.
El conde Huc de Castellbo había inspeccionado la aldea - cinco o seis viviendas
adosadas a las paredes del castillo - y recorrido la campiña entre el castillo
y Gerona, pero fueron don Aymerich y sus exploradores, dirigidos por el agudo
olfato de Petronilla, quienes encontraron a la niñera, Maria. La mujer yacía en
un pequeño hoyo cerca del camino, oculta por la hierba alta. Le habían cortado
el cuello. A su lado había un fardo envuelto en un pañuelo de vivos colores. El
castellano, don Aymerich, lo recogió y lo desató; de él cayeron algunas mudas de
ropa limpia de niño y un poco de pan y fruta. El cazador del castellano juntó
los objetos.
- Parece que hubiera planeado marcharse y llevarse al niño con ella.
- ¿Con Jacme? - preguntó don Aymerich
-. No puedo creerlo.
El cazador hizo gestos negativos con la cabeza.
- Si Jacme lo hizo, tendrá las marcas de las uñas y dientes de Maria en el
cuerpo - dijo con seriedad -. Maria no era una muchacha delicada. Algunos
muchachos del lugar llevan sus marcas por haberle metido la mano bajo las
faldas. No lo repitieron.
- ¿Ninguna señal del niño? - preguntó el castellano, con el rostro inexpresivo.
A medida que el tiempo transcurría y la búsqueda se extendía desde la orilla del
río hasta el bosque y otros terrenos accidentados de su propiedad, y en
dirección al camino que llevaba a la villa, su semblante se había ido
convirtiendo en una máscara de desesperanza.
- Señor - dijo una voz en el camino -, aquí hay algo. - Era Miquel, el mozo de
cuadra, que había regresado después de la infructuosa búsqueda de Jacme, el
criado. Les tendió la mano.
- ¿Un caballo tallado? - preguntó don Aymerich, mirando el objeto.
- Yo lo tallé, el sábado - añadió -, y se lo di al infante don Johan.
El castellano se volvió al cazador.
- ¿Saben todos quién es el niño? - preguntó con calma.
- Me temo que sí, señor - respondió el cazador
-. María también, aunque estaba
demasiado acostumbrada a llamarlo Johan. Enseguida nos dimos cuenta de quién
era.
El castellano se volvió al mozo de cuadra.
- Le encantan los caballos - dijo Miquel
-. Yo lo llevaba a cabalgar en la jaca
gris y le tallé éste cuando estuvo enfermo. Es la jaca.
- Gracias, Miquel. Tienes ojos sagaces y un corazón generoso - dijo el
castellano, desesperado -. Ahora debo cabalgar hasta Barcinona e informar a su
majestad.
- Uno de nosotros irá por vos, señor - dijo el cazador.
- No - replicó el castellano, negando con la cabeza
-. El rey me encomendó a mí
la seguridad del príncipe.
Capítulo 5
Don Pere, rey de Aragón y conde de Barcinona, estaba en una cámara privada en su
palacio de la ciudad costera, en consulta con uno de sus ministros. El
funcionario estaba sentado en la punta de la silla al otro extremo de la mesa,
con aire preocupado. El rey lo miraba con la nariz levantada, aquella nariz de
puente alto, finamente esculpida; «la nariz de Carlomagno», como sus aduladores
solían hacerle notar.
- Ahora está en palacio, majestad. Hay un séquito de doce hombres en el patio y
por lo menos otros cincuenta infantes y jinetes en las afueras de la ciudad.
- Te preocupas demasiado, Arnau. ¿Por qué no puede mi hermano venir de visita a
Barcinona para presentarme sus respetos? - preguntó don Pere, levantando una
ceja con aire sarcástico.
El ministro se retorció por dentro y retomó el tema.
- Don Ferran no ha sido siempre amigo de vuestra majestad - dijo, ciñéndose a lo
obvio -. En esta visita podría haber cierto peligro para vuestra persona.
- Querido Arnau, o me tomas por necio… - Dejó que su voz se fuera apagando.
- Majestad, sé que no sois ningún necio - se apresuró a responder Arnau,
completamente consciente del verdadero sentido de la afirmación. El hombre
comenzó a sudar a pesar de la brisa de la tarde que refrescaba la habitación.
Rogaba en silencio y con fervor por el milagroso retorno de don Bernat de
Cabrera de allende el mar. Por lo menos, el obstinado rey estaría dispuesto a
escuchar a don Bernat.
- No hemos vivido tanto tiempo para acabar pasando por alto los sentimientos de
don Ferran, Arnau. El reino no va a derrumbarse porque dos hermanos se
encuentren. Lo recibiremos, le preguntaremos por la salud de su madre y le
desearemos un buen viaje al infierno o a donde quiera ir. Quédate tranquilo,
querido Arnau. No te desterrarán a tus propiedades rurales por no habernos
protegido. ¿Lo ves? Sé cuáles son tus órdenes. - Una sonrisa asomó a sus labios.
Cuando su hermano entró en la sala interior y privada en la que don Pere recibía
a los visitantes de importancia estratégica, el rey estaba cómodamente sentado
en una pesada silla labrada que guardaba un vago parecido con un trono. En la
sala también había una banqueta, un reclinatorio con un cojín para las rodillas
reales y una mesa maciza. No había ningún otro lugar donde sentarse.
Don Ferran echó una mirada a la sala y observó que le habían dejado tres
opciones: arrodillarse, echarse a los pies de su hermano o permanecer de pie.
Apretó la mandíbula e hizo una reverencia.
- ¿Cómo está vuestra majestad? - preguntó.
- Gozo de una excelente salud y un buen estado de ánimo, gracias a Dios - contestó el rey
-. ¿Y cómo está nuestro hermano Ferran?
- Muy bien, señor.
- Me alegro mucho. ¿Y doña Leonor, nuestra venerada madrastra?
- Goza de buena salud.
- Excelente - dijo don Pere
-. Os ruego le hagáis llegar mis deseos de que
tenga una vejez tranquila y feliz.
Ferran se sobresaltó. Su madre, doña Leonor de Castilla, no sólo estaba lejos de
ser una persona de edad sino que, por ambición y crueldad, era la mujer más
intrigante del reino. Probablemente no agradecería al mensajero que le llevara
saludos de parte del hijastro al que detestaba.
- Así lo haré, señor - dijo
-. ¿Puedo preguntar por la salud del infante don
Johan, mi joven sobrino? Me han llegado noticias de que el duque de Gerona sufre
una enfermedad muy grave.
- Habladurías, querido hermano, sólo habladurías. Un malestar sin importancia,
propio de los niños, que ya ha sido superado gracias a un cambio de aires.
- Me alegro. Espero que lo cuidéis bien, señor. ¿Y mi querida hermana, nuestra
reina? ¿Cómo está? Esperaba poder presentarle mis respetos.
- Os ruega que la excuséis, pero los preparativos para su traslado a Ripoll la
tienen muy ocupada. En su estado actual, le han aconsejado que viaje a un ritmo
moderado. Si retrasara la partida, aun por una razón tan agradable, no llegaría
antes de la peor época de calor del verano.
El sentido de estas palabras de don Pere tardó un rato en hacer impacto en su
hermano. Cuando lo hizo, asomó a su rostro una expresión de irritación. Era una
prueba tan palpable de que el arma había dado en el blanco como una mancha de
sangre que se extiende por una camisa de lino. Don Pere sonrió.
- Mis oraciones y mis mejores deseos para que mi hermana tenga un parto feliz - dijo su hermano con voz tensa
-. Espero que el viaje no le resulte demasiado
pesado. O peligroso.
- Os agradezco vuestras plegarias - replicó don Pere -. Pero la reina goza de
excelente salud y su estado de ánimo es inmejorable.
- Mis mejores deseos para los dos. - Don Ferran levantó la mirada hacia el techo
y sonrió -. Me he enterado de que doña Elisabet de Empuñes va a casarse - añadió.
- Habladurías de mujeres - aclaró don Pere con un gesto displicente.
- ¿Y no ha sido prometida en matrimonio? Circulan muchos rumores al respecto.
El rey titubeó.
- No tenemos prisa por decidir su matrimonio.
- En esto, como en todas las cosas, vuestra majestad obra con sabiduría - dijo
don Ferran, y dibujó con sus finos labios su característica sonrisa presuntuosa
que siempre irritaba a su hermano.
Después de que don Ferran se hubiera despedido, don Pere se quedó donde estaba.
Reflexionó sobre la velada amenaza a su heredero y se preguntó qué interés
podría tener su hermano en el matrimonio de Elisabet. Era posible, y hasta
probable, que Ferran quisiera atemorizarlo para inducirlo a actuar con
imprudencia y precipitación. Pero ¿por qué? Un ruido interrumpió el hilo de sus
pensamientos; levantó la cabeza en la habitación vacía y dijo: - Sal de ahí.
El tapiz que colgaba en la pared de detrás de él se deslizó hacia un lado y don
Arnau emergió de un amplio nicho, seguido por dos guardias armados.
- Tenemos que entregar un mensaje urgente - dijo el rey
-. Es conveniente que
vayas tú mismo, Arnau. A primera hora del día cabalgarás hacia el norte y
presentarás tus respetos al obispo de Gerona y le entregarás una carta.
Ferran salió de palacio a grandes pasos, de un salto montó en su caballo y
cabalgó a toda velocidad hacia las afueras de Barcinona, donde desmontó ante la
puerta de una gran casa y entró en ella, furioso, seguido de su jadeante
séquito. Don Pero de Montbui y una joven algo sofocada estaban sentados
cómodamente en la sala principal ante una jarra de vino. Se pusieron en pie de
inmediato. La mujer observó la cara de Ferran, todavía blanca de ira, hizo una
reverencia y salió del lugar con paso presuroso. Don Ferran se volvió a Montbui.
- ¿Por qué no me dijiste que esa perra estaba otra vez embarazada?
- No lo sabía, Ilustrísima.
- No lo sabías. Todas las doncellas y sirvientas del palacio deben de estar al
tanto y tú no pudiste averiguarlo.
- ¿Es importante? - preguntó don Pero, incauto.
- Es crucial, estúpido. Debemos neutralizar a los guardias y actuar de
inmediato. Hay que desembarazarse de mi hermano antes de que esa mujer tenga
oportunidad de parir otro hijo.
Don Thomas de Bellmunt llegó al palacio de Barcinona, acalorado, cansado y de
mal humor. Después de cinco horas de camino, cansado, bañado en sudor y agitado,
tropezó y tuvo que detener la marcha. El caballo, cojeando de una pata, y el
jinete completaron el viaje - otras cinco o seis horas - a paso lento,
marchando el uno al lado del otro, como buenos amigos. Después de una larga y
compleja discusión acerca de cuál era el mejor emplasto y del valor de dietas
especiales en ese caso, don Thomas dejó la montura al cuidado de su criado y
entró en la casa para lavarse y cambiarse de ropa antes de presentarse ante la
reina.
Liberado del barro y el polvo del camino, y con la sed y el hambre algo
saciadas, se encaminó con resolución hacia los aposentos de doña Leonor. Tenía
una opresión en el pecho y el estómago revuelto; habría preferido ir descalzo a
Gerona y volver antes que contarle a la reina que su principal doncella había
desaparecido. Pobre Thomas. Su apellido y su agradable sonrisa le habían
asegurado este magnífico cargo con doña Leonor; pero no tenía facilidad para
hablar ni poseía el don de dar la respuesta adecuada, por lo que no sabía cómo
darle a la reina la triste noticia. ¿Qué debía decirle? Él, Thomas, no sabía que
doña Sanxa estaba muerta. No había visto el cadáver; no había recibido ninguna
información fiable acerca de su muerte. Además, no tenía ni idea de qué excusa
había esgrimido doña Sanxa ante su majestad para ausentarse durante una semana.
En el largo trayecto a Barcinona se le había ocurrido a Thomas que, en los
últimos tiempos, Sanxa ya no gozaba tanto de la confianza de la reina ni
compartía sus secretos. Tenía que haberse dado cuenta semanas antes de que la
muchacha no era la persona más indicada para una misión tan delicada. Con Arcont
como único testigo de sus argumentos, Thomas concebía la posibilidad de que no
fuera su majestad quien hubiera ordenado a Sanxa que secuestrara al infante don
Johan.
Si doña Leonor hubiera querido que llevaran al infante don Johan a un refugio
seguro, ¿por qué no se lo había pedido a él? ¿Y por qué la reina le dijo a Sanxa
que él no debía referirse a la misión delante de ella? «Para guardar el
secreto», había dicho doña Sanxa. En aquel momento, cualquier niño de ocho años
habría sospechado que la orden no venía de su majestad. Pero no un amante
entontecido. No Thomas de Bellmunt, el Necio. Ahora que tenía tiempo para
pensar, el gusano de la sospecha le carcomía el pecho y roía su fe como un
demonio de pelo enrojecido y ojos de esmeralda. Era inmaduro, estúpido y tan
crédulo como un recién nacido. Lo habían engañado. Sólo de pensarlo empezó a
sentir un sudor frío. Arcont movía la cabeza en un gesto de aparente aprobación
y seguía renqueando con valentía.
De pie en los fríos y amplios corredores del palacio, Thomas empezó a buscar las
palabras para pedir perdón, no por su participación en el secuestro frustrado,
sino por haberse ausentado sin avisar ni pedir permiso. Si doña Leonor no lo
hubiera necesitado, no se habría dado cuenta. En caso contrario, toda su dulzura
desaparecería en un bien merecido estallido de mal humor siciliano. Thomas
levantó el mentón y dobló un recodo del pasillo.
- ¡Don Thomas! - La voz sonó airada y autoritaria a través de la puerta. La
orden susurrada no podía haber ido más allá de sus propios oídos, pero era
imposible pasarla por alto. Don Pero de Montbui salió al corredor.
- Don Pero - dijo Thomas con una reverencia
-. Estoy a vuestro servicio.
- Entrad.
- Pero debo ir a ver a la reina, señor - dijo Thomas, con más deferencia de la
que sentía -. Me está esperando. - Le irritaba que aquel hombre pomposo y
engreído fuera tan rico, y que su tío, el hermano de su madre, Huc de Castellbo,
lo tomara tan en serio y esperara que su sobrino hiciera lo mismo.
- Me han dado instrucciones de deciros que su majestad, la reina, se ha retirado
a dormir. Al alba parte hacia Ripoll. El calor es más intenso cada día y doña
Leonor no desea viajar cuando el verano esté más avanzado.
- ¡Oh! - exclamó Thomas, consternado
-. Entonces debo prepararme para el viaje.
Me necesitará.
- No. - El hombre acercó la cara a Thomas. Oleadas de vino agrio y mal aliento
envolvieron al joven, que retrocedió hasta que la pared lo detuvo -. La reina
os necesita en otro lugar - murmuró Montbui con voz ronca -. Ahora, escuchad.
Debéis partir hacia Gerona antes del alba. Allí os encontraréis con una persona
cuyo nombre figura en los papeles que os daré. Esta persona os entregará…
digamos un rehén o un prisionero importante, que debe ser llevado a la finca de
doña Sanxa y tratado con el mayor cuidado y cortesía. Allí os esperarán. ¿Sabéis
dónde está?
- Sí, señor.
- Vuestro tío, el conde, me ha pedido que prepare un plan con vuestras
instrucciones. Os las enviaré a vuestra cámara. Os despertarán antes de
despuntar el alba, de modo que necesitáis descansar.
- No hace falta que os molestéis, don Pero - dijo Thomas en tono tenso
-.
Visitaré a mi tío esta tarde para despedirme y me podrá dar las instrucciones él
mismo.
La mirada de Montbui expresaba indignación. Las rollizas mejillas se le habían
puesto coloradas.
- El conde Huc de Castellbo no se encuentra bien - dijo fríamente
-. No desea
que lo molesten.
Thomas abrió la boca para protestar; después, giró sobre sus talones y regresó a
su habitación.
- Pero ¿dónde está Thomas? - Doña Leonor, reina de Aragón y condesa de
Barcinona, frunció el entrecejo con enfado.
- No lo sé, señora - contestó la doncella
-. Hace dos días que no lo veo.
- Hay mucho en qué pensar antes de la partida. Lo necesito. ¿Y dónde está doña
Sanxa, Saurina?
Saurina, que estaba cepillando el pelo de doña Leonor, levantó la mirada.
- No ha regresado de Figueres. Quizá su marido esté enfermo.
- No se quedaría mucho tiempo por esta razón - replicó la reina en tono
malicioso - ; si acaso, para rezar una plegaria para que el marido desaparezca
pronto de este mundo. - La soberana cogió una almendra de un plato que tenía
delante y le dio un mordisco -. No tiene derecho a ausentarse de esta manera.
Es un abuso. Debo librarme de ella. - La reina hizo una pausa, pensativa -.
¿Por qué don Pere la eligió como dama de compañía? Tú debes de saberlo, Saurina.
Lo oyes todo. ¿Fue su amante?
- ¡Oh, no! - se apresuró a responder Saurina -. Nunca. Oí decir que fue porque
su esposo es un hombre rico y le prestó al rey algunos servicios en Valencia
durante la revuelta. No ha tenido otras amantes desde doña Constanza. Que yo
sepa.
- No me hables de doña Constanza, Saurina - replicó la reina en tono malhumorado
-. Durante dos años fue el único tema del que hablaba doña Sanxa: su amante, y
lo educada, hermosa y encantadora que era.
- No os inquietéis a causa de doña Constanza, señora. Hace cinco años que murió - dijo Saurina, que era una joven muy práctica.
- Estoy cansada, Saurina - dijo doña Leonor, con un bostezo repentino
-. Ven,
ayúdame a cambiarme de ropa y tráeme vino caliente aromatizado. Creo que su
majestad podrá disponer de una o dos horas para mí e interrumpir sus
conversaciones sobre estrategias de guerra. - Y con un sorprendente cambio de
humor, estalló en una carcajada que nada tenía que ver con el protocolo real.
Thomas de Bellmunt puso la vela en la mesa y sacó una hoja de papel. Estaba tan
desesperado por hablar con su tío que había desafiado su posible enojo
presentándose en su casa. En vano. El secretario de su tío, un hombre
acartonado, sagaz, inamovible e insobornable, negó con la cabeza y dijo que su
amo no debía ser molestado.
Thomas acercó la hoja, sopesó la pluma, la sumergió en la tinta y, con mucho
esfuerzo, redactó una carta, describiendo la fracasada misión en Gerona y sus
dudas y temores acerca de doña Sanxa.
«Querido tío - escribió al final -, no hay nadie en este país en cuya sabiduría
y discreción pueda confiar más. Os ruego que consideréis este problema y seáis
lo bastante generoso para brindarme vuestro sabio consejo. Temo que me han
inducido, con engaños, a cometer una traición. ¿Qué debería hacer? Vuestro
sobrino, afectuosamente, Thomas de Bellmunt.»
Se quedó mirando la carta durante un largo rato, cambiando una palabra aquí y
otra allá; esparció arena fina sobre el papel para secar la tinta, sacudió la
arena y dobló la hoja con cuidado; por último, calentó un palito de cera y selló
la carta con firmeza con su anillo.
Capítulo 6
El cielo del este había adquirido un color plata deslucido y el camino era casi
invisible cuando Thomas de Bellmunt inició su desdichado viaje. No se sentía
feliz. A su llegada a la corte el año anterior, su fortuna consistía en tres
generosos regalos de su tío: una elegante colección de vestidos y dos excelentes
caballos, el magnífico Arcont y el robusto zaino de Romeu, Castanya. Blaveta, la
yegua que ahora montaba, llevaba el resto de sus posesiones, que no constituían
una carga muy pesada. El trote era, como siempre, algo torpe, y las orejas del
animal temblaban de resentimiento ante el desacostumbrado peso que acarreaba
sobre el lomo. El viaje a Gerona iba a ser largo, penoso y muy lento.
La noche anterior, cuando se disponía a acostarse, había recibido una carta de
su tío con instrucciones escritas por Montbui. Después de leerla con atención,
había garabateado algo en un espacio vacío dando su conformidad y se la había
devuelto al mensajero, que esperaba. El contenido no lo había tranquilizado en
absoluto. Como presagiando algo malo, no hacía ninguna referencia - ni siquiera
en una rápida nota al pie - a la carta de Thomas. Pero quizá su tío quería
evitar todo comentario sobre el fallido secuestro de Montbui y le respondería
más adelante. Claro. Al principio, Thomas se había paseado arriba y abajo de la
habitación, aguardando el mensaje de su tío; después se había echado en la cama
a seguir esperando. Había dormido bien y despertó mucho antes del amanecer.
Cuando llegó un sirviente, con aire somnoliento, para despertarlo y entregarle
una nota del secretario de su tío, Thomas ya había desayunado y estaba listo
para partir. La nota era breve, seca, y no le había servido de ninguna ayuda.
«El conde le desea un buen viaje y éxito en su misión.»
Furioso, Thomas de Bellmunt cogió sus pocas pertenencias y partió, cansado,
confuso y más inseguro que nunca acerca de lo que debía hacer.
Cuando el amanecer comenzó a ascender por el horizonte, la villa había quedado
muy atrás; los pájaros se agitaban: un trino aquí, un gorjeo allá; en algún
lugar una vaca mugía y un perro ladraba. Un jinete solitario, desgreñado y
pálido de fatiga, apareció de pronto y se cruzó con Thomas; el hombre espoleaba
su caballo sudoroso, que echaba espuma por la boca, desesperado por llegar a
Barcinona. El jinete desapareció y el camino volvió a quedar oscuro y vacío.
Thomas apretó las espuelas contra la yegua; el animal echó las orejas atrás,
sacudió la cabeza y se lanzó al trote. Thomas recordaba muy bien este trote, que
repercutía en sus huesos; «lo lamentarás», parecía decirle el animal.
Veinticuatro horas antes, Jacme el criado había despertado de repente de un
sueño profundo con la convicción de que había oído algo extraño. Saltó de la
cama, se vistió y corrió para ver si Maria y el infante estaban bien. Sólo
encontró las dos camas vacías. Entonces se encaminó a las cuadras. Tampoco había
rastro de Maria, pero alguien había planeado una partida precipitada. La jaca
gris estaba ensillada en el patio. Jacme le quitó la silla y la alejó con una
palmada en la grupa. La jaca era veloz y cautelosa; tal vez lograra alcanzar al
desertor.
Después de una rápida inspección del castillo, sólo encontró a la ayudante de
cocina encendiendo el fuego. Antes de la salida del sol, Jacme ya estaba a lomos
de su montura, registrando a fondo la pequeña aldea y los campos vecinos.
No había señales ni del infante ni de la niñera. Desmontó cuando llegó al cruce
de dos caminos: uno que subía en forma sinuosa por las montañas en una dirección
y otro que bajaba a la villa en dirección contraria. Allí, en el suelo seco y
polvoriento, Jacme descubrió las huellas borrosas de varias carretas, de algunos
asnos y de, por lo menos, un caballo que había pasado al galope. En el camino
que conducía al pueblo encontró algunas pisadas diseminadas que podrían haber
pertenecido a Maria y al niño. No constituían una prueba contundente, pero
bastaron para empujarlo en aquella dirección.
Jacme cabalgaba despacio, buscando por todas partes rastros del muchacho y del
aya, deteniéndose en la cumbre de cada pequeña elevación para ver si oía algún
ruido. Tardó dos horas en recorrer las dos leguas que había hasta Gerona. Pero
cuando ya divisaba la villa, un tumultuoso revoloteo de cuervos lo llevaron
directamente al lugar fangoso y de hierba alta donde yacía el cuerpo de Maria.
Jacme percibió el fardo de ropa de la muchacha que, envuelto en su pañuelo de
vivos colores, había caído cerca de su mano extendida. La miró, murmuró una
breve plegaria por su alma y se persignó antes de alejarse y comenzar a buscar
al muchacho. Encontró el caballito de madera y llegó a sus propias conclusiones.
El desdichado guardia personal del infante don Johan dejó el juguete y el cuerpo
de la desafortunada mujer donde estaban y se dirigió al galope hacia Barcinona
para informar a su majestad del desastre acaecido.
Antes de llegar a destino, Jacme se cruzó con Thomas, que cabalgaba incómoda y
torpemente hacia Gerona. Poco después del amanecer, Jacme llegó a palacio;
pálido, sucio por el polvo del viaje y el brazo izquierdo estrechamente apretado
contra el pecho, se arrodilló ante su soberano señor, el rey, y le comunicó lo
ocurrido de la forma más escueta posible.
El rostro de don Pere estaba blanco e inmóvil como una piedra.
- ¿Estás seguro de esto?
- No, señor, no estoy seguro. Sólo sé que no logré impedir que se llevaran al
infante durante la noche, que su niñera está muerta, y que lo he buscado en
vano. El castellano es un hombre astuto e incorruptible, como vuestra majestad
habrá podido juzgar. No tengo la menor duda de que continúa la búsqueda con
todos los recursos de que dispone. He venido de inmediato a informar a vuestra
majestad. Debí haber llegado ayer, pero mi caballo se desplomó bajo mi peso y no
me fue nada fácil conseguir otro. - El hombre tenía el rostro de color ceniza y
era evidente que no podía mantenerse de pie.
- ¿Estás herido?
- Esto no importa, señor, sólo que se ha retrasado más mi llegada.
Con estas palabras, Jacme cayó desmayado a los pies del soberano.
Don Pere tocó una campanilla que tenía a su izquierda.
- Atended a este hombre; está herido - dijo
-. Rápido. Y llamad a don Eliezer.
Isaach estaba sentado en el patio, medio dormido bajo el sol de la mañana.
- Iremos al mercado cuando el sol comience a elevarse en el cielo, ¿qué te
parece, Yusuf? - dijo de repente -. Ésta sería la mejor hora para ponerse en
marcha. Primero, visitaremos el convento. Debemos esperar a que se difundan los
rumores sobre la muerte de doña Sanxa.
- Muy bien, señor. - Yusuf dejó de jugar con el gato y, sintiéndose algo
culpable, se apresuró a ponerse de pie -. Estoy listo para lo que necesitéis.
- Bien. Entonces, ve a buscar mi cesto. Mete una tela limpia y dos manojos de
hierbas que están en el estante del centro, en el extremo más cercano a la
puerta. Las que huelen a salvia.
- ¿Para qué son?
- Con ellas prepararé una infusión de salvia, sauce y borraja para una anciana
que tiene la rodilla rígida y dolor de cabeza. Esto nos dará también una excusa
para detenernos y enterarnos de algún chisme. Caterina está al tanto de casi
todo lo que sucede en el pueblo; lo que no sabe es tan poco que cabría en el
dedal de mi esposa.
- ¿Caterina os ha mandado llamar, señor?
- No. Pero pronto aflorarán sus quejas. El aire está pesado.
- ¡Maese Isaach! - exclamó la vieja Caterina con expresión de asombro en el
rostro -. Apenas hace un momento he dicho que enviaría a buscaros, preguntadle
a cualquiera, os lo dirá, y aquí estáis. Tengo la rodilla muy rígida e hinchada.
Si no me ayudáis, me llevarán a la cama esta noche y me dejarán allí hasta que
tengan que volver a sacarme. - La mujer hizo una pausa para tomar aliento -.
¿Cómo lo habéis sabido?
- Porque cuando me duele el codo, Caterina, tú no puedes mover la rodilla. No
hay nada mágico. - Mientras hablaba, los dedos del médico masajeaban con
suavidad la pierna de la mujer -. Se han producido sucesos extraños en la casa
de los Baños - murmuró -. Caterina, aunque te duela, debes seguir moviendo la
pierna con cuidado.
- Sí, sí - repuso la mujer con impaciencia -. Sucesos extraños, en efecto.
Dicen que la pobre criatura era una monja. Se degolló ella misma, dicen. Pero
algunos se preguntan cómo pudo ponerse de pie y meterse en el agua después de
haberlo hecho. No es nada fácil. ¡Ah, maese Isaach! He oído decir que no fue la
única a la que le cortaron el cuello en la víspera del santísimo santo.
- Vaya...
- Otra mujer fuera de las murallas… la encontraron por el camino que va a la
montaña. Eso dicen. Como veis, hay un carnicero suelto. Ninguna mujer está a
salvo.
- ¿Quién lo dice?
- No lo sé. Algunas personas.
Yusuf saltaba con impaciencia de un pie a otro, tratando, por pura fuerza de
voluntad, de alejar a maese Isaach del puesto de golosinas. En el pasado,
Caterina le había dado más de un golpe fuerte con los dedos o con su largo
bastón cada vez que veía al muchacho acercarse demasiado a aquella tentadora
exhibición de mercancías. La sola presencia de la mujer traía a la mente de
Yusuf el triste recuerdo del hambre y la miseria.
- Ya sabíamos todo esto - dijo el muchacho con un toque de superioridad, cuando
por fin se alejaron en dirección al puesto de flores.
- Quizá - replicó Isaach
-. Pero creo que nos hemos enterado de algo más. Elige
algunas alhucemas frescas, muchacho.
Yusuf observó los manojos de alhucemas y eligió uno.
- ¿De qué más nos hemos enterado, señor?
Isaach le dio la bolsa de monedas a Yusuf. El muchacho miró a la mujer con
astucia y sacó una pequeña moneda.
- Yo no te confiaría tanto dinero como tu amo - dijo la florista.
- Sí, pero no es ningún necio, madre.
Isaach no prestó atención al diálogo entre el muchacho y la florista.
- Hemos descubierto que ni siquiera Caterina sabe tanto como nosotros. ¿Qué te
parece que significa esto?
Yusuf hizo una pausa.
- Quiere decir… no sé, señor. ¿Que el homicida no se ha jactado de lo que hizo?
- Efectivamente - contestó Isaach con sequedad.
- Pero ¿por qué lo haría? - preguntó Yusuf, no satisfecho con la respuesta
-.
Debió de tener cuidado de no dejar huellas. Seguro que había mucha sangre.
- Más de la que te imaginas.
Yusuf se estremeció. En su mente apareció la imagen de una mujer bañada en
sangre, no flotando en el agua sino yaciendo en el suelo; el color de la sangre
era todavía más brillante que el color del mosaico. Luego vio un brazo y una
mano, ambos empapados de sangre, que sostenía un puñal ensangrentado. El
muchacho volvió a estremecerse y tuvo que hacer un esfuerzo para seguir los
pensamientos del médico.
- Seguramente tuvo mucho cuidado - continuó Isaach - y consiguió cambiarse de
ropa y esconder las prendas ensangrentadas.
Yusuf volvió a situarse en el mercado y a concentrarse en el problema.
- Debía de tener dos mudas de ropa, y al menos una habitación donde guardarlas - dijo el muchacho
-. Lo que significa que no es un hombre pobre o que tiene
amigos que lo ayudan - añadió Yusuf.
- Exacto. - Isaach le dio la espalda a su acompañante y se puso a regatear en
broma por el precio de algunas flores medicinales.
Yusuf sintió, más que oyó, un ruido a sus pies. Al mirar hacia el suelo, vio a
un niño pequeño muy sucio - incluso para la clase de gente que estaba en el
mercado - que salía arrastrándose de debajo del puesto de flores; tendría unos
dos o tres años y su aspecto era muy frágil. El niño se enderezó y se sentó en
el suelo, añadiendo una nueva capa de suciedad y de barro a las piernas y a la
ropa. Se frotó los ojos, desparramando la mugre por la carita mojada por las
lágrimas y, a continuación, se detuvo para observar lo que lo rodeaba. Frente a
él había una exposición de enormes cestos llenos de bollos y panes de todas las
clases imaginables. El niño se puso de pie y, con la determinación de un caballo
dirigiéndose a un abrevadero, fue directamente al cesto más cercano y cogió un
panecillo.
Se armó un gran alboroto.
Una voz chillona atravesó el parloteo general que los rodeaba.
- ¡Fuera de aquí! ¡Sucio ladronzuelo! - La vendedora de pan agitaba las manos en
el aire como una loca -. ¡Miradlo! - gritaba -. Ya estoy harta de los niños
que me roban la mercancía. Si te acercas otra vez a mi puesto, te tiraré de las
orejas. - Se abalanzó sobre el infortunado niño, le arrancó su preciado tesoro
y, adelantándose a su promesa, le dio un tirón de orejas.
El niño respondió ante la pérdida y el golpe con una mirada de sorpresa y un
profundo lamento seguido de un sollozo desgarrador. Escapó de aquella hostilidad
inesperada tan pronto como se lo permitieron las piernas y chocó contra una
cesta de nueces que se volcó, desparramando su contenido sobre el empedrado. Los
rugidos del vendedor de nueces, los gritos de la mujer del panadero y las risas
de los transeúntes contribuyeron a provocar otro alboroto. Desesperado, el niño
dio un paso atrás y miró alrededor. Entonces distinguió una cara conocida y
gritó: - ¡Tío Isaach! ¡Tío Isaach!
Isaach se volvió, sorprendido.
- ¿Dónde está ese niño Yusuf? ¿Lo ves? Tráelo, rápido. ¡Corre! - Viene hacia nosotros, señor. ¿Lo conocéis?
- Solo hay un niño que me llama así - respondió Isaach con voz suave
-.
Tráemelo enseguida.
Isaach oyó un forcejeo y algunas exclamaciones. Después, un par de manos
pequeñas se aferraron a su túnica. El médico se inclinó, recogió al desdichado
infante de Aragón y le dio unas palmadas consoladoras en el hombro.
- ¿Conocéis a este niño? - preguntó la mujer que lo perseguía
-. Me ha robado
dos panecillos; se ha comido uno y ha ensuciado el otro con sus manos
mugrientas; ninguna persona decente querrá tocarlo.
- ¿El pequeño Samuel? - preguntó Isaach, haciéndole una señal al niño que se
aferraba con furia a su cuello -. Es el hijo de mi sobrina. Os agradecerá
vuestra generosidad. Yusuf, págale dos panecillos y cómprale otro. Que sea
grande.
Un hombre corpulento, de aspecto próspero, vestido con ropa de viaje, se apoyó
en el puesto de flores mientras observaba la pequeña representación que se había
desarrollado en el mercado. En la mano sostenía un clavel rojo que había
arrancado de un ramo de flores recientes. Con gesto brusco lo arrojó al suelo,
le tiró una moneda a la vendedora y se marchó.
- ¿Cómo has ido a parar al mercado, amiguito? - murmuró Isaach. El príncipe
caminaba entre sus dos salvadores, mucho más confiado tras haber descubierto un
rostro conocido y disponer para él solo de un gran pedazo de pan.
- Iba en una carreta - dijo en tono vago, ocupado como estaba, tratando de
meterse en la boca todo el pan que podía -. Sentado sobre una bolsa grande. Y
un caballo gris.
- ¿Dónde está tu aya? - preguntó Isaach -. Maria, ¿no es cierto?
La voz del muchacho se turbó.
- El hombre me buscaba. - Hizo una pausa para volver a atacar el pedazo de pan
-. Yo iba en una carreta - repitió en un tono más alegre.
- ¿Y el hombre te encontró?
El príncipe hizo vehementes gestos negativos con la cabeza y volvieron a brotar
lágrimas de sus ojos.
- El niño dice que no con la cabeza, señor - dijo Yusuf en voz baja.
- Perdí mi caballo - dijo el príncipe con los labios temblorosos. A continuación
surgió el recuerdo de otra afrenta -. Me pegó y me dijo cosas feas.
- ¿Quién te pegó? - preguntó Yusuf.
El infante don Johan miró al muchacho y volvió a negar con la cabeza.
- No lo quiere decir, señor - dijo Yusuf.
- Quizá no lo sepa - replicó Isaach
-. ¿Por qué te pegó ese hombre, Johan?
- Nunca digo mi nombre. Maria dice que no debo. - Apretó aún más la mano de
Isaach -. Maria se ha hecho daño - prosiguió el infante don Johan -. No quería
contestar. Dijo: «Escóndete, Johan». Y yo me escondí. Perdí mi caballo. - Y el
niño se puso a llorar con amargura al recordar su pérdida.
La hija de Isaach, Rebeca, miró asombrada al trío que estaba ante su puerta.
- ¿En qué zanja has encontrado esto, padre? ¡Qué estado más deplorable el de
esta criatura! - ¿Podemos entrar?
Rebeca vaciló un momento y dio un paso atrás para dejarlos pasar. Isaach esperó
a que la puerta estuviera bien cerrada. Se detuvo un momento para meditar qué
diría y luego hizo un gesto de negación con la cabeza.
- Sé, creo, que puedo confiar en ti, Rebeca - dijo
-. Yusuf, también necesito
tu confianza. Si me fallas, las consecuencias para mí, para todos, pueden ser
desastrosas.
- Creo que podéis confiar en mí - replicó Yusuf con la voz turbada.
- No puedo pedir más que eso - dijo Isaach con tono serio. Se inclinó sobre el
niño, que se aferraba, desesperado, a su mano -. Alteza, os presento a mi hija,
Rebeca. Ella cuidará de vos hasta que podamos llevaros con vuestra madre.
Rebeca, el infante don Johan de Aragón.
Rebeca dio un paso atrás, perpleja, y acto seguido se agachó hasta quedar a la
altura del niño.
- Bienvenido, querido. Alteza - dijo, en tono suave -. Pobrecito.
- Tiene hambre - señaló Isaach -, está cansado y, según Yusuf, muy sucio. Te
pido que lo alimentes, lo laves, lo vistas y lo pongas a dormir. Pero antes
debes escribir una nota de mi parte para el obispo. Él sabrá qué hacer. Pero no
dejes que nadie, bajo ningún concepto, se entere de la identidad del niño. Creo
que corre un grave peligro.
- Desde luego, padre. Ni siquiera Nicholau. Se pondría nervioso - dijo Rebeca,
adoptando una actitud tan tranquila como si dar refugio a miembros desesperados
de la familia real fuera algo cotidiano. Tocó con los dedos las ropas
desgarradas y empapadas de barro -. Si puedo, trataré de rehacer estas prendas - añadió
-. Vais muy bien disfrazado, alteza.
- Por fortuna para él - dijo Isaach.
No era de sorprender que el infante se sintiera angustiado cuando Isaach, la
única roca firme en aquel mundo agitado, dio claras señales de que lo dejaría a
cargo de Rebeca.
- Padre - dijo Rebeca -. Quédate a cenar con nosotros. Traeré aquí una cama
pequeña para Johan, así podrá verte y oírte, y quizá después logre dormirse.
Sólo un rato.
Más tarde, Yusuf entregó la carta de Isaach, plegada y marcada con el sello del
propio anillo del obispo, a un perezoso guardia de aspecto receloso.
- Tenemos orden de no molestar al obispo - dijo el hombre -, y menos porque lo
diga un muchacho que cree traer un mensaje importante.
- Lleva el sello del obispo - replicó Yusuf con alegre insolencia
-. Por lo
menos, así me lo han dicho. También me han dicho que el obispo querría ver de
inmediato una carta que estuviera sellada con su propio anillo.
- ¡Impertinente hijo del diablo! - murmuró el guardia, arrebatándole la carta y
cerrando de golpe la puerta en las narices de Yusuf.
Después de haber entregado la carta, Yusuf se encontró de nuevo en el mercado,
con una pequeña provisión de monedas e instrucciones para descubrir, si era
posible, por qué el príncipe había estado rondando por el lugar, tan perdido y
miserable como el hijo no deseado de una pordiosera.
El bullicio del comercio del día, que había comenzado al amanecer y aumentado a
lo largo de la mañana, se estaba calmando. Las ahorrativas amas de casa ya
estaban de nuevo en sus casas después de haber regateado y chismorreado. Ya era
hora de que los buhoneros y vendedores hicieran una pausa para tomar la comida
del mediodía antes de que la tarde avanzara perezosamente.
- ¿Qué quieres ahora? - La panadera, de cara agria, hizo una pausa en su tarea
mientras cubría su mercancía -. ¿Robarme todo lo que tengo?
- Ya os han pagado suficiente por esos miserables panecillos mal cocidos que se
ha llevado el niño, madre - dijo Yusuf.
- No soy tu madre, pagano - replicó la mujer.
- ¿Cómo estás tan segura? - preguntó con ira
-. Me llevaré una hogaza grande.
Es para mi amo, así que asegúrate de que esté bien horneada. - Sacó la bolsa del
dinero de entre los pliegues de la túnica y cogió una moneda -. ¿Cuándo ha
llegado el pequeño… Samuel al mercado? - preguntó -. Es un sinvergüenza. Mira
que escaparse así. Su madre estaba muy preocupada.
- No lo sé - contestó la mujer, arrebatándole la moneda y entregándole el pan
-. ¡Caterina! ¿Cuándo ha aparecido aquel mocoso miserable y ladrón?
- Estaba aquí cuando he llegado, durmiendo entre los pescados de Barthomeu - respondió Caterina
-. ¿Le niegas a una pobre criatura hambrienta un panecillo
que no cuesta ni la sexta parte de un maravedí? Si no es más que un niño...
- ¡Un niño! Su madre lo mandó aquí a robar, creyendo que nadie se daría cuenta,
eso es todo. Conozco bien a esas mujeres. Tampoco te he visto ofrecerle pasteles
de miel. De todos modos, Barthomeu no debería alentarlos.
- ¿Qué ha hecho? - preguntó Yusuf.
- Le ha comprado leche y un mantecado porque berreaba y decía que estaba
hambriento. ¡El muy necio!
Barthomeu era un hombre de baja estatura, moreno y ágil, con unos ojos que
miraban hacia todos lados, y tenía fama de vender un pescado excelente a precios
elevados. Las amas de casa protestaban, regateaban y lo maldecían, pero siempre
volvían a comprarle. Le hizo una mueca a Yusuf.
- Veo que has conseguido una cama blanda - dijo
-. No hace tanto tiempo tú
mismo estabas pidiendo comida en el mercado. Bien, maese Isaach es un buen
hombre pero no es tan tolerante como parece; de modo que ten cuidado, muchacho.
- No os preocupéis por mí. ¿De dónde ha venido ese niño?
- ¿El sobrino de maese Isaach? - preguntó Barthomeu, con risita disimulada
-.
Como si yo dijera que se trata de mi tía. No es del call. Vino con la fruta y
las verduras. Del campo.
- Es hijo de la sobrina de su mujer - aclaró Yusuf
-. La que huyó al campo y se
casó con un granjero. Estará muy preocupada. ¿Cómo llegó aquí? ¿Quién lo trajo?
Barthomeu hizo otra mueca.
- Fue Felip. Parece que el muchacho se metió en una canasta grande llena de
verduras que la anciana madre Violant había preparado con esmero para que Felip
la trajera al mercado. El chico durmió hasta que llegaron aquí. Felip se puso de
muy mal humor. La mitad de la mercancía estaba aplastada y se había echado a
perder.
Yusuf volvió a sacar la bolsa de monedas de Isaach de entre los pliegues de su
túnica. Extrajo dos monedas y se las dio a Barthomeu.
- Mi amo me ha pedido que pague a los que habéis ayudado a su sobrino. Es un
hombre agradecido. Decidle a Felip que también le pagaremos.
Percibir aquel pan bajo la nariz le recordó a Yusuf que estaba hambriento y se
volvió en dirección a la casa de Rebeca. Había algo en su cocina que despedía un
aroma a especias, ajo y carne, y el muchacho tenía la esperanza de poder probar
aquella comida. Corrió, ágil y veloz, y, al doblar una esquina, se dio de manos
a boca contra un hombre robusto, bien vestido y de cara colorada, que lo cogió
con firmeza del brazo y no lo soltaba.
- Te he estado buscando, muchacho - dijo, sonriendo y sujetando a Yusuf todavía
con más fuerza -. Tengo algo para ti.
- ¿Qué tenéis vos que ver conmigo? - preguntó Yusuf.
- Nada y mucho - contestó. La respuesta pareció divertirlo y esbozó una amplia
sonrisa -. Trabajas para Isaach el judío, ¿verdad?
Yusuf no sabía si sería prudente decir la verdad, y en aquel momento no vio
ninguna razón que lo desaconsejara. Todo el mundo en el mercado sabía que Isaach
lo había contratado.
- Sí - respondió.
- ¿Es un buen amo?
Volvió a hacer una pausa.
- Oye, es una pregunta sencilla hasta para un pagano. ¿Es Isaach un buen amo?
- Es bastante bueno - contestó Yusuf por fin. El brazo comenzaba a dolerle por
la presión que ejercía el desconocido en él.
El hombre sostuvo una moneda delante de la cara de Yusuf, que parpadeó. Era un
maravedí de plata, una suma enorme a sus ojos, y las sospechas de Yusuf se
convirtieron en verdadadero temor.
- Dime, muchacho, ¿de quién es ese niño que ha encontrado? Ese a quien ha
llamado su sobrino. Si me gusta tu respuesta, esta moneda es tuya.
- ¿Qué clase de respuesta os gustaría, señor? - preguntó en tono suplicante
-.
Puedo daros muchas.
- Quiero la verdadera. Si es algo que quiero oír, mucho mejor. Pero si me
mientes, me daré cuenta - añadió zarandeándolo -, porque sé más de lo que te
imaginas.
Yusuf se encontraba en terreno conocido. Ya había oído antes amenazas como
aquélla.
- Desde luego, el pequeño no es sobrino de mi amo - respondió astutamente.
- ¿Aunque lo haya llamado tío?
- Todos lo llaman tío. Vos debéis saberlo. Se trata del mocoso de una mendiga.
- ¿Y por qué se preocupa por el mocoso de una mendiga? - La presión en el brazo
de Yusuf se hizo más intensa -. ¿El hijo es suyo?
- ¿Acaso el niño parece haber sido concebido por mi amo? No. En otro tiempo mi
amo se interesó por la madre del niño. - Se encogió de hombros como si tales
emociones sobrepasaran el límite de su comprensión -. Pero la mujer desapareció
hace algún tiempo y mi amo quiere encontrarla. Me enviaron a recorrer el mercado
para ver qué noticias podía recoger. En mi opinión, está muerta y tirada en
alguna zanja.
- ¿Esto es verdad?
- Sólo sé lo que me cuentan y lo que oigo. No obstante, mis oídos son muy
agudos.
- Lo que me has contado no vale más de un maravedí, salvo si me dices dónde se
encuentra el niño. - El hombre volvió a mostrar la moneda.
- ¡Qué lástima! - exclamó Yusuf, mirando con codicia la moneda de plata
-. No
lo sé. Isaach le pagó a una campesina una moneda para librarse del mocoso… para
llevarlo al lugar de donde había venido. El niño no le interesa, sólo su madre.
- Estás mintiendo - dijo el extraño con brusquedad
-. Lo huelo en el aire. Y
cuando descubra la verdad, te despellejaré.
- Me habéis prometido una moneda - se atrevió a decir Yusuf; los latidos de su
corazón eran tan fuertes que estaba seguro de que el desconocido podía oírlos.
- ¡Vete de aquí, pagano roñoso! - El hombre soltó el brazo de Yusuf y levantó un
puño amenazante.
Yusuf salió disparado y corrió a casa de Rebeca dando un rodeo.
Rebeca dejó sobre la mesa el pan fresco y el sabroso plato de carne de vaca
cocida con cebollas, ajo, albaricoque y jengibre. La mujer pasó la mirada de su
esposo a su padre y frunció el entrecejo.
- Cuéntaselo a mi padre, Nicholau - dijo en tono abrupto
-. Él debe saberlo.
Nervioso, Nicholau se aclaró la garganta e hizo gestos de negación con la
cabeza.
- No ha sido nada, Rebeca. Unos revoltosos que llevaban cada uno un odre lleno
de vino dentro del cuerpo. Sobrios no habrían dicho una cosa así.
- Cuéntaselo, Nicholau - dijo su esposa, lenta y enfáticamente. Tenía el
cucharón en la mano, suspendido sobre los platos vacíos.
- Sí - dijo Isaach
-. Si es algo que yo deba saber, cuéntamelo, por favor.
Nicholau paseó la mirada de su esposa a su suegro y, por último, a su plato de
guiso, y se desmoronó. Tenía hambre, estaba cansado y había pasado dos días de
verdadero infierno en su casa. Ya no podía aguantar más. Comenzó, titubeante: - El día de Sent Johan, yo estaba en la taberna de Rodrigue, cerca del río. - Miró a su esposa, pero Rebeca había decidido no decirle nada sobre este asunto
de momento -. Era una noche calurosa, como recordaréis, y el ambiente era…
bueno, agrio. Pere trató de animar a la gente, levantando su copa y brindando
por una buena cosecha y un próspero año. Alguien le preguntó por qué se
preocupaba por esto, y esta conversación no alegró a nadie. En aquel momento
entró en la taberna un desconocido. Se llamaba Romeu, según dijo, y venía de
Vich. El hombre, al igual que un recién casado que se dispone a despilfarrar una
bolsa de oro, comenzó a gastar su dinero invitando a una jarra de vino tras
otra. Entonces, Martin, el encuadernador, empezó a quejarse de que el obispo y
el canónigo daban todo el trabajo a los judíos.
- Esto fue porque Martin se emborrachó y dejó que su aprendiz echara a perder
una delicada copia de presentación de la Biblia - observó Rebeca mientras servía
el guiso en un plato, a modo de incentivo, y lo colocaba delante de su padre.
- Me sentía incómodo con el vuelco que había dado la conversación - siguió
Nicholau - porque, como sabéis, Raimunt pidió en la Facultad de Teología que el
canónigo evitara que los escribanos laicos tuvieran trabajo de la catedral, y
como casi todo mi trabajo es para las juntas diocesanas, yo era la persona a la
que se referían.
- Es por mí, padre - dijo Rebeca con calma.
- No lo entiendo - precisó Nicholau
-. Hay escasez de escribanos; hay trabajo
suficiente para todos.
- No se trata sólo de escribanos o encuadernadores - intervino Isaach
-. Lo
mismo ocurre en todas las actividades. El trabajador torpe y sin experiencia
piensa que porque el maestro carpintero esté muerto, obtendrá el trabajo y la
paga del oficial. Cuando echa a perder un pedazo de madera fina y llaman a otro
maestro carpintero, le corroe el resentimiento. Pero si esto es lo que querías
contarme, yo ya lo sabía, hijo mío.
- No, hay más, padre Isaach. Mientras Martin se quejaba, alguien, creo que era
Joseph, el fabricante de papel, dijo que si la espada del arcángel Sent Miquel
perseguía al sacerdote y a los judíos con demasiada vehemencia, corría peligro
de derretirse. La afirmación conmocionó a todo el mundo y alguien dijo que la
espada tenía razón; entonces varios hablaron en contra del canónigo, del obispo
y de los judíos, y hasta del rey. Estas últimas palabras son las que desataron
todo el alboroto, y creo que fueron pronunciadas con toda intención por la
Cofradía de la Espada del Arcángel con la idea de armar un escándalo.
- Y este Romeu, ¿es miembro de la Cofradía? ¿Qué opinas?
- Creo que sí. Me parece que estaba manipulando la conversación, de manera nada
sutil, para que la Cofradía interviniera.
- Pero ¿por qué, Nicholau? - preguntó Rebeca
-. ¿Qué ventaja podrían obtener de
una noche de alborotos?
- No lo sé - respondió su esposo -. Tampoco sé de dónde viene la Cofradía, pero
en los últimos diez días he oído hablar de ella por todas partes. Supongo que
Martin, Sanxo y quizá Raimunt pertenecen al grupo. Desconfío de ellos.
- ¿Te uniste a los alborotadores, Nicholau?
- Estaba demasiado borracho para unirse a nadie - lo interrumpió Rebeca con
frialdad -. Durmió en un establo y se arrastró hasta aquí al amanecer en
condiciones deplorables.
- Bueno - dijo Isaach -. La borrachera tiene sus ventajas. Me alegro de que no
estuviera fuera aquella noche.
- Pero hay otra cosa muy importante - advirtió Rebeca. En señal de perdón,
sirvió una buena ración de comida en el plato de su marido -. ¿Recuerdas?
- Ah, sí - contestó su joven marido, un poco más contento -, la catedral.
Durante la misa, el último domingo, vi a ese mismo Romeu, vestido como un hombre
adinerado, en compañía de una señora.
- ¿Y tenía este mismo aspecto de hombre rico en la taberna? - preguntó Isaach.
- No, en absoluto - contestó Nicholau, lanzándose sobre la comida armado de pan
y cuchara -. Las calzas no eran de su medida y la túnica, de corte antiguo,
estaba deshilachada en algunas partes.
- Y la señora llevaba una fortuna encima - interrumpió Rebeca
-. Seda y joyas.
- ¿Iba vestida de ramera? - preguntó Isaach.
- ¡Oh, no, padre! Vestía como una dama de la corte. Rica y elegante, pero
recatada. Era imposible no darse cuenta de su presencia. Su pelo era rojo, rojo
oscuro y brillante; llevaba el peinado bajo, según la moda francesa, con rizos
sobre las orejas, esmeraldas e hilos de oro trenzados en el pelo para sostener
el velo.
Isaach se puso de pie.
- He de ir a ver al obispo - dijo -. Tendrá interés en oír esta historia.
¿Dónde está Yusuf?
- En la cocina, con Johan. Están comiendo otra vez y Yusuf le está enseñando a
dibujar caballos con un pedazo de madera quemada. Pero, padre, apenas si has
probado bocado. Quédate a cenar y después irás a ver al obispo.
- Ya hemos perdido demasiado tiempo.
- ¡Maese Isaach! - exclamó el obispo, levantándose para saludarlo -. Venís en
buena hora. Acabo de enviar un hombre a buscaros. ¿Cómo está el niño?
- Parecía asustado, pero creo que la experiencia no le ha dejado secuelas de
importancia - contestó Isaach -. Ha comido bien y en este momento está
durmiendo profundamente.
- Vuestra carta no decía dónde está escondido.
- No me ha parecido conveniente. Una carta puede caer en muchas manos - añadió
Isaach.
- Muy prudente. Y os aconsejaría no hablar de esto en voz alta en esta sala - añadió con voz tranquila
-. Venid a mi estudio privado, donde podremos hablar
sin testigos indeseados. - Berenguer cogió a Isaach del brazo y lo condujo hacia
la escalera.
- Hoy he recibido una carta de su majestad, traída por Arnau - dijo Berenguer,
una vez que se instalaron en los aposentos privados del obispo -. Nos advierte
de un nuevo ataque contra su paz, en el más velado y diplomático de los
lenguajes. Cree que es muy probable que comience aquí, en Gerona.
- En realidad, ya ha comenzado - indicó el médico.
- Por supuesto, el imbécil del portero a quien le han entregado vuestra carta se
la ha dado a Francesc, diciendo que no era importante. Hasta hace una hora yo no
sabía nada del secuestro del príncipe, y he supuesto que su majestad se refería
a un atentado contra doña Elisabet. Pero tan pronto como he leído vuestra carta,
amigo, me he dado cuenta de que me estaba advirtiendo de un ataque al príncipe. - El religioso hizo una pausa
-. ¿Sabíais que encontraron al aya del niño
degollada a un lado del camino?
- Sólo sabía que el niño había presenciado algo terrible que le había sucedido a
la mujer - respondió Isaach -. Pero ¿qué hacían los dos, solos, fuera?
- Al parecer nadie lo sabe - contestó Berenguer
-. Apenas he recibido vuestra
carta, he escrito a su majestad para contarle lo que sabía de la situación y
solicitarle nuevas instrucciones. He aconsejado llevar al niño con las monjas,
donde sabemos que estará seguro, a menos que su majestad quiera que Arnau y sus
hombres lo lleven otra vez al palacio de Barcinona.
- Está muy apenado por la pérdida de su aya - señaló Isaach
-. Por lo que
cuenta… deduzco que él encontró el cuerpo. Fue un milagro que se salvara, ¿no os
parece? - añadió -. De momento está a salvo y sugiero que se le permita
permanecer donde está hasta mañana. Necesita descansar.
El obispo cambió de posición, incómodo.
- ¿Está en el call - No - replicó Isaach, bordeando los límites de la verdad
-. Está con un
honrado y caritativo cristiano y su esposa. No se han dado cuenta de quién es el
niño. Creen que acaba de quedar huérfano y necesita ser protegido temporalmente
de ciertos parientes codiciosos. Os aseguro que el infante pasará inadvertido
entre los propios hijos de la pareja.
- Lo traería aquí - dijo el obispo -. Éste es un refugio seguro contra los
desconocidos que están al otro lado de las puertas, pero temo que incluso en el
palacio del obispo el rey tiene enemigos. Repararían muy pronto en la identidad
del niño. Dejémoslo descansar donde está. Mañana lo trasladaremos al convento
hasta que recibamos nuevas instrucciones. Una vez que mi sobrina esté un poco
recuperada, podrá jugar con su hermano. ¿Cómo está doña Elisabet, maese Isaach?
- Se está poniendo cada vez más fuerte. Esta mañana ya ha comido algo. Ahora
estoy casi seguro de su pronta recuperación.
- Siento un gran alivio al oír esa noticia. - Dispuesto a ponerse de pie,
Berenguer empujó la silla hacia atrás, pero Isaach lo detuvo con la mano.
- Un momento, por favor, os los ruego, señor obispo. Hoy me he enterado de algo
más.
Berenguer se volvió a sentar.
- ¿Algo relacionado con el príncipe?
- No lo sé. - Isaach le hizo un resumen de lo que su hija y su yerno le habían
contado.
- La Espada del Arcángel. Una curiosa coincidencia - dijo Berenguer
-. Hoy he
recibido una carta de ese mismo hombre.
- ¿Es un hombre? - preguntó Isaach -. Creía que era una cofradía.
- Pudieran ser ambas cosas. - Berenguer cogió un papel doblado
-. Después de
los habituales saludos, dice: «La Encarnación de la Espada Llameante del
arcángel Sent Miquel se dirige a su señoría ilustrísima el obispo de la diócesis
de Gerona. El arcángel desea advertirle que Gerona, la civitas Dei de la que
hablan los santos, está bajo su especial protección. En su día, hace sesenta y
ocho años, fecha también del nacimiento de mi padre, Sent Miquel echó a los
franceses de sus puertas. Como único hijo de mi padre, he sido designado para
barrer de ella la corrupción y la maldad. Los malvados que se encuentren dentro
de sus puertas deben morir. Ellos son el clero enriquecido, especialmente el
obispo y sus canónigos y la abadesa y sus monjas; los gobernantes corruptos, es
decir, el rey y sus herederos; y los judíos, que son agentes de ambos.
»E1 Arcángel ha venido a verme y me ha ordenado que degüelle a los impíos. Ya he
comenzado mi trabajo. Renunciad al pecado y abandonad este lugar para siempre;
de lo contrario os uniréis a las filas de las almas muertas en el infierno». - Berenguer hizo una pausa
-. Tiene un estilo delicado, pero creo que este
hombre no me aprecia.
- Tengo la misma opinión, amigo.
- Pero doña Sanxa tal vez murió por llevar hábito - añadió Berenguer.
- ¿Y la niñera?
- Quizá porque estaba protegiendo al heredero de su majestad, el infante don
Johan.
- Sin embargo, hay muchos interrogantes...
- Para los que no tengo respuesta. Pero el atentado para matar al príncipe
heredero ha fracasado y debemos esconder al niño o protegerlo muy de cerca hasta
que este loco sea detenido. Su majestad no tiene otros hijos que puedan estar
amenazados, y considero que su hermano, don Ferran, puede cuidar de sí mismo. No
sentiría ninguna responsabilidad especial por su seguridad, ni en el caso de que
él fuera incapaz de protegerse - añadió Berenguer en tono seco -. Nuestro
problema se ha simplificado. Debemos proteger al convento del escándalo tratando
de descubrir qué hacía allí doña Sanxa de Baltier. Podemos dejar la Espada del
Arcángel para otros.
- Me pregunto quién será la Espada del Arcángel.
- Un loco. Quizá Romeu, sea éste quien fuere. Mis soldados lo averiguarán. Va
contra la ley amenazar de muerte al obispo. En realidad, a cualquiera - añadió
con un bostezo -. Isaach, estoy cansado y necesito reposar. El día de hoy ha
sobrepasado los límites de mi resistencia. ¿Tenéis tiempo para jugar una partida
de ajedrez, amigo?
- Lamentablemente, no estoy en forma - respondió Isaach -. Si vuestra
Ilustrísima condescendiera en decirme dónde están colocadas las piezas cuando lo
olvide, haré lo posible por ejercitar mis humildes conocimientos.
- ¡Hipócrita! - exclamó Berenguer, y cogió el tablero y las piezas de ajedrez de
la mesa del rincón.
Pero apenas hubo colocado las piezas en su lugar, oyeron que llamaban a la
puerta.
- ¡Señor obispo! - ¿Qué sucede, Francesc? - Berenguer se levantó con impaciencia y abrió la
puerta.
- Ilustrísima - dijo el canónigo -, vuestra sobrina, doña Elisabet, y la hija
de maese Isaach han desaparecido del convento y no las encuentran.
Capítulo 7
Raquel, cansada, se rebulló y cambió de posición en la silla dura en la que
estaba sentada; pensaba con añoranza en los blandos cojines y las mullidas camas
de su casa. Le habían preparado una cama en la habitación, pero cuando se
acostaba no se sentía tranquila a menos que sor Agnes estuviera allí, despierta.
Se irguió y trató de pensar en algo para pasar el tiempo. Las monjas, sobre las
cuales estaba aprendiendo mucho, pensó, parecían gozar de una notable tolerancia
a la incomodidad. Sor Agnes había estaba durmiendo sentada y erguida sobre una
silla angosta hasta unos minutos antes, cuando se excusó, murmurando que
volvería enseguida y traería algo para comer. Raquel se desperezó
disimuladamente y se volvió para controlar a su paciente.
Los ojos de doña Elisabet estaban abiertos y fijos en ella. Raquel se puso de
pie, agradecida por tener algo que hacer, y se acercó la cama.
- ¿Qué crimen has cometido para que te hayan condenado a permanecer conmigo
noche y día, Raquel?
- No es ningún castigo, doña Elisabet - replicó Raquel.
- Sin embargo, no debe de ser muy divertido.
- Cada minuto que paso aquí aprendo algo nuevo de la vida en el convento. Es muy
interesante. Lo que a vuestros ojos aparece como algo común es para mí un mundo
diferente.
- Entonces, debes orar por mi pronta recuperación - dijo doña Elisabet, y se rió - Las monjas son amables, pero una vez que pase la novedad descubrirás, como
yo, que son muy aburridas. ¡Calla! - añadió -. Creo que oigo a una en el
pasillo.
Sor Agnes entró de pronto en la habitación y colocó una bandeja sobre la mesa.
- Tenéis mejor aspecto, doña Elisabet - dijo
-. He conseguido algo especial de
la cocina. Espero que sea de vuestro agrado. - Se volvió hacia Raquel -. Si tu
paciente está mejor, Raquel, me gustaría estar un rato con mis hermanas antes de
vísperas. La abadesa me ha mandado llamar.
- Por favor, hermana - dijo la enferma -, no os quedéis por mí. Ya me siento
casi bien del todo.
Sor Agnes dudó un momento y se fue.
- Ahora - dijo doña Elisabet -, veamos lo que las buenas hermanas consideran un
manjar.
Raquel cogió la bandeja y retiró la servilleta que cubría la sopera, un trozo de
pan tierno, budín de fruta y una jarra llena de una infusión de jengibre y otras
hierbas aromáticas.
- La sopa no parece estar muy caliente - dijo Raquel.
- Sor Agnes se habrá parado a hablar con alguien en el camino hacia aquí. No
importa. ¿Qué te parece si comemos algo? Tengo hambre y me imagino que tú
también.
La abadesa Elicsenda esperaba de pie, en actitud erguida y con aire tranquilo,
en la pequeña sala de recepción próxima a la entrada del palacio del obispo.
Sólo el color de sus mejillas denotaba su agitación. Sor Marta estaba de pie
detrás de ella, tratando de disolverse en el entorno como si no tuviera más
sustancia que las sombras vacilantes que la rodeaban.
- Ilustrísima, maese Isaach - dijo Elicsenda, con voz insegura. Se detuvo y
volvió a comenzar -. Sólo puedo decir que no merezco el alto cargo que ocupo.
No creía que nadie pudiera entrar en el convento a la luz del día con algún mal
propósito e hiciera lo que ha hecho. No estaba preparada y me hago responsable
de la desaparición de vuestra sobrina y de vuestra hija. También he venido a
consultaros cuál es el mejor camino a seguir.
- ¿Qué se ha hecho hasta ahora? - preguntó Isaach, con la voz tensa.
- Para no perder más tiempo, contádnoslo mientras nos dirigimos al convento - dijo Berenguer. Se volvió al canónigo
-. Que venga el capitán de la guardia,
pero antes haced que envíe hombres a Sent Daniel y a Sent Feliu para averiguar
si han visto a grupos extraños o de aspecto sospechoso. ¡Apresuraos! - ¿Extraños en qué sentido, Ilustrísima?
- En cualquier sentido que os podáis imaginar, Francesc. No sabemos de qué
manera se las han ingeniado para sacar del convento a las dos jóvenes, una de
ellas gravemente enferma, y llevárselas lejos de aquí. Pero probablemente esto
es lo que ha sucedido.
- Sí, Ilustrísima.
- Doña Elicsenda, ¿qué se ha hecho hasta ahora? - El grupo se puso en marcha,
dirigiéndose con paso rápido hacia el convento.
- Se ha registrado el convento a excepción de los sótanos y las habitaciones sin
terminar de encima del claustro. Cuatro hermanas están examinando los sótanos y
hemos llamado al arquitecto y al constructor para inspeccionar el ala nueva. No
tengo muchas esperanzas - explicó la hermana -. Una puerta que hay cerca de las
cocinas, que siempre está cerrada y atrancada, ha aparecido abierta. Es casi
seguro que alguien ha entrado por allí. Me temo que han secuestrado a doña
Elisabet y a Raquel.
- ¿Y qué dice la hermana que estaba con ellas? - preguntó Berenguer.
- ¿Sor Agnes?
El obispo asintió, con gesto ceñudo.
- No puede decirnos nada. No estaba allí. Esta tarde doña Elisabet se encontraba
mejor y le he pedido a sor Agnes que me ayudara con las cuentas. Les ha llevado
algo de comer a doña Elisabet y a Raquel y las ha dejado con la intención de
volver al poco rato. Nos hemos retrasado más de lo que pensábamos y la hermana
se ha reunido con sus compañeras para vísperas. Cuando ha regresado, las
muchachas ya no estaban.
- Hay que enviar otro mensajero al palacio del rey - dijo Berenguer
-. Pero
antes debemos registrar el convento.
- ¿Creéis que alguien del convento…? - Isaach no pudo terminar la frase.
- Sí - respondió doña Elicsenda
-. Una hermana lega ha abierto la puerta esta
mañana para recibir las provisiones y después la ha cerrado otra vez. La hermana
le ha devuelto la llave a sor Marta y ella misma ha comprobado que la puerta
quedaba cerrada y atrancada, ¿no es así?
Sor Marta asintió.
- Mi responsabilidad es asegurarme de que las puertas queden cerradas - dijo con
voz compungida -. No me explico cómo...
- Alguien - interrumpió la abadesa -, casi seguro una de nuestras hermanas,
hizo una copia de la llave de sor Marta, abrió la puerta y dejó entrar a los
secuestradores. Después debió de conducirlos hasta la habitación de la enferma y
ayudó a sacarlas de allí. - La puerta del convento se abrió y la abadesa se
apresuró a entrar -. A pesar de que me resulta difícil creerlo, es la única
explicación racional.
- Existe otra posibilidad que no quiero pasar por alto - señaló el obispo
-. Si
mi sobrina hubiera decidido marcharse…, o escaparse, ¿es posible que hubiera
convencido a Raquel de que la ayudara?
La abadesa hizo una pausa y observó a Berenguer.
- Son dos preguntas. Puedo contestar sólo por doña Elisabet. Es difícil de creer
que haya consentido en un plan semejante. Ella sabe muy bien cuál es su posición
y, de todas nuestras pupilas, es la menos propensa a tener un desliz en su
conducta. Y vos, ¿qué podéis decirnos, maese Isaach?
- ¿Si es posible que Raquel ayudara a doña Elisabet a escapar? Quizá, si hubiera
estado bien de salud. Las dos son jóvenes y los jóvenes cometen tonterías. Pero
en las condiciones en las que se encontraba la enferma, Raquel no le habría
permitido caminar ni siquiera hasta el jardín y mucho menos huir. Mi hija se
toma muy en serio sus responsabilidades. Según mi criterio, se llevaron a las
muchachas a la fuerza.
- Ésta es también mi opinión. ¿Cuándo ha sucedido? - preguntó Berenguer.
- Durante vísperas. Es el único momento en que alguien ha podido llegar hasta
ellas.
- ¿Y el convento ha quedado totalmente desprotegido durante vísperas? - preguntó
el obispo -. ¿Dejando indefensas a dos jovencitas?
- No es momento para enojarse - observó Isaach.
La abadesa negó con la cabeza.
- El enojo es un lujo que ninguno de nosotros puede permitirse.
La hermana los condujo a su estudio y, una vez allí, guió a maese Isaach hasta
una silla. El obispo también se sentó y la religiosa se puso a pasear con pasos
lentos por la habitación mientras hablaba. Apareció sor Agnes, seguida de sor
Marta.
- ¿Cómo se han ido? A doña Elisabet deben de haberla llevado en una camilla;
está demasiado débil para cabalgar.
- Pronto lo sabremos - señaló Berenguer con más convicción de la que realmente
sentía -. Alguien tiene que haberse dado cuenta de si ha pasado una camilla por
el camino después de vísperas. Salvo que estén escondidas en la villa.
- Imposible - interrumpió con brusquedad la abadesa
-. Tan pronto corra el
rumor de que doña Elisabet ha desaparecido, no estarán seguros en ningún lugar
de Gerona. Los traicionarían. Por esto creo que están fuera de la villa. Habrán
llegado hasta donde las circunstancias les hayan permitido; dos caballos
acarreando una camilla y marchando a paso moderado durante una hora no habrán
recorrido una distancia muy larga. Pero ignoro en qué dirección.
- ¿Qué podéis decirnos vos, maese Isaach? - preguntó Berenguer en tono amable
-. Habéis estado muy callado. ¿Es por la tristeza o por vuestros pensamientos?
Isaach respiró hondo y se volvió en la dirección de la voz de su amigo.
- ¿Se pueden oír en la capilla los gritos de aquella habitación? ¿Se ha
advertido en ella algún desorden? Doña Elisabet está demasiado débil, pero
Raquel no se sometería sin gritar ni luchar. Si no se ha oído nada y no ha
habido señales de lucha, ¿qué han comido? ¿Quién ha preparado la comida? ¿Se han
descuidado de ella en algún momento? Las respuestas a estas preguntas nos dirían
algo sobre quién planeó la acción, y con qué ayuda contaba.
Sor Marta miró a la abadesa, que hizo un gesto de asentimiento. La monja salió
de la habitación tan silenciosamente como había entrado y cerró la puerta con
suavidad tras de sí.
- Además - añadió Isaach en voz baja -, ¿cómo le digo a mi mujer que su adorada
hija ha desaparecido sin dejar aparentemente ningún rastro?
- Isaach, amigo Isaach - intervino Berenguer -, todas vuestras preguntas
tendrán respuesta salvo la última. A este respecto, nada puedo decir.
La habitación quedó en silencio. El obispo se dirigió al escritorio de la
abadesa y comenzó a redactar una carta. Elicsenda fue hasta la ventana y miró
hacia fuera, como si esperara ver venir a las dos jóvenes, riendo y charlando,
tras una prolongada caminata al atardecer. Después se volvió hacia los demás.
- Perdonadme - dijo -, he estado pensando en qué convendría hacer ahora. Sor
Agnes, preguntad si han encontrado algún rastro de las jóvenes.
Sor Agnes inclinó la cabeza y salió. El silencio volvió a envolver a los allí
reunidos; sólo se oía la pluma del obispo al rasgar el papel.
Finalmente, Isaach levantó la cabeza.
- Aquí no puedo ayudaros en nada - dijo
-. Sería mejor que me fuera.
Mientras se ponía de pie, sor Marta volvió a entrar en el estudio.
- Por favor, quedaos un momento, maese Isaach - dijo la abadesa
-. Sor Marta,
¿qué habéis averiguado?
- No están en el edificio, señora. Y si en aquella habitación gritan muy fuerte
con la puerta abierta, se oye en la capilla; aunque quizá no durante los cantos.
La estancia no está desordenada. El vestido de doña Elisabet, el que estaba
colgado allí, ha desaparecido, igual que las capas de ambas jóvenes. La comida
era una sopa hecha de cordero y cebada...
- ¿Tiene un sabor fuerte? - preguntó Isaach.
- Es una sopa muy condimentada con especias para estimular el apetito - contestó
sor Marta -. Sor Felicia y la cocinera la habían preparado especialmente para
doña Elisabet. Había también pan, una tisana de jengibre e hierbas, y un budín.
Doña Elisabet y Raquel se han tomado la sopa, el pan y la tisana, pero no el
budín. Sor Agnes lo llevaba todo en una bandeja, que ha dejado un momento sobre
una mesa mientras hablaba con sor Benvenguda.
- Gracias - dijo Isaach.
- Podéis marcharos, hermana - indicó la abadesa
-. Y que nadie me moleste. - Esperó a que se cerrara la puerta -. Las drogaron con alguna pócima, las
vistieron y se las llevaron. Debieron de contar con la ayuda de alguna de
nuestras hermanas. Me avergüenza decirlo.
- Los acontecimientos de estos últimos días se agolpan en mi mente como hojas
llevadas por el viento - dijo Isaach -. Es posible que, como hojas, no sigan
ninguna pauta, salvo que nos han afectado a cada uno de nosotros. Ésta es la
única conexión entre ellos… - La voz de Isaach se fue desvaneciendo -. ¿Dónde
está Yusuf?
- Lo habéis mandado a vuestra casa - aclaró Berenguer.
- Ah, sí, ya me acuerdo. Entonces, ¿por qué esperaba su regreso? No importa. He
recorrido este camino solo muchas veces.
Capítulo 8
Sumido en el silencio y la incertidumbre, Isaach extendió una mano para tantear
el camino hacia la salida del convento. El pie le temblaba mientras buscaba a
tientas el escalón. El bastón se enganchó en algo e Isaach se tambaleó.
- Perdón, señor - dijo una voz conocida
-. Mil perdones. Me he quedado dormido
y no os he oído llegar. - Yusuf cogió la mano de su amo y lo ayudó a guardar el
equilibrio.
Pasó un minuto entero sin que Judit dijera nada. Después, se volvió hacia su
marido y lo golpeó en el pecho con los puños, una y otra vez.
- ¡Tú la llevaste allí! - gritó
-. A su propia muerte.
Isaach agarró a Yusuf del hombro y lo empujó detrás de él. No hizo ningún otro
movimiento. La tormenta de golpes amainó y finalmente cesó. Judit jadeaba.
- ¡Te dije que te mantuvieras alejado de las monjas! Mira ahora lo que ha
sucedido. ¡Mi Raquel! ¡Mi hermosa Raquel! - La mujer se deshizo en llanto y
lanzó un suspiro desgarrador -. Pudo haberse casado con un hombre rico y ser
feliz, y tú la llevaste a ese lugar - dijo con voz curiosamente apática y se
echó a llorar de nuevo.
Isaach esperó, impasible, hasta que su esposa logró calmarse un poco.
- No puedes culparme más de lo que me culpo yo mismo, Judit. Pero no es seguro,
ni siquiera probable, que nuestra hija esté muerta.
- Después de que terminen con ella, daría lo mismo que estuviera muerta - espetó
Judit con amargura -. ¿Cómo podrá regresar aquí con su vergüenza y desgracia?
Sin decir una palabra más, Isaach cruzó el patio con actitud decidida, dejando
atrás a su esposa. Yusuf observó la recia figura de su amo que desaparecía por
la puerta de su estudio, luego a su ama, apoyada en el blando pecho de Noemi, y
corrió tras Isaach. Llamó a la puerta con suavidad.
- Señor, soy yo, Yusuf.
- Entra - dijo Isaach en tono cansado. Estaba de pie en medio de la habitación,
con los brazos caídos y la cabeza levantada, como quien escucha o como un animal
perseguido que busca a sus cazadores -. Tráeme agua para lavarme y agua para
beber - dijo por fin, y se dejó caer en una silla -. Luego, vete. Si te
necesito, te llamaré. Después de cenar, puedes irte a la cama.
- ¿Os traigo la cena, señor?
La aversión y el hastío cruzaron la mirada de Isaach.
- No puedo comer. Sólo quiero agua.
Isaach se concentró con empeño en sus acciones inmediatas. Se lavó con esmero,
se puso una túnica limpia y se sentó con la espalda erguida, la cabeza en
equilibrio y las manos sobre las rodillas; la imitación perfecta de un hombre en
reposo. Sólo su respiración, con jadeos entrecortados, y sus músculos, tensos
como las cuerdas de un arco, traicionaban la turbación de su espíritu.
Para Isaach era esencial encontrar un propósito racional que guiara todos los
acontecimientos dispersos de los últimos días. Esencial pero imposible.
Recuerdos fragmentados, distorsionados por la cólera, acudieron a su mente hasta
que le infectaron el corazón y dejaron sentir su presencia: el miedo de Raquel,
el dolor de doña Elisabet, el olor del mal que les acechaba a él y a los que
estaban a su cargo y a sus protectores. Después se sintió agobiado por aquella
vieja enemiga: la oscuridad, de forma imprecisa, incontrolada e incontrolable.
Percibía su sabor espeso, caliente y seco en la boca; la percibía como una manta
pesada, que lo envolvía y le apretaba las piernas. La oscuridad, que ya lo había
privado de la visión, le arrebataba ahora el movimiento y la razón.
Tampoco podía orar. No tenía palabras para ofrecerle al Señor, salvo el parloteo
incoherente de la cólera que lo devastaba. Se quedó allí sentado, inmóvil,
silencioso e impotente.
Fuera, en el patio, los ruidos de la vida cotidiana se fueron desvaneciendo poco
a poco. Judit dejó de llorar o se llevó el llanto a otra parte. A lo lejos, las
voces penetrantes de los mellizos se apagaron. Sólo algunos pasos, de vez en
cuando, revelaban otra presencia humana aparte de la suya. Feliç maulló
interrogativamente ante su puerta y volvió a marcharse. Judit llamó a la puerta
y lo avisó para ir a comer. Pero el mundo exterior a su habitación era tan
lejano como los reinos sumergidos de las fábulas. Las voces le llegaban con un
sonido hueco y distante, y le era imposible forzarse a responder.
Después, nada. «Debe de ser ya de noche - pensó -. El mundo está en silencio.»
De pronto, este pensamiento se cristalizó fuera del caos turbulento de su mente.
«Es de noche porque el mundo está en silencio», se repitió con cautela. «¿O el
mundo está en silencio porque, en mi orgullo y mi arrogancia, me he quedado
sordo y ciego?» El terror ocupó el lugar de la ira en su corazón.
A continuación, oyó un golpe débil y el ruido de un gato pequeño al otro lado de
la puerta. «No estoy sordo - pensó con alivio -, y es de noche.» Repitió estas
palabras aferrándose a su simplicidad y coherencia y, poco a poco, su
respiración se calmó y sus músculos doloridos se relajaron.
Isaach reflexionó sobre estas dos cosas. Oía con una agudeza inusual y en la
oscuridad se las arreglaba igual que cualquiera. A pesar del dolor y el
cansancio; sentía el cuerpo fuerte y capaz. Sus pensamientos no podían ir mucho
más lejos. Cuando lo intentaba, la duda, la recriminación y el miedo volvían a
acuciarlo, y se aferró a estas dos sencillas frases como a una balsa en medio de
un torrente incontenible. «Es de noche; todavía oigo.»
La villa de Gerona dormía. Hacía rato que la luna no brillaba y algunas nubes
negras ocultaban la luz de las estrellas. En algún lugar que otro ardía una vela
con un resplandor poco natural en medio de la noche. En la capilla del convento
de Sent Daniel, las monjas cantaban laudes y la abadesa Elicsenda estaba
arrodillada. Oraba por la seguridad física de las dos jóvenes y por la seguridad
del alma de la monja desconocida que había participado en el secuestro; también
reflexionaba con cierta ansiedad sobre cuál sería la identidad de aquella monja.
Las voces se fueron apagando; las religiosas se marcharon para recuperar un poco
el sueño en lo que restaba de la noche. La abadesa se quedó, rezando y
especulando.
En su estudio, el obispo Berenguer despabiló la vela, afiló la pluma y continuó
escribiendo una versión coherente de lo sucedido, tratando, en lo posible, de
encontrarle un sentido. Como su amigo maese Isaach, Berenguer sabía que Elisabet
de Empuñes poseía demasiadas tierras y riquezas para que un secuestrador con
instinto de conservación se arriesgara a hacerle daño. Además, mientras Elisabet
viviera, Raquel - que era necesaria para proteger la salud y el honor de su
compañera - no sufriría ningún daño. Sin embargo, Elisabet no estaba lejos de
la muerte, y si muriera… Berenguer meneó la cabeza y volvió a su escrito; era
una manera de mantener alejados estos pensamientos.
En una sala apartada de sus aposentos, don Pere de Aragón estaba sentado con su
secretario y tres ministros de estado. Los ayudantes del rey iban un poco
desaliñados porque los habían sacado de la cama sin previo aviso; sobre la mesa
se encontraban las dos cartas que Berenguer había enviado desde Gerona. La
primera había llegado al atardecer, con noticias alentadoras. El rey había
pasado una tarde inquieta, atrapado entre dos emociones diferentes: el intenso
alivio por la recuperación de su hijo, a quien había dado por muerto, y el furor
contenido hacia los que le habían secuestrado. Dormía cuando llegó la segunda
carta; el mensajero había salido de Gerona al anochecer, avanzando como el
viento por las colinas, aprovechando la luz del día que quedaba y el resplandor
de la luna. Cuando ésta se ocultó, caballo y jinete avanzaron tropezando en la
oscuridad durante la última hora del trayecto. El mensajero insistió con firmeza
en que despertaran al rey y así lo hicieron.
El rey estaba sumido en un silencio sombrío. Eliezer ben Salomón, en su calidad
de secretario, leyó la carta del obispo e hizo un breve resumen de la situación.
- ¿Dónde está Castellbo? - preguntó el tesorero echando una mirada alrededor.
- Durmiendo muy tranquilo, sin duda, en el castillo que hay cerca de Gerona,
donde su obligación era proteger al infante - respondió el rey, furioso.
Cuando su voz se apagó, un pesado silencio inundó la sala. Mientras los cuatro
hombres ordenaban sus pensamientos, don Pere se dedicó a pensar en su hermano y
a meditar acerca de los próximos pasos a seguir.
«Me he vuelto como Sansón - pensó Isaach, hilvanando las palabras con dificultad
-. Ciego e impotente. En mi orgullo pensé que podía enfrentarme a los
filisteos. Les entregué toda mi fuerza y esta actitud me ha destruido.» Entonces
reparó en lo absurdo de la analogía. «¿Y quién es mi Dalila? ¿La abadesa de Sent
Daniel, esa mujer de voz y manos frías?» Comenzó a reírse de forma descontrolada
hasta que estuvo al borde de las lágrimas.
Luego, un poco más avanzada la noche, cuando el cuerpo le temblaba de
agotamiento y falta de sueño, ya no pudo dominar estos pensamientos incoherentes
que le infundían terror. Se volvieron a agolpar en el fondo de su mente,
luchando por expresarse; una voz, extraña y resonante, demoníaca y burlona,
murmuraba en su interior. «He destruido a Raquel», pensó, y la voz exultante
repetía: «Destruido a Raquel, Raquel, Raquel…».
«Debo frenar esto», pensó con desesperación.
«Frenar, frenar, frenar…», repitió la voz como un eco.
- ¡Oh, Dios mío! - exclamó en voz alta
-. Sálvame de la locura y enséñame a
encontrar la verdad.
La voz interior repitió: «Verdad», y se apagó. Después, en medio del torbellino
de sus pensamientos, sonó otra voz, seca y débil: «No olvides que la verdad
surge de la tierra, hijo mío. Está en todas partes». Era la voz de su maestro,
muerto hacía mucho tiempo, surgiendo del recuerdo o acaso enviado por el Señor
para consolarlo.
- No volveré a olvidarlo - dijo en voz alta -. Tampoco olvidaré de dónde viene
la justicia.
La paz retornó a su alma, trayéndole la convicción profunda y racional de que
Raquel estaba todavía viva.
Por primera vez en horas, Isaach se movió en su silla. De repente, se sintió
atrapado en aquella habitación cerrada y sin aire. Intentó hacer el esfuerzo de
levantar una mano. Lo logró y pudo mover los dedos. Alentado, se puso de pie;
todavía mareado y vacilante, se dirigió con paso inseguro hacia la puerta. La
abrió y dejó entrar una ráfaga de aire fresco y húmedo. El tiempo había
cambiado. En aquel momento, Fe/iç saltó con alegría a sus pies y se restregó
contra su tobillo. Isaach intentó acariciar las orejas del animal y su mano se
encontró con un cuerpo tibio y blando.
- ¿Yusuf? - preguntó, sorprendido.
- Mmm… - contestó una voz dormida
-. ¿Señor? ¿Sois vos? ¿Estáis bien?
- Pero ¿por qué estás echado en el umbral? Deberías estar en la cama.
Pero Yusuf se negó a irse del patio.
- Agradezco tu compañía, pequeño amigo - dijo Isaach
-. Olvidaba que por tus
viajes te has convertido en una lechuza. ¿Cómo está la noche?
- Todavía oscura, señor. El cielo está cubierto de nubes, pero el amanecer asoma
por los tejados del este. Es como la mañana en que nos encontramos.
- No hace tanto tiempo - señaló Isaach
-. Te has convertido en alguien muy útil
para mí en estos pocos días.
- No merezco tal elogio, señor - replicó Yusuf con la modestia propia de quien
cree lo contrario.
- Quizá no. Pero por muy útil que me resultes, muchacho, no me las puedo
arreglar sin Raquel - continuó Isaach, con la voz conmocionada por la pena -.
¿Quién me leerá? Tu ama nunca aprendió las letras y los mellizos son todavía muy
jóvenes.
- Encontraremos a Raquel, señor - dijo Yusuf en tono confidencial -. Y hasta
ese momento, yo os leeré.
- ¿Sabes leer? - preguntó Isaach, sorprendido -. ¿Cómo aprendiste?
- Mi padre me enseñó a leer en mi lengua, y las letras latinas me las enseñó un
viejo ladrón y juglar, que solía ir de pueblo en pueblo cantando, contando
historias y robando bolsas de monedas. Viajé con él hasta que se lo llevó la
guardia. Pronto aprenderé a descifrar las palabras - añadió con un toque de
arrogancia juvenil.
- Pronto - repitió Isaach, con desaliento -. No puedo esperar hasta ese
«pronto», muchacho. Estoy perdiendo la capacidad de ordenar mis propios
pensamientos. Debo volver a las palabras de los maestros o me volveré loco.
Isaach levantó la cara al cielo, como si fuera a obrarse un milagro en él que le
permitiera ver en el reino de su espíritu turbado y comprender. Un estruendo
como la voz del Señor surgió del este y las primeras gotas suaves de lluvia le
cayeron sobre los ojos y los labios.
- Ven, Yusuf, no debes mojarte - dijo Isaach con acento amable y cansado
-.
Duerme un rato y despiértame antes de que el sol esté alto.
Raquel trató de salir de aquel sueño en el que caía en un pozo profundo y de
colores brillantes. El corazón se le salía del pecho a causa del pánico. Le
dolía mucho la cabeza y notaba un gusto desagradable en la boca seca. Por un
momento pensó que estaba en su casa, en su cama; luego, recordó que estaba en el
convento. Abrió los ojos. La rodeaba la oscuridad y estaba acostada sobre algo
muy incómodo que le pinchaba la espalda. Se incorporó y sintió un malestar en el
estómago, como si quisiera devolver. Allí pasaba algo.
Palpó la superficie sobre la que estaba acostada. Parecía un jergón áspero y
lleno de paja. Movió las manos un poco más lejos hasta que los dedos tocaron
unos tablones rugosos. El suelo. Abajo se oía el rumor de una pezuña y el suave
relincho de un caballo. O se había vuelto loca o estaba acostada sobre el suelo
desigual de un granero, encima de una cuadra o un establo.
Entonces se dio cuenta de que la oscuridad no era uniforme. El cuadrado de
oscuridad menos intensa debía de ser la abertura de una ventana y la parte más
oscura, a un palmo de distancia, otro jergón u otro mueble. Aguzó el oído. Por
encima de los ruidos del establo, abajo, distinguía el sonido de una respiración
débil y superficial. «Dios mío - dijo para sí -, doña Elisabet.» Alguien, de
una manera que no alcanzaba a comprender, las había llevado a ella y a doña
Elisabet, mientras dormían, a aquella extraña estancia.
Se puso de pie con precaución. Su pelo rozó las vigas y las telarañas se le
pegaron a la cara. Se las quitó con un gesto impaciente de la mano y se dirigió
hacia el cuadrado gris, moviéndose sin hacer ruido con sus botas de cuero
blando. Cuando llegó a la tosca abertura de la pared, asomó la cabeza. El aire
era húmedo y fresco; el amanecer iluminaba el cielo por el este. En el horizonte
se advertían algunas formas, como colinas o nubes. Olió el aire con curiosidad;
los olores eran raros; se encontraban en algún lugar del campo. Se volvió hacia
el centro de la habitación, a tientas para descubrir los límites del espacio que
la circundaba. A mitad de camino, su pie tocó una irregularidad del suelo y se
agachó. Sus dedos descubrieron el contorno de una trampilla; encontró una anilla
y le dio un suave tirón. La trampilla se levantó un dedo y, de pronto, algo
impidió que siguiera cediendo. Raquel continuó avanzando en silencio. Una tabla
del suelo crujió y la muchacha se asustó. Sólo los ruidos tranquilizadores de
los animales, abajo, se filtraban hasta el granero. Siguió adelante por las
rugosas tablas hacia la pared más alejada. Allí no encontró ninguna puerta.
Había sólo una salida y estaba bloqueada.
Se acercó al otro jergón y cogió la mano fláccida de Elisabet. Estaba caliente y
tenía el pulso débil; su respiración era agitada. Iba vestida con una gruesa
túnica de seda y envuelta en un cálido manto; Raquel le aflojó la túnica y se
acuclilló al lado de la muchacha a esperar el amanecer.
Capítulo 9
Raquel y Elisabet no eran las únicas viajeras que se habían despertado en un
establo aquella húmeda y nublada mañana del jueves. El día anterior, mucho antes
de que los alcanzara el sol del mediodía, Thomas de Bellmunt se había dado
cuenta de que sólo gracias a un milagro su yegua cansada llegaría a Gerona antes
de la noche. Blaveta, la menos prometedora de las monturas de la modesta cuadra
de su padre, no había manifestado nunca inclinación a la velocidad o a alguna
otra cosa que la hiciera útil; además, durante el año anterior había vivido
cómodamente, gozando de un relativo ocio. El pobre animal no estaba en
condiciones de cabalgar.
Cuando las lejanas campanas comenzaron a dar la hora tercia, Blaveta redujo la
marcha; bastante antes del mediodía comenzó a tambalearse. Por último, bajo el
sol abrasador del mediodía, se detuvo, con la cabeza gacha; era la viva imagen
del abatimiento. Después de varios intentos infructuosos de revitalizarla,
Thomas se dio por vencido. Él mismo cumplía aquella misión sin ningún entusiasmo
y sospechaba, con culpa, que le había transmitido su desgana a la yegua. La
condujo hasta un lugar sombreado que había cerca de un arroyo y los dos
descansaron al pie de un árbol, dormitando hasta que el sol se trasladó hacia el
oeste.
Algo reanimado, el animal se lanzó al trote. Pero cuando se encontraron con el
sol de frente, Blaveta se dijo que ya había tenido suficiente. El río cercano le
resultó más tentador; disminuyó el trote y giró repentinamente hacia la
izquierda. Thomas tiró de las riendas y la espoleó. La yegua comenzó a renquear;
el jinete volvió a apretar las espuelas contra el animal. Entonces, Blaveta echó
las orejas hacia atrás, clavó las patas delanteras en el suelo y se negó a
proseguir. Thomas desmontó, dándose por vencido. Era probable que la venta donde
se había hospedado el lunes por la noche estuviera al otro lado de la siguiente
colina. Cogió las riendas con firmeza y condujo al desganado animal por el
camino.
Estaba equivocado. La primera vivienda con la que se topó - solitaria en medio
de un terreno de aspecto nada halagüeño - era una granja tipo choza, miserable
y destartalada, con una prolongación adosada a la pared que daba al este, que
podría considerarse un establo. Thomas observó el lugar con cierta indecisión.
Pero Blaveta andaba peor y sus propios pies estaban lastimados. Cualquier
cobertizo sería mejor que seguir andando o que dormir a la intemperie en
aquellos campos pedregosos. Todavía se veía el sol en el horizonte, pero el
ambiente era húmedo y pesado; Thomas sintió que se aproximaba una tormenta.
La única señal de vida era una voluta de humo que salía de vez en cuando de un
horno de ladrillos que había en el patio. Del interior llegaban los ruidos de
una batalla confusa, como si cientos de ratones se dieran a la fuga, y una mujer
morena de aspecto sucio miró por una rendija de la puerta. Alarmada, la mujer
gritó y retrocedió.
- ¡Busca a padre! - gritó, y la puerta se abrió. Un niño pequeño se deslizó por
ella y salió disparado colina abajo como si miles de soldados enemigos lo
persiguieran.
- Buena mujer - dijo Thomas -, no vengo a haceros ningún daño.
La mujer contestó con un débil grito de alarma. Un niño se echó a llorar; la voz
de una jovencita le gritaba para que se callara y se armó un alboroto.
- ¿Quién sois? - preguntó una voz detrás de él
-. No queremos extraños aquí.
Thomas se volvió, en actitud de alerta, con la mano sobre la empuñadura de su
espada, y se encontró cara a cara con un hombre tosco, de cejas negras, tostado
por el sol y de complexión robusta. A su lado, un enorme podenco - flaco y de
patas largas - gruñía suavemente.
- Estoy cumpliendo funciones para la corona, buen hombre - dijo Thomas con más
arrogancia de la que en realidad sentía -. Mi caballo y yo necesitamos albergue
para esta noche. Os pagaré bien por vuestra hospitalidad.
Por un momento pudo verse en el rostro del hombre la batalla que se estaba
librando entre la desconfianza y la avaricia. Finalmente, la avaricia venció por
escaso margen.
- ¿Qué queréis de nosotros? - preguntó en un tono algo menos amenazante.
- Un lugar para mi caballo, una cama para mí y alimento para los dos.
- Enseñadme vuestro dinero.
- Enseñadme la cama y las cuadras - replicó Thomas.
- No debéis acercaros a mi mujer ni a mi hija - dijo el amistoso anfitrión
-.
Podéis dormir en los establos con vuestro animal y os daré media hogaza de pan.
No podemos permitirnos más.
Los establos estaban vacíos, ya que sus habituales residentes, si es que había
alguno, estaban pastando en alguna parte. El techo era de paja y las dos paredes
laterales estaban construidas con toscos tablones de madera y estacas unidas con
barro. Estaba sucia, oscura y, tal vez, llena de bichos de los que infestan a
hombres y animales. No obstante, Thomas había dormido en lugares menos cómodos y
era probable que la casa no estuviera más limpia que los establos. El pan era
compacto y correoso, pero era grande y sabía a maná del cielo después de una
jornada de viaje. Después de comer y ocuparse del caballo, buscó un rincón lo
suficientemente limpio para pasar la noche.
En medio de esta tarea desalentadora fue interrumpido por el granjero que, en un
arranque de generosidad, le llevó una jarra de vino que dejó sobre el sucio
suelo.
- Mi mujer ha pensado que podíais estar sediento.
- Decidle que le estoy agradecido - respondió Thomas.
El granjero dijo algo entre dientes y se marchó.
Thomas levantó la pesada jarra y la probó con precaución. El vino de su
anfitrión era agrio y áspero, pero sirvió para quitarle de la garganta el polvo
del viaje. Se encaminó hacia la puerta para respirar aire fresco y se sentó
sobre un barril puesto de pie; se sirvió un trago más bien largo y se quedó
mirando la jarra, pensativo. Calculó que había cantidad suficiente para varios
días. El hecho de ofrecérsela a un extraño era una actitud demasiado generosa
para un hombre tan mezquino. Tras un momento de reflexión, llevó la jarra al
establo y volcó el contenido en el suelo. El vino fluyó en un pequeño río hasta
la puerta y formó un charco, que enseguida fue absorbido por la tierra. Thomas
esparció paja sobre el terreno empapado y dejó la jarra en la puerta; a
continuación, se envolvió en la capa y se acostó en un rincón sobre un pequeño
montón de paja, detrás de la yegua.
A pesar de la hora temprana, el agotamiento lo venció apenas cerró los ojos y
durmió profundamente largo rato, soñando con doña Sanxa. La muchacha se escapaba
de él, soltando una carcajada cruel y sacudiendo su magnífica cabellera roja.
Cuando extendió los brazos hacia ella, doña Sanxa se disolvió en un charco de
vino agrio y Thomas se despertó. Tardó un momento en darse cuenta de que las
voces que oía no procedían de su sueño sino del otro lado de la pared.
- ¿Y si se despierta, esposo?
- Se ha bebido toda la jarra. No despertará hasta el día del juicio.
Thomas se incorporó.
El granjero salió y se deslizó con sigilo pegado a la pared de su casa y del
cobertizo. La pequeña vela que llevaba en la mano izquierda iluminaba el terreno
que había a su alrededor, intensificando la oscuridad que lo circundaba más
allá. Cuando llegó al rincón, sacó un cuchillo de la bota y avanzó con cautela
hacia la puerta de los establos. Sostuvo la vela en alto y la yegua se movió
inquieta.
- Buenas noches, buen hombre - dijo Thomas.
El granjero dio un salto, se volvió y dejó caer la vela al suelo sucio de los
establos, donde continuó ardiendo con una llama muy débil.
- Yo en vuestro lugar la apagaría - dijo Thomas en tono afable. Estaba sentado
en el barril que había fuera de la puerta, empuñando la espada de su padre, que
brillaba a la luz de la vela caída en el suelo.
El hombre se puso a aplastar las llamas con el pie y siguió pisoteándolas hasta
mucho después de que se hubieran apagado.
- Creí que había un ladrón moviéndose en la oscuridad - dijo por fin.
- ¡Ah! - exclamó Thomas
-. Vos también lo habéis oído.
- Sí. He salido para ver quién era.
- Me ha extrañado que vuestro perro no lo oyera - observó Thomas.
- Está fuera, cazando - masculló el granjero
-. ¿Vuestra señoría no puede
dormir?
- Nada de eso. Pero mi yegua y yo siempre dormimos con el oído alerta por si
ocurre algo. Creo que Blaveta es mejor guardián que vuestro perro. Os deseo
buenas noches, buen hombre.
Thomas y su yegua se entregaron a un sueño ligero hasta que las primeras luces
del amanecer les hizo proseguir su camino muy lentamente.
Al otro lado de la tosca ventana del granero la luz se hizo más intensa. La
lluvia había caído a raudales sobre los campos circundantes, pero en aquel
momento se filtraba un pálido rayo de sol que iluminaba la prisión. El cesto de
Raquel con las hierbas y los remedios estaba en un rincón, junto con un fardo de
ropa atado de cualquier manera, pero los secuestradores - intencionadamente o no - no les habían dejado agua para beber ni para lavarse. Elisabet se quejó,
moviendo la cabeza de un lado a otro. Tenía los labios resecos y agrietados, y
la piel, caliente. Necesitaba agua y compresas refrescantes, y su herida
requería atención. Por más extrañas y aterradoras que fueran las personas de
abajo, Raquel tenía que pedirles ayuda.
La muchacha gritó, nerviosa: - ¿Hay alguien ahí? Doña Elisabet está enferma.
No hubo respuesta.
Raquel se acercó a la trampa y golpeó la puerta repetidas veces con los talones
para llamar la atención. Un caballo relinchó. No se oyó nada más. Las habían
abandonado, encerradas, sin alimentos, sin agua. Los ojos se le llenaron de
lágrimas y estuvo a punto de no oír el suave murmullo de las voces de abajo.
Aunque fingieran que estaba vacío, en aquel lugar había gente. El temor de
Raquel se disipó.
- ¡Hola! - gritó -. ¡Eh, vosotros! ¡Los de abajo! ¿Vais a dejar que esta mujer
se muera de hambre y de sed?
Esperó respuesta. No llegó ninguna, salvo el ruido que hacían los animales
intranquilos.
- ¡Alimañas! - continuó gritando más fuerte -. ¡Hijos sin padre! ¡Cobardes!
¡Teméis a mujeres indefensas! ¡Contestadme!
Raquel se desplazó con precaución por el suelo, inspeccionando el lugar cuando
ya la luz del día iluminaba el lugar. Una vez más sus pies chocaron contra el
tablón que había crujido en forma amenazadora unos minutos antes; se agachó para
observarlo. Estaba viejo, seco y rajado y, al parecer, sólo lo sujetaban unos
clavos muy endebles. Cogió el extremo que estaba suelto y tiró de él con todas
sus fuerzas. La madera crujió, se partió y se separó de la viga causando una
lluvia de escombros e insectos. La muchacha vio entonces el establo. El caballo,
que estaba atado abajo, tiró de la cuerda, retrocediendo, espantado ante el
ataque. Raquel recogió el tablón, apoyó un extremo en el suelo, pisó en el
centro con su pequeño y elegante pie y saltó. El tablón se partió en dos.
Sosteniendo el tablón partido, Raquel volvió a mirar hacia abajo a través del
espacio que ella había abierto. El caballo, agitado, daba tirones y coces, y un
hombre con aire asustado la miró fijamente. Raquel se arrodilló al lado del
agujero y metió por él el pedazo de madera.
- Abrid la trampa y traednos agua, patán, si no queréis que os tire esto a la
cabeza - dijo la muchacha con satisfacción -. El próximo aterrizará sobre los
animales y, después...
- ¡Está destrozando mi establo! - gritó una voz, más preocupada por el daño
contra la propiedad que por el ataque inminente -. Es más fuerte que un hombre.
- ¡Y seguiré destrozándolo! - dijo Raquel, embriagada por su afán de destrucción
-. ¡Lo romperé todo y echaré una maldición a vuestro ganado, patán, y también a
vuestras gallinas! Pasará mucho tiempo antes de que volváis a tener huevos,
leche y terneros. ¡Traednos agua o lo lamentaréis el resto de vuestra vida! - ¡Por el amor de Dios! ¡Estúpido! ¡Haz algo! - Era una voz nueva, que parecía
culta y airada. Curiosa, la muchacha se inclinó hacia delante hasta que
distinguió a un hombre vestido con ropas elegantes, junto a la puerta abierta.
El hombre le sonrió; era una sonrisa insolente y altanera.
- Llevadles agua y cualquier otra cosa que necesiten. No queremos que la
muchacha se nos muera, ¿verdad?
Raquel sacó lentamente el tablón podrido por el agujero y lo dejó donde había
estado antes.
- ¿Realmente puedes echarle una maldición para evitar que las gallinas pongan
huevos? - preguntó doña Elisabet, cuando les llevaron agua, leche fresca, pan y
hasta una jarra de agua hirviendo, en la que Raquel dejó que se empaparan
algunas hierbas de su cesto.
- No, señora - respondió Raquel, con modestia. Una cosa era atemorizar a un par
de ignorantes campesinos; pero el hombre más culto, con aquella sonrisa
altanera, la había aterrorizado -. No sabía cómo empezar. Y estaba tan enojada
que les he dicho lo primero que me ha venido a la cabeza.
- Eres muy inteligente.
- No sé si he sido inteligente - replicó Raquel -, pero he logrado que nos
trajeran bebida y comida. ¿Quienes son, señora? ¿Los conocéis?
Elisabet negó con un débil movimiento de la cabeza.
- Enemigos de mi padre - susurró
-. O vasallos de algún señor que anda tras mis
tierras. O las dos cosas. Quizá las dos cosas. - La muchacha cerró los ojos y
pareció que iba a dormirse -. Si tengo que casarme con un hombre feo y viejo
que quiera apoderarse de mis posesiones - murmuró -, preferiría que fuera uno
de los amigos de mi padre y no de mi tío. - Elisabet volvió la cara para que la
luz no la molestara y se abandonó a un sueño ligero.
Con las primeras luces, Thomas puso a Blaveta una vez más en camino. Se habían
alejado un trecho de aquella vivienda miserable cuando se desató un repentino
temporal que los empapó a los dos. Pero el sol apareció pronto; Thomas anduvo
hasta que el camino empezó a secarse y luego volvió a montar a la pobre y rígida
Blaveta. Marcharon a paso lento y tranquilo hasta que el sonido de un arroyo - que había aumentado su caudal con el agua de la lluvia - le recordó a Thomas
que ambos estaban acalorados, sucios y sedientos. Caballo y jinete bajaron con
dificultad la pendiente hasta un prado que había junto al río. Ya que llegaba a
su cita con un día de retraso, Thomas pensó que una hora más no tendría
importancia. Entonces decidió poner a secar la camisa, empapada por la lluvia y
el sudor, y la colgó de una rama; se lavó con brío, se tendió en la hierba suave
y terminó de comer el pedazo de pan que llevaba.
Era comprensible, y tal vez disculpable, que Thomas se quedara dormido. La noche
anterior había dormido a intervalos, con la mano sobre la espada, consciente de
la naturaleza codiciosa de su anfitrión y de la presencia peligrosa del
cuchillo. Unos arbustos situados entre el camino y el río los ocultaban de la
mirada de los desconocidos; el sol, aunque todavía cerca del horizonte oriental,
le calentaba la cara. Blaveta pacía tranquilamente mientras su amo percibía el
suave murmullo del río.
Se despertó con el sol del mediodía sobre la cara y el ruido de unos caballos.
Blaveta dormitaba al pie de un árbol. Thomas rodó sobre el estómago para
observar el desfile que pasaba. Al frente iba un hombre de aspecto tosco y ropas
bastas, montando un caballo demasiado bueno para él y conduciendo a un delicado
bayo que transportaba a una damisela de aspecto noble. Cerraba la marcha un
caballero montado en un magnífico zaino. Llevaba un traje espléndido, rojo y
negro, y la empuñadura de su espada despedía destellos bajo la luz del sol. En
medio iba una litera que colgaba entre dos robustos tordos, conducida por un
joven campesino de botas ajadas y vestido con una túnica muy sucia. El caballero
de la litera, dedujo Thomas, debía de estar demasiado enfermo para preocuparse
por el aspecto de sus sirvientes.
La comitiva se iba acercando y Thomas murmuró una maldición. Habría reconocido
aquel zaino en cualquier parte. Igual que a su jinete. Romeu. Romeu, vestido de
caballero y con espada.
Su primer impulso fue ponerse de pie y gritar su nombre. La cautela le contuvo
la lengua. Volvió a mirar y observó, consternado, que la joven tenía las manos
atadas y sujetas a la silla de montar.
La muchacha le dirigió una rápida mirada.
- ¡Deteneos! ¡Necesitamos agua! - gritó.
- Nos detendremos cuando yo lo decida - dijo Romeu.
Thomas estaba furioso. A esto se refería su tío cuando habló de escoltar a
prisioneros de alcurnia: tomar a su servicio a dos patanes desharrapados y a su
propio criado, escoltar a una señora atada a la silla de montar, y confinar a un
caballero en una litera. Vergonzosa ocupación para un caballero. Thomas había
imaginado que se trataba de rehenes extranjeros o, en el peor de los casos, de
rebeldes de alto rango. Se agachó, se vistió apresuradamente, desenvainó su
espada y comenzó a subir la colina.
Durante un instante Raquel abrió los ojos como platos y se volvió hacia Romeu.
- ¡Patán! - exclamó
-. Mi paciente necesita asistencia. Sea cual fuere la razón
por la que nos habéis secuestrado, hasta vos podéis ver que no os conviene
maltratarnos. Os aseguro que tenemos amigos...
- Silencio - ordenó Romeu en tono abrupto.
Thomas soltó una pequeña roca que bajó rodando por la colina ruidosamente.
- … que os harán la vida imposible - continuó Raquel alzando la voz todo lo que
podía -. Insisto en que me dejéis desmontar. Si deseáis...
- ¡Silencio! - vociferó Romeu mientras desmontaba de su caballo
-. He oído un
ruido.
- Tonterías - se apresuró a responder Raquel.
- Romeu, amigo mío - dijo Thomas con voz tranquila
-. Vuélvete y justifica tu
actitud antes de que te clave mi acero en la espalda.
Cuando Romeu se volvió para enfrentarse a él, ya tenía la espada preparada.
- Es el amo - espetó con desprecio.
- Arroja tu arma y desata a esta mujer - ordenó Thomas con firmeza.
- Vamos, vamos, amo. Dejadme que os dé un consejo. No arriesguéis vuestra vida
en este momento. Volved a vuestra finca y olvidemos este incidente. Estáis
interfiriendo en asuntos que no comprendéis.
- Arroja tu arma, Romeu - repitió Thomas en el mismo tomo.
- No seáis necio - dijo Romeu, y se abalanzó sobre Thomas.
Sin embargo, aunque Romeu era tan rápido y fuerte como Thomas - y mucho más
astuto en cuanto a intrigas políticas -, no había sido enviado a los siete
años, como Thomas, a aprender moral y buenas costumbres y el arte de la guerra
con su tío por vía paterna. A los trece años, Thomas había ido en barco a
Mallorca con su tío para ayudar a conquistar la isla para el rey. A los
diecisiete, había ido por su cuenta a luchar contra las Uniones en Valencia,
donde fue herido defendiendo el derecho de Pere a la corona. Cuando estuvo
restablecido, su tío Castellbo le consiguió un nuevo puesto en la corte; en
aquel entorno, extraño y hostil, no lograba moverse con eficiencia. Con una
espada en la mano, sin embargo, sabía exactamente lo que tenía que hacer.
Se lanzó al ataque con la audaz destreza que le habían enseñado sus hábiles
maestros, con la rabia y la frustración que se habían acumulado en él durante
los últimos cuatro días y con la alegría salvaje de poder, por fin, enfrentarse
con un enemigo cara a cara. Dando un paso atrás, no le costó evitar la primera
estocada profunda de Romeu. Ante la segunda, Thomas logró mantenerse al ataque,
amagando y golpeando, moviéndose con rapidez y agilidad a lo largo de una línea
cuidadosamente calculada. Romeu era hábil, pero lo perdía su arrogancia y la
creencia de que su amo era un botarate indefenso. Thomas lo hizo retroceder
hasta el borde del camino y lo hirió levemente en el brazo izquierdo. Romeu dio
unos pasos atrás y su amo siguió acosándolo en terreno rocoso. Thomas tropezó en
el suelo irregular y recibió un golpe sin importancia en el antebrazo. Cambió de
sitio, amagó y alcanzó a tocar a Romeu encima de la ceja. Con una mirada de
asombro, Romeu levantó la mano para tocarse la herida sangrante y Thomas volvió
a atacar.
Romeu cayó con una herida mortal en el pecho. Thomas sacó la espada, la limpió
sin apresurarse y volvió a envainarla.
- Esto es lo que ocurre cuando se levanta la espada contra mí, Romeu - dijo en
tono frío -. Además, has hecho mal en querer arrastrarme en tu traición. - El
ruido de unos cascos distrajo su atención un momento. Volvió la cabeza y vio
desaparecer presa del pánico al campesino desgarbado que montaba el caballo de
buena casta. El muchacho, a quien había visto marcharse a pie, no se veía por
ningún lado. Volvió su atención a Romeu -. ¿Mataste a Sanxa?
- No, amo - dijo Romeu, jadeando
-. Tampoco sé quién lo hizo. No tenían
intención de matarla. Al menos, no en este momento. - Romeu tosió; un hilo de
sangre le corría por la boca y le dilató los ojos -. Y tampoco sé quién mató a
Maria - susurró -. Ella estaba al otro lado de la villa, y no donde debíamos
encontrarnos; me traicionó y, para desgracia suya, la mató algún ladrón
circunstancial. - Romeu soltó una risa crispada, tosió y calló para siempre.
Bellmunt le cruzó las manos sobre el pecho, se santiguó, murmuró una plegaria y
corrió hacia el lugar donde se encontraba la mujer enfadada.
- Señora - dijo con una reverencia -, Thomas de Bellmunt, a vuestro servicio. - Comenzó a desatar la cuerda que sujetaba las muñecas de la muchacha
-. No sé
por qué, pero me ha parecido que mi criado, que ahora yace en tierra, os tenía
prisionera...
- Nos secuestraron - dijo Raquel, enojada -. Nos sacaron inconscientes del
convento de Sent Daniel, donde gozábamos de la protección de las hermanas. ¿Por
qué?
- No lo sé - se apresuró a contestar Thomas -. Os lo juro. Creía que Romeu era
un hombre honrado. Me equivoqué. Pero ha pagado por su traición.
Raquel liberó las muñecas de sus ataduras y se las frotó con energía.
- Doña Elisabet está muy enferma. Necesita reposo y cuidado y no que la
arrastren por los campos. - Raquel miró el suelo con turbación, consciente de
que era mucho más hábil como enfermera que como jinete. Miró con aire altanero a
su salvador, sonrojándose por lo incómodo de la situación, levantó la pierna
derecha por debajo de la falda y la cruzó sobre el lomo del animal. Con
repentina decisión, apoyó una mano en el hombro de Thomas y se apeó del bien
adiestrado caballo. Se arregló la falda con un gesto rápido y corrió hacia doña
Elisabet.
Luego, recordando la petición que había hecho Raquel, Thomas corrió hasta el río
y llenó el odre de agua fría; después siguió a la mujer hasta la litera.
- He oído que pedíais agua. ¿Puedo ofreceros un poco? Os traeré la que
necesitéis.
- ¿Quién es, Raquel? - dijo una voz tenue, débil y muy dulce detrás de las
cortinas de la litera.
- Thomas de Bellmunt, señora. Fue su criado quien nos secuestró.
- Pero no por orden mía, ¡lo juro! - exclamó
-. No imagino la razón por la que
nadie querría secuestraros. Fueran cuales fueran las intenciones de Romeu, ha
pagado muy caro por ello, señora. Lo he matado - añadió con soberbia -. Haré
gustoso cualquier cosa para compensar vuestros sufrimientos.
- Quisiera un poco de agua - dijo la voz detrás de la cortina.
Raquel corrió la cortina y sacó una taza del fardo. La sostuvo delante de
Thomas, que la llenó vertiendo el líquido del odre con mano experta.
La muchacha corrió el otro extremo de la cortina y Thomas vio una cara pálida
como la cera, enmarcada por una cabellera espesa que le hizo pensar en la miel y
en el grano maduro y en las hojas de las hayas en otoño. Los ojos oscuros eran
serenos y luminosos. La mujer sonrió y doña Sanxa se borró de sus recuerdos para
siempre. Le pareció que conocía a aquella hermosa mujer, de cejas arqueadas y
nariz perfectamente delineada, de toda la vida; se parecía a una santa de un
cuadro o a una estatua de mármol o… a su majestad, el rey. El corazón le dio un
vuelco.
Elisabet bebió de la taza y la hizo a un lado.
- Gracias, don Thomas - murmuró
-. Por el agua y por salvarnos. Soy Elisabet de
Empuñes y mi compañera… - Tosió y volvió a extender la mano para beber más agua.
- Yo soy Raquel, la hija de Isaach el médico - dijo la muchacha mientras Thomas
llenaba la taza -. Nos gustaría regresar a Gerona.
- Hay una venta aquí cerca - señaló
-. Anoche pensaba llegar hasta allí.
- Pasamos por el lugar hace menos de una hora - dijo Raquel. Buscó en la cesta y
sacó una tela de lino -. Don Thomas, si me acercáis el brazo os vendaré la
herida.
Thomas extendió el brazo. Raquel levantó la manga de la camisa y con mucho
cuidado vendó la herida superficial del antebrazo.
- Gracias, señora - dijo
-. Si puedo haceros una sugerencia… cuando vos y doña
Elisabet estéis listas para reanudar el viaje… os escoltaré hasta la venta y
después iré a Gerona para avisar a vuestros amigos de que estáis a salvo.
Regresaré a primera hora para escoltaros hasta el convento.
- Gracias, don Thomas. - La voz de doña Elisabet era tan suave que tuvo que
adelantarse e inclinarse para oír sus propias palabras -. Sois muy amable.
Thomas se sonrojó y dio un paso atrás.
- Pero antes debo ir a buscar mi caballo allí abajo, junto al río; también
traeré el de Romeu, que en realidad me pertenece a mí; el mío está en Barcinona,
con una pata trasera algo débil; por esto, como Romeu tenía a Castanya, me vi
obligado a montar este pobre animal.
Elisabet sonrió. Raquel se echó a reír.
- ¿Os divierto, señoras? - preguntó Thomas, dolido y algo ofendido.
- Así es, don Thomas - contestó Raquel
-. Y os estoy agradecida. Desde ayer
hemos vivido en un mundo de pesadillas tan extrañas que nos deleita oíros hablar
de caballos con tanta pasión y lucidez. No estáis acostumbrado a hablar con
mujeres, ¿verdad?
- Pero soy el secretario de su majestad doña Leonor - replicó Thomas, como si
con esto contestara a la pregunta. - Por favor, traed a Castanya, recuperad
vuestra yegua y salgamos de este horrible lugar - dijo Raquel.
Capítulo 10
Isaach se despertó al sentir un ligero roce en el brazo.
- Señor - dijo Yusuf con voz suave -, son más de las doce del mediodía y el ama
pregunta por vos. Os he traído algo de comer.
Su amo bajó los pies de la cama, los apoyó en el suelo y se incorporó. Estaba
extremadamente cansado y la cabeza le daba vueltas.
- No voy a comer. Todavía no. Tráeme sólo una taza de agua.
- Aquí está, señor - dijo el muchacho, y le colocó la taza en la mano.
- Ahora, muchacho, escúchame. Ve a donde está tu ama y dile...
- ¿Qué le digo, señor?
- Bueno, no le digas la verdad - dijo Isaach, cansado
-. La verdad es que no
soporto hablar con ella. La verdad es que, aunque esté rodeado de libros llenos
de sabiduría, no me sirven porque Raquel se ha ido. Dile que necesito estar solo
para poder pensar y que me voy al campo. Después, coge algo de comida y
partiremos.
Isaach se lavó con agua fría y se puso ropa limpia.
- Cruzaremos el río - dijo
-. Pero despacio, porque esta mañana me he levantado
con las piernas rígidas y me duelen. - Y los dos se pusieron a caminar, a paso
tranquilo, en dirección al puente.
El río aún estaba turbulento a causa de la tormenta de la mañana, pero el cielo
era claro y una leve brisa atemperaba el calor del sol.
- ¿Adónde vamos, señor? - preguntó Yusuf
-. Ya hemos cruzado el puente.
- A encontrarnos con un hombre que hace tiempo que quiere hablar conmigo - respondió Isaach.
- Muy bien, señor - dijo Yusuf, en tono dubitativo.
- En algún lugar, no lejos de aquí - prosiguió Isaach -, hay un árbol muy
grande y frondoso, al pie del cual un hombre puede sentarse en paz y ser visto
desde todos los ángulos.
- En aquel campo - advirtió Yusuf -. Más allá de la iglesia.
- Llévame allí, muchacho - dijo Isaach
-. Me sentaré al pie del árbol y
consideraré lo que haya que considerar.
En silencio, Yusuf condujo a su amo por el campo.
- Ahora puedes dejarme. - Isaach apoyó la espalda en el árbol e hizo un ademán
al muchacho para que se marchara. Apoyó las manos en los muslos e inspiró varias
veces de forma lenta y profunda.
- Pero señor - dijo Yusuf -, ¿qué debo hacer?
- Ve al mercado y busca respuestas - repuso Isaach, con voz soñolienta.
- ¿Respuestas, señor?
- Si no encuentras respuestas, primero debes buscar preguntas - dijo Isaach con
impaciencia -. Cuando las encuentres, regresa. Si me he ido, búscame en casa.
- Permitidme que os traiga alimento y bebida, señor.
- No, ahora déjame.
Yusuf se puso a caminar por el prado. Antes de haber dado tres pasos, se detuvo
y se volvió con aire decidido.
- Alguien ha estado siguiéndonos. - Su voz sonaba asustada.
- ¿Un hombre alto, de piernas largas, vestido de militar?
- Sí, señor.
- Ve alerta, Yusuf. Este hombre huele a maldad. Avísame tan pronto lo vuelvas a
ver.
Thomas de Bellmunt revisó sus tropas - dos señoras educadas y cinco caballos -
y las condujo con precisión militar.
- Yo conduciré los tordos - dijo a Raquel
-. ¿Podríais conducir a la pobre
Blaveta mientras cabalgáis vuestro propio caballo, señora?
- Desde luego - respondió la muchacha, e hizo una pausa
-. O creo que puedo,
don Thomas - precisó -. Como habréis comprobado, hasta ahora no había montado a
caballo. Pero el viaje de esta mañana me ha parecido fácil.
- Excelente - dijo Thomas, indeciso, mientras la ayudaba a subirse a la yegua.
La muchacha se puso bien la falda, cogió las riendas de Blaveta con una mano,
las del bayo con la otra y dio a su montura un puntapié de tanteo. El cortejo se
puso en marcha con paso vacilante.
- Si hubiera sabido todo esto, me habría vestido para el viaje antes de quedarme
dormida - dijo Raquel, mirando su vestido de fino algodón con una sonrisa
irónica. Pero pese a las incomodidades que había sufrido hasta el momento,
Raquel admitió ante sí misma que éste era el acontecimiento más emocionante de
su vida, tranquila por naturaleza. Con cierto sentimiento de culpa - pues sus
padres debían de estar muy preocupados -, también admitió que se estaba
divirtiendo enormemente. Con actitud resuelta se volvió a Thomas -. ¿Por qué
estabais al acecho en la orilla del río cuando hemos pasado por allí, don
Thomas? - preguntó en tono socarrón.
- ¿Al acecho, señora? No me estaba ocultando - protestó él
-. Ha sido por culpa
de esta yegua triste que lleváis detrás de vos.
- ¿La yegua estaba al acecho?
Algo que sonó como una carcajada hizo que se callara y mirara alrededor.
- Claro que no - contestó Thomas
-. El animal cojeaba y yo buscaba un lugar con
sombra y agua para descansar. Esta noche hemos dormido poco.
- En resumen, don Thomas, habéis ido a ese lugar para refrescaros y descansar en
lugar de cumplir con vuestra misión, fuera la que fuera.
Thomas se dio cuenta de que no debía revelar cuál era su misión y guardó
silencio. Asintió con la cabeza, consternado por lo que había estado a punto de
hacer.
- ¿Y habéis pasado una noche terrible, en la que no habéis podido dormir, en esa
venta donde intentáis llevarnos ahora? - preguntó Raquel -. No sois muy amable.
- Oh, no, señora. La venta es cómoda. Lo que sucedió anoche es que un granjero
amable y cortés nos albergó en unos establos. El hombre estaba ansioso por
ayudar a un caballo cansado - dijo con ironía - y decidió aligerar su carga,
intentando despojarme de mi dinero y deshacerse de mi persona. - Al pensar en el
incidente, experimentó un curioso sentimiento. De no haber sido por el
desdichado animal y el vil homicida, aquella aventura no habría tenido lugar. Se
rió. El claro sonido de una risa apagada resonó, como un eco, detrás de las
cortinas corridas de la litera.
La venta era el típico lugar que los viajeros esperan encontrar en un camino
transitado; ofrecía vino de mala calidad, comida poco variada pero nutritiva,
camas incómodas y suciedad a precios exorbitantes. Pero las comodidades eran
palaciegas comparadas con las cuadras, los establos y los cobertizos.
Situada a un lado del camino bajo el dorado sol del verano, tenía un aire
apacible y acogedor. En aquel momento estaba vacía, pues se habían marchado los
huéspedes de la noche anterior y todavía no habían llegado los nuevos. Eran
pocos los que decidían quedarse más de una noche. Thomas entró para inspeccionar
el lugar. El ventero estaba roncando en su cuartucho, detrás del vestíbulo; el
perro guardián abrió un ojo y lo volvió a cerrar. Thomas pasó por encima de él y
golpeó el mostrador con el puño.
- ¡Hola! ¡Ventero! - exclamó. Los ronquidos cesaron. Thomas hizo sonar las
monedas en su bolsa de manera significativa. Un par de botas golpearon el suelo
y un hombre desgreñado y soñoliento entró en la sala.
- ¿Qué…? - El hombre parpadeó y miró a Thomas de la cabeza a los pies. Habló en
tono zalamero -. Mis disculpas, vuestra señoría. Anoche hubo mucho trabajo y
yo...
- Sí, sí - replicó Thomas -. No importa. ¿Podéis proporcionar albergue cómodo y
seguro a dos señoras hasta mañana por la mañana? Una está enferma y hoy no puede
continuar el viaje.
- Por supuesto, señor - contestó el ventero con los ojos clavados en la pesada
bolsa de dinero de Thomas -. Tengo una hermosa habitación, elegante, apropiada
para la más noble de las mujeres, con un cuarto contiguo donde pueden cenar y
sentarse con toda comodidad.
- Dejadme verlo - dijo Thomas con desconfianza.
Y de esta manera, Raquel e Elisabet se encontraron en dos habitaciones donde
pasar la noche, que nada tenían que ver ni con los vulgares cobertizos ni con
las habitaciones donde se hospedaban los viajeros más humildes; además, fueron
atendidas por una muchacha de ojos grandes que, cuando se le preguntó, admitió
tener sólo once años.
Isaach estaba sentado, recostado contra el tronco del árbol, esperando. Se
concentró para percibir los sonidos y los aromas: el perfume de las flores del
campo, el chirrido y el zumbido de los insectos, los variados olores de la
hierba después de una mañana de lluvia y - tan penetrante que casi desaparecía
de la conciencia - el olor rancio del barro del río en verano y el olor más
rancio aún de la gente.
Sintió, más que oyó, la llegada del hombre. Era como si la tierra temblara al
contacto de aquellos pies. Después percibió el débil crujido de la ropa, el
sonido y el olor del cuero, no de botas mal hechas sino de arneses rígidos. Un
talabarte. Por último, el olor a sudor, a caballos y a miedo.
Isaach esperó.
La voz del hombre era áspera, pero sus palabras, cultas.
- Sois Isaach el ciego, el médico de Gerona - dijo.
- Así es - confirmó Isaach.
- Sois judío.
- Así es.
- ¿Sabéis quién soy yo?
- No - respondió Isaac
-. Pero creo que sois el que se llama a sí mismo Espada
del arcángel Sent Míquel. ¿No es así?
- No os equivocáis - replicó la Espada
-. ¿Por qué estáis sentado en el suelo,
solo y desprotegido, si sabéis que os persigue la Espada del Arcángel?
- Quería hablaros - dijo Isaach con aire de indiferencia
-. Y creí que vos
querríais hablar conmigo. Decidí sentarme aquí solo, en un lugar tranquilo, por
si veníais a verme.
- No hay nada que quiera deciros, médico - replicó la Espada
-. Pero os
escucharé. ¿Qué tenéis que decirme?
- Sólo esto - dijo Isaach - : ¿Por qué nos perseguís a mí y a los míos?
- Sólo a vos - dijo la Espada
-. No me interesan los que os rodean. Los menos
importantes los dejo a los demás. Vos sois mi objetivo.
- ¿Y por qué?
- Sois un hombre inteligente, médico. Sabéis la respuesta.
- No estoy seguro de cuáles son vuestras razones.
- Sois un hombre malvado - dijo la Espada con calma
-. Un brujo. Alguien que
domina a los demás. La gente como vos debe ser aislada del resto.
- ¿Por qué habéis esperado siete días?
- Habéis enviado espías a seguirme - replicó la Espada. Su voz se hizo más
potente.
- No he tenido necesidad de hacerlo. Durante siete días un hombre, el mismo
hombre, me ha estado siguiendo cada vez que salía del call. Tenía una forma de
andar muy particular, casi como si fuera cojo. ¿Quizá una vieja herida de
guerra?
- De la campaña de Valencia - contestó la Espada.
- … y está loco. Ahora se halla delante de mí, es el mismo hombre.
El arnés de cuero volvió a crujir.
- Por lo más sagrado, judío Isaach, estáis pidiéndome que desenvaine mi espada.
Aquí, a cielo abierto, a los ojos de cualquiera que pase. ¡No estoy loco! - Lo estáis - replicó Isaach con tristeza
-. Lo percibo en vuestra voz; lo
huelo en el sudor que emana de cada parte de vuestro cuerpo.
- ¿Es ése vuestro diagnóstico?
- Sí.
- Desprecio vuestro diagnóstico y toda vuestra sabiduría. Vos oléis a ayuno y a
penitencia inútil, ciego. ¿Cómo os atrevéis a hablar a la Espada de esta manera?
- Me atrevo porque digo la verdad. Sólo las mentiras son difíciles de
pronunciar.
- Eso es verdad - dijo la Espada -. Lo que decís… todo lo que decís… es verdad. - Su voz se elevó a causa del asombro y la exultación
-. La locura está dentro
de mí. Pero es locura divina, otorgada por Dios, y su finalidad es llevarme a
hacer lo que es justo, puro y bueno.
- ¿A los ojos de quién? - preguntó Isaach.
- A los ojos de Dios - respondió la Espada
-. Ninguna otra mirada es
importante.
- Muy interesante - dijo Isaach, con tanta calma como si estuviera debatiendo
una cuestión lógica -. Sólo otra persona que conozco sabe qué es lo que el
Señor considera correcto, justo, puro y virtuoso. ¡Qué afortunado soy de conocer
a dos personas que poseen una certidumbre tan divina! - ¿Y quién es esa otra persona? ¿Vuestro amigo, el obispo?
- ¿Su Ilustrísima? Desde luego que no. El obispo es un hombre humilde, culto,
dispuesto a admitir que otros puedan conocer la voluntad de Dios más que él. No.
Esta otra persona es mi esposa. Una mujer honrada, casta, auténtica y leal, pero
analfabeta y, quizá, un poco obstinada.
- Os estáis burlando de mí, Isaach. Sois un enemigo extraño y desagradable - añadió el desconocido, y giró sobre sus talones para marcharse
-. ¿Cómo puedo
luchar contra un ciego, incapaz de defenderse? Sin embargo, lo haré y le cortaré
la cabeza como a los demás.
- Pero ¿no aquí?
- Ni aquí ni ahora. No ha llegado aún el momento.
Mientras la Espada volvía a cruzar el prado a pasos largos y rápidos, Yusuf se
quedó observándolo con atención, detrás de un arbusto que le servía de
escondite, y se puso a temblar de miedo.
La abadesa Elicsenda ahogó un bostezo. No era el momento de pensar en dormir,
pese a que hacía mucho tiempo que no veía una cama. Paseaba de un lado a otro
del locutorio con lentitud, bajo la mirada vigilante de sor Marta, tratando de
concentrarse para hablar al obispo de la forma más precisa posible.
- Desde vísperas de ayer he pasado el tiempo rezando y hablando con las personas
de esta casa. Hoy he hecho interesantes averiguaciones sobre el convento. Unos
nada tienen que ver con la desaparición de doña Elisabet. Otros sí. - La mujer
hizo una pausa para recuperar el aliento.
- ¿Y quiénes son? - preguntó el obispo, con impaciencia. Sobre todo cuando
estaba preocupada, la abadesa solía prolongar sus discursos como un orador de
altos vuelos, actitud que irritaba sobremanera a Berenguer.
- La herida de doña Elisabet fue causada por juegos pueriles, reprensibles pero
inocentes. Parece que nadie vigilaba a las muchachas en aquel momento. Algunos
de los bordados enmarcados se cayeron y el contenido de los costureros se
desparramó; el primero por accidente, el resto… digamos… por represalias
producto de las bromas. El costurero de doña Ana se cayó y, cuando ella intentó
vengarse, tropezó y cayó sobre doña Elisabet con una gruesa aguja vieja en la
mano. Esta mañana, doña Ana me ha desvelado la causa de la enfermedad de doña
Elisabet; se ha pasado el día llorando de miedo y arrepentimiento.
- ¿No hubo intención de provocar esa herida?
- En absoluto. Doña Ana tiene doce años y es muy vivaz - hasta traviesa -, pero
es tan inocente respecto a cualquier maniobra política como el viejo podenco del
convento. Su declaración parece sincera.
- Esto es interesante, pero no nos lleva demasiado lejos.
- Bueno… doña Ana me ha contado algo más, Ilustrísima. Parece que ayer llenó una
cesta con higos del árbol del jardín y se comió la mayor parte. Está creciendo
como una espiga de trigo y siempre tiene hambre. A la hora de las vísperas tenía
un cólico. Salió de la capilla para hacer sus necesidades, según dice, y, cuando
se dirigía al corral, se vio obligada a esconderse en el momento en que dos
monjas muy altas, las monjas más altas que jamás había visto, pasaron a toda
prisa junto a ella.
- ¿Cuánto mide la niña?
- Me llega a los hombros. Ella dice que eran mucho más altas que yo, pero no me
ha dado ninguna otra descripción.
- Hombres - señaló Berenguer.
- Lo mismo creo yo - dijo Elicsenda
-. Mi altura no es nada frecuente en una
mujer, y encontrar a dos monjas más altas que yo caminando juntas sería algo
inusual. Si se tratara de una podría creerlo, pero no de dos.
- Esto nos acerca más a la identidad de esas personas - dijo Berenguer.
- Los hábitos que llevaban pertenecen a este convento, sin duda. Si hubieran ido
vestidas con ropa rara, doña Ana se habría dado cuenta; la muchacha no observó
nada extraño.
- ¿Se lo habéis preguntado?
- Sí. Y esta tarde he ordenado que me trajeran todos los hábitos del convento
para inspeccionarlos con la excusa de que había que limpiarlos, remendarlos y
guardarlos luego con espliego, para evitar la polilla. Pronto descubriremos los
que faltan. Esto podría indicarnos quién tuvo la oportunidad de robarlos y, a
partir de ahí, identificar a los impostores, con lo que nos acercaríamos
bastante a la verdad. - La mujer se sentó, fatigada de repente -. Hablabais de
traer aquí al infante don Johan para que lo cuidáramos y protegiéramos.
- Me preocupa - dijo Berenguer
-. Hasta que averigüemos algo más, traerlo aquí
sería como meterlo en la boca del lobo.
- De la loba - corrigió Elicsenda con aire ausente
-. Estoy de acuerdo. Ojalá
las cosas no fueran así, pero no se le puede hacer nada. ¿El niño está a salvo
en el lugar donde se encuentra?
- Creo que sí. Parece que no saben a quién están protegiendo, y este
desconocimiento lo pone fuera de peligro.
Thomas estaba en el patio polvoriento de la venta bajo el calor del sol
abrasador, pensando cuál sería su próximo paso. Había invadido la cocina e
incordiado a la ventera - que estaba vigilando las cacerolas - hasta que la
mujer le prometió preparar una comida tan nutritiva y exquisita que doña
Elisabet se recuperaría enseguida. También había enviado a la joven criada a las
habitaciones en tres ocasiones, con vino, fruta y mantecados. Estaba pensando en
ensillar a Castanya y salir a buscar un manantial cuya agua tenía altos poderes
curativos; su intención era ofrecérsela a la enferma. Pero había una dificultad:
la hija del médico le había dicho que doña Elisabet deseaba hablarle antes de
que se marchara. Después ya podría cabalgar hasta Gerona y entregar el mensaje
de que todo iba bien. ¿Y si la muchacha lo llamaba cuando estuviera dando
vueltas por el campo buscando el manantial? Era conveniente que se quedara
esperando. Tenía la frente empapada de sudor; sería mejor esperar a la sombra.
¿Por qué había salido al patio?, se preguntó. Los caballos. Su intención era
comprobar que el mozo de cuadras se había ocupado de los caballos. Se encaminó,
decidido, en dirección a las cuadras.
Thomas no había vuelto a recobrar la lucidez absoluta desde el momento en que
todos se dieron cuenta de que había que llevar en brazos a doña Elisabet a su
habitación. Raquel había mirado a la enferma, que hacía esfuerzos por
incorporarse en la litera, y luego a Thomas.
- Está muy débil y mareada - dijo
-. Alguien debe llevarla en brazos.
Aturdido, Thomas levantó a doña Elisabet y la llevó escalera arriba hasta la
habitación. Como si se tratara de un huevo de valor incalculable de algún pájaro
fabuloso, la dejó con gran delicadeza sobre la cama que le habían preparado. Y
cuando se marchó, haciendo una reverencia, la impronta de aquel cuerpo liviano
en sus brazos le quedó grabada a fuego para siempre.
En aquel momento, estaba dispuesto a cabalgar hasta Gerona por ella; o hasta
Jerusalén, si hubiera sido necesario. Lo que ella le pidió que hiciera era, sin
embargo, mucho más difícil. Raquel había bajado la escalera como si flotara, con
una dulce sonrisa en los labios, y le había dicho que doña Elisabet estaba
descansando. ¿Podría esperar hasta que ella le hablara antes de partir hacia
Gerona? ¿Podría esperar? Si era preciso, esperaría hasta que las murallas de
Barcinona se derrumbaran.
Y poco después, en la habitación, doña Elisabet, considerablemente recuperada,
inició con su compañera una amable pero obstinada discusión de poderes.
- Pero señora - dijo Raquel -, hace una hora estabais demasiado débil para
incorporaros en la litera y ahora pretendéis levantaros para recibir a don
Thomas.
- Claro que sí - replicó Elisabet -. Antes de dormir me dolía la cabeza, sentía
náuseas y estaba mareada a causa de la terrible poción que nos dieron. El reposo
y un poco de agua y vino me quitaron el malestar. Ayer me sentía mejor, ¿te
acuerdas?, y hoy estoy mucho mejor aún. Por favor, Raquel, ayúdame a vestirme;
de lo contrario, tendré que depender de esa patética chiquilla que nos atiende. - Soltó una risita alegre
-. ¿Crees que podría enseñarle a peinarme al estilo
francés?
Raquel se negaba a cambiar de tema.
- La verdad en que insistís en hablar con él aunque las consecuencias puedan ser
fatales.
- La verdad no tiene nada que ver con esto - replicó Elisabet, animada
-. Tengo
instrucciones que darle si es que se marcha para ayudarme. Para ayudarnos a las
dos - rectificó con tacto.
- Podríais hacerlo en la cama - dijo Raquel.
- Si me sintiera tan débil - replicó Elisabet -, lo haría. Pero te repito que
ya puedo valerme por mí misma, y prefiero no recibir a un hombre en mi
dormitorio. Aun estando en una venta y en circunstancias tan extrañas.
- Y con el pelo desarreglado - dijo Raquel.
- Discutir contigo, Raquel, es más agotador que recibir diez visitas de don
Thomas. Me recuerdas a las monjas.
Raquel cedió.
- Creo que es una tontería, pero, ya que no puedo evitarlo - dijo -, será mejor
que os ayude. Sin embargo, no tengo experiencia; no he sido doncella de ninguna
dama, os lo advierto. Me cuesta trabajo peinar mi propio pelo sin ayuda.
Elisabet sonrió con dulzura tras haber ganado la partida.
- Nos ayudaremos la una a la otra - dijo -, como hermanas.
- De todas maneras, admiro vuestro excelente gusto - señaló Raquel
-. Es un
hombre apuesto. No la clase de hombre con el que yo sueño, pero sí muy apuesto.
Y amable.
- Esto no significa nada para mí - soltó Elisabet como sin dar importancia a la
cosa -. ¡Ay! - gritó, mientras Raquel le pasaba el peine por el pelo con manos
inexpertas.
Para cuando Raquel envió a la joven sirvienta en busca de don Thomas, las dos
mujeres estaban lo más pulcras y elegantemente vestidas que les había sido
posible, dadas las circunstancias. Elisabet descansaba en un banco de madera
repleto de cojines; la pierna herida, con el vendaje fresco y limpio, estaba
bien apoyada y disimulada bajo un pliegue del vestido de seda.
Cuando entró en la habitación, Thomas no vio más que los rasgos pálidos y
hermosos de doña Elisabet. Tendida en aquel lecho improvisado, parecía blanca
como un fantasma o una estatua de mármol en su propia tumba.
- No esperaba encontrar a vuestra señoría levantada - dijo
-. Temo que el
esfuerzo exceda vuestras fuerzas. Debéis tener cuidado.
- No soy una persona débil ni discapacitada, don Thomas - dijo Elisabet con
vehemencia, incorporándose en el banco. Un débil rubor tiñó sus mejillas y sus
ojos se iluminaron -. Se me infectó una herida, pero gracias a la pericia de mi
médico y de su hija, Raquel, me estoy recuperando.
- Doña Elisabet está mucho mejor desde esta mañana - precisó Raquel
-. Anoche
alguien debió de echar una poción somnífera en nuestra cena - añadió -. Hemos
tardado bastante tiempo en librarnos de su efecto.
- ¿Sabéis quién fue? - preguntó Thomas con brusquedad.
- No - contestó Raquel
-. Nos quedamos dormidas mientras comíamos, y
despertamos en un granero. En el establo de debajo había tres hombres de aspecto
rudo. Sin embargo, no creo que fueran ellos quienes entraron en el convento, nos
drogaron y nos sacaron de allí.
- ¿Los visteis?
Por primera vez, Raquel se ruborizó.
- Arranqué un tablón del suelo y miré por el agujero.
Thomas la miró con asombro.
- Lo partió - dijo Elisabet con admiración - con sus propias manos. Luego
amenazó con golpearlos si no nos daban agua y comida.
- Actuaban a las órdenes de vuestro sirviente, Romeu - prosiguió Raquel
-. Pero
no puedo decir si fue él quien nos secuestró. Estábamos dormidas.
- Yo sólo he visto a dos hombres - observó Thomas.
- El tercero se ha quedado allí. Era su establo - aclaró Raquel.
- Sospecho que el instigador fue don Pero de Montbui - intervino doña Elisabet
-. Ese hombre tiene una gran fortuna en barcos y comercios, pero dicen que su
corazón está puesto en mis tierras. Su primera mujer le aportó prados y tierras
contiguas a las mías y, antes de que la pobre criatura estuviera enterrada, ya
andaba tras de mí.
- No dudo de vuestras palabras, doña Elisabet, pero ¿por qué Romeu secuestraría
a una mujer en nombre de Montbui? Éste debe de tener sirvientes propios en
quienes confiar.
- No lo sé - respondió Elisabet con un gesto de desconcierto
-. Cuando estaban
cerca de nosotras hablaban muy poco.
- ¿Cuánto tiempo trabajó Romeu para vos? - preguntó Raquel.
- Menos de un año. Me lo recomendó mi tío. Dijo que yo necesitaba a alguien que
supiera desenvolverse en la corte… - Al admitir su ineptitud se ruborizó -. Soy
soldado - añadió -, no un hombre de la corte.
- Esto ha quedado muy claro - dijo doña Elisabet en tono suave
-. Sólo un
soldado experimentado habría sido tan valiente para atacar a tres hombres y
vencerlos a todos. Os debemos mucho, don Thomas. - La muchacha volvió a hundirse
en los cojines.
- Debemos pedirle a don Thomas que viaje hasta Gerona, señora - dijo Raquel
-.
Está avanzando la tarde.
- ¿Qué mensajes queréis que entregue de vuestra parte en Gerona, señoras? No
debo retrasarme más. Vuestros amigos deben de estar tremendamente preocupados.
- Nada más cierto - señaló Raquel
-. Mi pobre padre… hay que avisarle enseguida
de que estamos a salvo.
- ¿Y a vuestra madre? - preguntó doña Elisabet.
- Mi madre tiene a los mellizos, la casa y los criados para dedicar su tiempo.
Padre me tiene solamente a mí. Necesita mi ayuda en casi todo lo que hace.
- Os pido disculpas por haberos retrasado, don Thomas - dijo doña Elisabet
-.
Olvidaba que somos las únicas en saber que estamos a salvo. Si fuerais a la casa
de mi tío, el obispo, y le dijerais todo lo que os hemos contado...
- El informará a mi padre - añadió Raquel.
- Y al mío también, sin lugar a dudas - dijo Elisabet con un tono acerado en la
voz que no prometía nada bueno para sus secuestradores -. Y al convento, por
supuesto.
Thomas se despidió y bajó ruidosamente la escalera. Elisabet respiró hondo y
miró, con aire culpable, a su enfermera.
- Estoy muy cansada, Raquel. ¿Me ayudas a meterme en la cama?
Raquel, que era tan generosa de espíritu como fluida en sus discusiones, se
abstuvo de hacer comentarios.
Capítulo 11
Isaach se puso en marcha por el prado en dirección al pueblo, tanteando el
terreno accidentado con los pies y el bastón. El médico recordaba cada una de
las palabras que la Espada había pronunciado. Se sintió más confuso y
atemorizado. Aquella tarde soleada en el prado, la amenaza contra su vida
parecía una posibilidad irreal y remota, a pesar de que Isaach sabía que el
hombre podría aniquilarlo sin ningún motivo. No, no era el temor a la muerte lo
que lo preocupaba. Hablar con un loco - especialmente con un loco que le quería
matar - tal vez fuera inquietante, pero Isaach estaba acostumbrado a las
desquiciadas fantasías de un alma perturbada. Quizá fuera la falta de hostilidad
en su voz lo que lo intranquilizaba. Como si matar a Isaach fuera una tarea
desagradable e innecesaria que el hombre se había propuesto, lo mismo que
limpiar de ratas un granero o un establo. Era sencillo, pensó con una amarga
sonrisa. A los ojos de la Espada, Isaach no era un ser humano.
Pero la Espada aún no atacaría. Lo había dejado bien claro. El hombre esperaba
algo, una acción que debía realizar antes de disponer de tiempo para matar al
médico. Isaach tenía tiempo de prepararse. Pero ¿qué debía hacer?
Lo invadió una sensación de profunda impotencia y tropezó. Se enderezó con la
ayuda del bastón y prosiguió su camino. De pronto, reparó en que la convicción
que le había servido de apoyo y sostén durante los últimos cinco años - de que
él, Isaach, a diferencia de otros hombres, podía controlar su propio destino a
pesar de su ceguera y de los estragos de la peste que le rodeaba - era un
espejismo. ¿Qué hacer con respecto a la Espada?
Podía no hacer caso de la amenaza, tomando la precaución, durante las semanas
siguientes, de no ir solo por la calle. O ir al palacio del obispo, o incluso al
ayuntamiento, y proclamar una alerta general. La guardia de las autoridades
eclesiásticas y civiles juntas estaría en condiciones de vérselas con un soldado
solo y demente. Él les diría… ¿qué les diría? ¿Que un hombre de piernas largas y
una ligera cojera, que portaba una espada y cuya voz y olor sólo él, Isaach,
podía reconocer, era un peligroso homicida? Evidentemente, no le era posible
describirlo. No tenía la menor idea de cómo era el hombre.
«Isaach - se dijo en voz alta, con lo que una vaca aburrida levantó la cabeza -, el gran maestro tenía razón. Pensar demasiado convierte al hombre en un
inútil.» La vaca movió los ojos y siguió pastando. «Haré que Yusuf vigile de
cerca a la Espada. El muchacho puede describírselo a los que dependen de sus
ojos. Luego iré al palacio del obispo.» Después de tomar esta decisión, se alejó
a paso rápido y con el corazón más aliviado.
Tan pronto como Yusuf vio moverse a su amo, salió sigilosamente de detrás del
arbusto donde se escondía. Cuando se alejó lo suficiente para que sus pasos no
se distinguieran del bullicio general, echó a correr para acortar la distancia
entre el prado y los Baños Árabes. Tenía algo que hablar con Johan el Grande.
En pocos días, Isaach ya había olvidado cuanto más fácil era caminar por las
calles del pueblo apoyando la manó en el hombro de Yusuf. Ahora se encontraba
solo y tropezaba en el empedrado. Una exclamación de impaciencia asomó a sus
labios y la reprimió con dificultad. De pronto, inseguro, tendió una mano para
comprobar si había llegado a la curva que conducía al call, cuando una voz
femenina aguda gritó: - ¡Mirad por donde vais! ¡Y no manoseéis a las mujeres respetables! - ¡Maese Isaach! ¿Dónde está vuestro astuto muchacho? - La voz resonó
tranquilizadora a través de las calles.
- ¡Ah! ¡Ilustrísima! - exclamó Isaach
-. Lo he mandado a hacer un recado. Por
desgracia, a pesar de su rapidez, no puede estar en dos lugares al mismo tiempo.
- Vengo del convento - dijo Berenguer, en tono confidencial
-. La abadesa ha hecho ciertos descubrimientos muy interesantes. Caminemos juntos y os contaré.
- ¿Hombres difrazados de monjas? - exclamó Isaach, cuando oyó la historia
-.
Una acción arriesgada.
- No durante las vísperas, cuando se encontrarían con poca gente - indicó
Berenguer -. Les sirvió como disfraz para engañar a la única pupila del
convento que los vio. Fue más tarde cuando la muchacha se dio cuenta de que
tenían un aspecto extraño. No pudo describirlos; solamente dijo que eran dos
monjas muy altas.
- ¡Sin duda! - exclamó Isaach -. La ropa puede muy bien alterar nuestro sentido
de la observación. Ella los vio sólo como monjas y no como gente de la calle.
- Interesante, tal vez - señaló Berenguer
-. Pero no ayuda mucho.
- Yo también he pasado una tarde «interesante» - dijo Isaach
-. En el prado, charlando con un loco que se hace llamar Espada del Arcángel.
- ¡Johan! ¡Encargado! ¿Estáis ahí? - gritó Yusuf. Se detuvo, vacilante, en los
escalones de los Baños Árabes, mirando hacia el interior abovedado. Su voz
rebotó fantasmagóricamente en las baldosas y el agua.
- ¿En qué otro lugar podría estar Johan el Grande, muchacho? - respondió el
encargado, apareciendo de pronto tras un pilar -. ¿Qué necesitas de mí? ¿Otro
baño? - El hombre soltó una fuerte carcajada y se sentó en el banco que había
cerca de la puerta.
- Hoy no, gracias, Johan - contestó Yusuf con una sonrisa nerviosa.
- ¿Te encuentras bien, joven amo? Pareces mejor alimentado - dijo Johan
-. No tan delgado y muerto de hambre.
- También más limpio - añadió Yusuf, y el encargado volvió a soltar una
carcajada -. Johan - prosiguió el muchacho -, ¿recordáis…?
- ¿Si recuerdo qué, muchacho? - La alarma en el rostro de Johan y en su voz era
tan intensa que resultaba casi cómica.
- El fardo de harapos que me quitasteis. Mis ropas. Mis ropas viejas.
Johan asintió con la cabeza.
- Me pediste que te las guardara, sólo Dios sabrá por qué, y las he guardado.
- ¿Podría ponérmelas aquí y dejar mis ropas nuevas a tu cuidado? Hasta la puesta
del sol, o antes.
- ¿Qué estás tramando?
- Sólo quiero andar por el mercado y las tabernas sin que la gente me reconozca,
como antes. Con mi ropa nueva no puedo hacerlo.
- ¿Intentas robar? - preguntó Johan de inmediato -. Porque si es así, no te
ayudaré. Maese Isaach es un hombre bueno, y un amigo para mí. Cuando en invierno
estuve enfermo me dio pociones y emplastos para la garganta y el pecho y nunca
aceptó mi dinero. Dijo que ya me pagaban bastante poco por todo mi trabajo. No
permitiré que metas en líos a maese Isaach.
- Johan - dijo Yusuf, desesperado -, Johan, busco a la Espada. Quiere la sangre
de mi amo. ¿Cómo podría yo vivir con mi amo muerto? Vestido con mis harapos
podré encontrarlo. Puedo meterme por todas partes y nadie reparará en mí.
- No es verdad, muchacho. - Johan el grande negó con la cabeza -. La Espada no
existe. Son sólo habladurías.
- Sí, existe - replicó Yusuf -. Lo sé. Es un grupo y...
- Yo también sé que se trata de un grupo - interrumpió Johan -. He estado allí.
Y también sé que no existe tal Espada - repitió con énfasis -. Algún día quizá
aparezca, pero no ahora. No hables de esto, recuerda. Es algo secreto.
- Entonces, ¿quiénes son los otros miembros, Johan? ¿Dónde puedo encontrarlos?
- No le cuentes a nadie que te lo he dicho. - Miró alrededor y bajó la voz hasta
convertirla en un susurro -. En este momento el Consejo Secreto está reunido en
la taberna de Rodrigue. Me pidieron que me uniera a ellos, pero yo no puedo
dejar los Baños.
Unos minutos más tarde, Yusuf se marchó, descalzo y vestido con harapos, dejando
tras de sí al encargado de los Baños en un estado de perplejidad y preocupación.
En los siete meses anteriores a su encuentro con Isaach, Yusuf había llegado a
conocer la distribución de la villa en todos sus detalles, especialmente las
calles de pronunciada pendiente próximas al río Onyar. Sabía qué paredes podía
escalar sin ser visto, qué tejados conducían a patios provechosos y por qué
callejuelas se podía acceder a ellos. Compartía con los gatos de Gerona un plano
de la villa totalmente diferente del que tendría en la cabeza cualquier vecino
honrado y acomodado. Y por la misma razón. Su mapa conducía a los lugares donde
podía encontrar restos de comida, abrigo contra la lluvia y la nieve, y calor en
una noche fría. Uno de estos lugares era el sucio patio que había detrás de la
taberna de Rodrigue, que estaba plagado de barriles rotos donde un niño podía
meterse, y olía a comida podrida, a orina de gato y a heces humanas. En la pared
trasera del edificio, una escalera rudimentaria conducía a unas estrechas
habitaciones que había encima de la taberna; debajo de la escalera había una
puerta baja que daba acceso a la cocina.
Yusuf se deslizó en silencio por un tejado cercano. Saltó al patio, aterrizó con
un fuerte impacto, recuperó el aliento y se agazapó detrás de un barril roto. La
esposa de Rodrigue, una mujer fornida, corpulenta y tan fuerte como su marido,
estaba en la habitación trasera, preparando sopa y, sin duda, aguando el vino,
ya agrio y flojo de por sí.
Aguardó. La esposa era astuta y observadora y, a diferencia de su marido, no se
preocupaba de probar la mercancía que vendía. No se le escapaba nada: ni una
rata ni una mosca le habrían pasado inadvertidas; mucho menos un muchacho. Pero,
en la calle, Yusuf había aprendido a ser paciente y esperó. El criado iba y
venía, trayendo y llevando cosas. En una ocasión, el criado salió al patio y
Yusuf quedó paralizado detrás de su frágil escondite. La mujer de Rodrigue se
puso a gritar en la puerta y el criado volvió a entrar. Yusuf permaneció
inmóvil. Las piernas se le entumecieron y le dolían por la posición en que
estaban, pero no las movió. Le picaba la nariz y no se rascó. Pasó un gato, en
actitud curiosa, y, al no recibir ninguna señal de vida del muchacho, siguió su
camino. Por último, Rodrigue vociferó desde la puerta principal de la taberna: - ¡Mujer! ¡Otra jarra para los caballeros!
La mujer arrojó el cuchillo sobre la mesa, maldijo a Rodrigue, al criado y a los
clientes, llenó una enorme jarra con vino del barril y la llevó a la mesa.
Yusuf cruzó corriendo el suelo lleno de mugre de la cocina y se escabulló por la
puerta que daba a donde estaban las mesas y la cocina; acto seguido, se metió
debajo de un banco adosado a la pared trasera antes de que la jarra llegara a
una mesa situada enfrente de Rodrigue. Yusuf se había detenido con los ojos y la
nariz a un palmo de unas botas sucias, calzadas encima de unas polainas aún más
sucias y atadas con cordones de cuero; un agricultor, a juzgar por el olor a
suciedad. Miró alrededor de la sala. Unos veinte hombres estaban agrupados en
torno a dos mesas con caballete, situadas entre la cocina y la escalera que
comunicaba con la calle. No veía ningún pie debajo de la tercera mesa, que
estaba en el rincón más alejado y oscuro de la sala. Llegó a la conclusión de
que no sería capaz de ver mucho más desde el lugar donde se encontraba. Se
arrastró por la pared hasta el extremo más alejado de las botas sucias, y luego
pasó del banco a la mesa, siempre arrastrándose por el suelo. Se abrió paso,
prestando atención al movimiento de los pies, alrededor del extremo más cercano
de uno de los caballetes y se metió en un espacio relativamente vacío entre las
dos filas de bebedores. No era una forma fácil de desplazarse. El suelo era de
tablas de madera, rugosas, sucias y desiguales. Cada movimiento de avance lo
pagaba con arañazos y magulladuras, pero quedarse fijo en un sitio equivalía a
ser descubierto. Llegó al primer destino con las rodillas temblorosas y jadeando
de terror, como los fugitivos.
Alguien situado inmediatamente por encima de él se puso a cantar. El muchacho
dio un brinco, sobresaltado por el ruido repentino. Otros se sumaron al canto,
dando golpes con los puños encima de su cabeza. Temblando, incapaz de controlar
la respiración y el latido desbocado de su corazón, se quedó quieto hasta que se
dio cuenta de que, en todo aquel desorden y confusión, también él podía sumarse
al canto sin que nadie lo notara.
Desde su posición ventajosa, Yusuf veía más de la mitad inferior de la sala. No
podía imaginar nada menos parecido a una reunión de una cofradía criminal.
Hablaban de vacas, toros y asnos, y de lo escandalosamente bajo - o alto, según
el orador - que era el precio del grano. Las canciones fueron decayendo en el
tono moral y en la interpretación. De pronto, un hombre alto, de aspecto serio y
vestido con sotana negra, apareció en la escalera, echando miradas a un lado y a
otro a medida que iba subiendo. Un clérigo, pensó Yusuf, para quien todos los
grados y condiciones del clero cristiano eran lo mismo. El religioso fue
entrando en el campo visual de Yusuf hasta que también él se convirtió en un par
de botas, limpias y negras, que se encaminaron hacia el rincón del fondo de la
sala. Entonces desapareció del campo de observación de Yusuf. Un poco más tarde,
otro hombre hizo lo mismo. Cuando repitió el tercero, Yusuf decidió seguir.
Avanzó hasta que llegó a un espacio abierto debajo de la mesa larga. Era
necesario que se alejara al máximo de la mirada escrutadora de la esposa de
Rodrigue (que se movía en la cocina) y que se acercara a los tres recién
llegados. Encontró un lugar libre de pies desde el que podría deslizarse,
atravesando el espacio que mediaba hasta el otro banco, y llegar hasta la mesa
central, donde se dejaría ver al mínimo. Sólo tenía que esperar a que hubiera
bullicio suficiente para que no notaran su presencia.
Al comenzar una nueva canción, Yusuf se movió con la velocidad de una serpiente
huyendo por la hierba. Su precipitado avance se vio interrumpido; atascado entre
dos enormes pares de botas, se dio de manos a boca con un perro lanudo de color
pardo. El perro gruñó y Yusuf retrocedió. Una bota le asestó un fuerte golpe en
las costillas.
- Lo siento, compañero - masculló una voz desde arriba.
- ¿Lo sientes? ¿Por qué?
- Por haberte golpeado. ¿Cómo puedes ser tan necio? ¿No te das cuentas de si te
dan un puntapié?
- A mí no me has dado ningún puntapié.
Alguien más intervino.
- Es a mi perro a quien se lo has dado; será mejor que prestes atención. A él no
le gusta y a mí tampoco - farfulló una voz fuerte y truculenta que, según la
apreciación de Yusuf, pertenecía a un par de piernas fuertes con pies grandes -. Aquí, César - dijo la nueva voz. Lenta y cautelosamente, pues aquella noche
había consumido más vino de lo que le correspondía, el dueño de las piernas
robustas se agachó para ver qué le pasaba a su perro.
Antes de hacer nada, Yusuf observó durante un instante el torso desnudo
inclinado. De repente, presa del pánico, se movió y tropezó con César, que
volvió a gruñir y dio un mordisco en el aire. El muchacho se golpeó la cabeza
contra la mesa, se metió por un hueco que encontró entre los bebedores y fue a
parar debajo de una mesa vacía que había en el rincón oscuro de la sala,
jadeando a causa del esfuerzo y jubiloso por no haber sido descubierto.
Llevado por su exaltación, se arrastró por el suelo con movimientos rápidos
hasta el final de la mesa, gateó debajo de un banco y se escabulló hacia la
entrada a una segunda habitación que había detrás de la taberna. Fue más fácil
de lo que se había imaginado. En el tiempo que tardó un granjero en cantar una
canción obscena, Yusuf se encontró ante el arco que daba a la otra sala y pegó
el oído - tan cerca como su atrevimiento le permitió - a la cortina de cuero
que cerraba la entrada, poniendo toda su atención en oír lo que ocurría allí
dentro.
El final fue rápido y repentino. Una mano poderosa lo agarró por el cuello y lo
sacó a rastras de debajo del banco.
- Rodrigue - gritó la ventera -. He pillado a un ladrón. - Sujetó a Yusuf por
un brazo mientras seguía teniéndolo agarrado fuertemente por el cuello -.
¡Llama a la guardia!
En la taberna se produjo un gran alboroto. Una voz fuerte y alegre gritó: - Dejadlo ir, madre, y traednos otra jarra.
- ¿Quién es? - gritó uno de los más curiosos.
- Colgad al pequeño sinvergüenza ahora mismo - gruñó otro.
- ¿Alguien tiene una cuerda? - gritó uno muy ingenioso, y los que estaban en su
mesa rieron a carcajadas.
Rodrigue salió de la cocina para controlar la situación. Se puso a caminar con
pasos torpes entre las mesas, obstaculizado por el movimiento de algunos
clientes aturdidos. Un granjero gordo, el de las canciones obscenas, se puso de
pie y derribó su banco. Dos hombres de complexión más menuda cayeron al suelo
junto con el banco. Cuando el granjero se volvió para observar el daño causado,
chocó con una mesa que se volcó con todo su contenido sobre el hombre que estaba
sentado al otro lado.
Yusuf forcejeó, se retorció y se escabulló con toda su fuerza y su agilidad. No
sirvió de nada. Lo volvieron a atrapar. Percibió vagamente que la puerta que
quedaba a su derecha se abría. Una voz tranquila habló al oído de la esposa de
Rodrigue.
- ¿Qué pasa, señora?
- Un ladrón - respondió la mujer -. He mandado al mozo a buscar a la guardia.
- ¿Qué ganáis con entregarlo a la guardia, señora? - prosiguió la voz, hablando
rápidamente -. Os daré una moneda de plata por él… y sin preguntas.
- ¿Por él?
- Parece un joven prometedor y, debajo de toda esa suciedad, bastante agradable.
Creo que lo conozco. No habrá quejas, no os preocupéis. - El hombre le tendió la
mano. En aquella luz velada, una moneda de plata brilló en su palma. La mujer de
Rodrigue soltó el brazo de Yusuf y cogió la moneda.
Rodrigue, cruzando la sala como un toro torpe, alcanzó por fin el centro del
tumulto. Entonces golpeó a Yusuf en la cabeza y a éste le zumbaron los oídos y
los ojos se le llenaran de estrellas. El golpe tiró a Yusuf contra un banco, con
lo que se aflojó la presión que la mujer ejercía todavía sobre su cuello. El
muchacho rodó y aprovechó su peso ligero para soltarse, dio un brinco y corrió.
Saltó por encima del banco y la mesa volcados, cayó con un pie en cada uno y,
con un salto final, llegó a la escalera.
Mientras descendía los escalones de tres en tres en dirección a la puerta, la
iracunda voz de la mujer de Rodrigue corría tras él.
- ¡Estúpido, inútil, idiota entrometido! ¿Sabes cuánto nos has costado?
Yusuf se lanzó entre dos clientes y salió a la oscuridad. Corrió por la calle,
tomó por una callejuela y luego por otra, pegado a las oscuras paredes y
tratando de mantenerse apartado de cualquier transeúnte curioso o entrometido.
Por último, después de cruzar la puerta norte de la villa, se detuvo. La cabeza
todavía le daba vueltas y sentía punzadas en la nariz. Grandes gotas de sangre
le salpicaron los pies y las lágrimas brotaron de sus ojos a pesar de los
grandes esfuerzos que hacía para evitarlo. Tropezó, cayó, se volvió a levantar y
se dirigió a los Baños. Abrió la puerta, bajó los escalones a trompicones y se
arrojó a los brazos de Johan el Grande.
Thomas regresaba del palacio del obispo y observó la plaza. A su llegada lo
habían tratado con mucha amabilidad: le ofrecieron una sala cómoda donde
esperar, un refrigerio y un lugar donde lavarse y quitarse el polvo del camino.
En resumen, todo lo que podía necesitar, excepto el obispo. El religioso volvía
del convento y seguramente había dado un paseo antes de las vísperas.
- Con el obispo nunca se sabe - dijo el secretario de Berenguer, a quien habían
llamado de inmediato -. Podría estar en cualquier parte.
- Ahí está - dijo una voz a su oído. Era de nuevo el canónigo, que señalaba
hacia el otro lado de la plaza, en dirección a la catedral. Absortos en la
conversación, dos hombres se acercaban caminando: uno con barba, alto y de
espaldas anchas; el otro, afeitado, más bajo y de complexión fuerte. A juzgar
por la vestimenta, el que tenía aspecto de luchador era el obispo.
- ¿Con quién habla?
- Creo que es el médico de su Ilustrísima - contestó Francesc Monterranes
-.
Alguien llamado Isaach. Un hombre muy experto en su profesión.
- Deseo ver a los dos hombres. Gracias, señor, por vuestra cortesía.
- Podríais mencionar a su Ilustrísima que su presencia en palacio sería
altamente apreciada.
- Lo intentaré - dijo, y se alejó a zancadas.
En el curso de una semana, Thomas de Bellmunt había pasado de creer en la
honradez de todos los hombres (menos de los que llevaban la etiqueta oficial de
enemigos de su majestad) a la confusa convicción de que no se podía confiar en
nadie, ni siquiera en la madre de uno. Por lo tanto, no quiso hablar del asunto
que lo había llevado allí hasta que estuvieron sentados en el despacho privado
de Berenguer con la puerta cerrada.
Isaach y Berenguer esperaron, algo desconcertados, a que el joven hablara.
- Antes que nada, vuestra Ilustrísima, maese Isaach, os traigo saludos de
vuestra sobrina y de vuestra hija. Están sanas y salvas, descansando en una
venta que está a una hora a caballo de aquí. He prometido escoltarlas hasta la
villa por la mañana, si os parece bien.
El rostro de Isaach se tornó pálido, ceniciento, y los dos hombres se pusieron
de pie.
- Por Dios, caballero - le dijo Berenguer a Thomas -, traed una copa de vino.
Está allí. Y la jarra de agua.
- Esperad, amigo - dijo Isaach, casi sin aliento
-. Necesito unos instantes
para reponerme y estar en condiciones. - Aceptó el vino, lo probó e hizo un
esfuerzo por sonreír -. Un vino de buena calidad, Ilustrísima. Pido perdón por
mi debilidad. Hoy no me he tomado una pausa para comer… ha sido necio de mi
parte. De todos modos, don Thomas, gracias. Os lo agradezco con todo mi corazón.
Las noticias que traéis son muy bien recibidas. Por favor, contadnos lo que
sepáis y cómo sucedió todo.
Thomas relató la historia tal como él la había entendido, haciendo una breve
mención de su participación en el rescate y sin decir una palabra del tema de
doña Sanxa.
- De modo que el misterioso Romeu - dijo Berenguer - trabajaba para vos. ¿Qué
diablos pretendía deambulando por Gerona durante una semana, provocando
disturbios y dando a entender que era un caballero? ¿Y por qué se llevó del
convento a mi sobrina y a la bondadosa Raquel por la fuerza? Una acción de lo
más vergonzoso.
- En cuanto a la primera pregunta - respondió en tono triste -, no puedo daros
una respuesta. Todo lo que sé es que la esposa de un conocido de la corte pidió
que le prestara a Romeu para llevar a cabo una delicada misión en Gerona.
Parecía una petición razonable… él era una especie de… bueno, alguien muy astuto
e inteligente.
- Una especie de bribón - interrumpió el obispo.
- Ilustrísima - murmuró -, tenéis toda la razón. Yo fui el necio que no se dio
cuenta. Juro que no tenía la menor idea de que la misión consistía en raptar a
la sobrina de vuestra Ilustrísima. Si hubiera...
- ¿Sabéis quién es ella?
- Lo sé, Ilustrísima - respondió apenado, y siguió con su historia
-. Creo que
puedo deciros por qué las jóvenes fueron secuestradas. A vuestra generosa hija,
maese Isaach, se la llevaron porque doña Elisabet estaba enferma y necesitaba
atención; no había ninguna otra mujer en el grupo que pudiera cuidarla y
proteger su honor.
- La mujer que debía cumplir esa misión estaba muerta, ¿no es así? - dijo Isaach
-. Le cortaron el cuello y la arrojaron en los Baños. ¿Sabéis por qué la
mataron?
- No - respondió Thomas con expresión sobresaltada -. Sólo sé que Romeu no la
mató. O, por lo menos, es lo que declaró antes de morir. También dijo que yo me
estaba entrometiendo en cosas que no entendía, lo que sin duda es verdad.
- Pero ¿por qué secuestraron a mi sobrina? - preguntó Berenguer, impaciente.
- Doña Elisabet cree que es el complot de un hombre rico que anda tras sus
tierras. Alguien con importantes intereses comerciales que quiere incorporar la
fortuna y el nombre de vuestra sobrina al suyo. Y ya que su maj… que su padre no
habría consentido jamás esa unión, eligió este método para lograr su objetivo.
- ¿Quién se arriesgaría, pensando que escaparía al castigo?
- Doña Elisabet pensó que podría ser Montbui.
- ¿Pero de Montbui? - La voz del obispo sonaba incrédula.
- Doña Elisabet dice que es amigo de su tío don Ferran.
- Esto divertiría a don Ferran - señaló el obispo -, aun en el caso de que
Montbui fuera condenado a muerte. No dudo que Ferran lo haya alentado. Eso si
toda la historia es cierta.
- Si su intención era aportar algo de claridad a este asunto - dijo Berenguer -, ha fracasado. Estoy más confundido ahora que antes de que hablara. - Habían
enviado a Bellmunt a cenar mientras los dos hombres se quedaron para encontrarle
algún sentido a la historia.
- Es posible que la aventura vivida por el infante no tenga nada que ver con el
rapto de vuestra sobrina - dijo Isaach -. El hecho de que algo les pase a dos
de mis pacientes en la misma noche no significa que los acontecimientos estén
conectados.
- Según parece, Romeu tenía la misión de conseguir una novia para Montbui… sin
tardanza - dijo el obispo -. Todo empieza ahí.
- Pero ¿por qué vagar por la villa provocando disturbios? - preguntó Isaach.
- Para producir un tumulto suficiente para ocultar el secuestro - contestó
Berenguer -. Fue una idea inteligente y pudo haber dado resultado.
- Excepto que doña Elisabet estaba cerca de la muerte y toda la noche estuvo
rodeada por un incómodo número de testigos.
- En efecto. Su cadáver no le habría servido de consuelo al esperanzado novio - dijo Berenguer secamente
-. Pero todavía no podemos saber lo que más falta
nos hace. ¿Quién mató a doña Sanxa de Baltier? No tiene ningún sentido. ¿Por qué
querrían matarla?
- Cierto. Pero no puedo retrasarme ni un momento más - dijo Isaach
-. Debo
volver a casa de inmediato y darle a mi esposa las buenas noticias. Ha estado
muy afectada.
- Enviaré a alguien con vos hasta la puerta del call - dijo Berenguer.
- Esta vez, Ilustrísima, no me opondré.
Cuando llegó a la puerta de su casa, Isaach notaba los efectos de aquellos dos
últimos días. Había dormido pocas horas y no había probado bocado. Había saciado
su sed con agua y media copa de vino en el palacio. Sentía náuseas y estaba
mareado a causa del agotamiento. Llamó, esperando oír los pasos de Ibrahim.
- Amo - exclamó Ibrahim, sobresaltado, como si el regreso de Isaach fuera lo
último que esperara.
- Sí, soy yo - dijo Isaach -, llama a tu ama. - Fue hasta el banco de la
glorieta y se sentó, incapaz de dar un paso más.
- Has regresado - dijo Judit. La voz pareció surgir del aire y lo arrancó de su
momentáneo sopor.
- Así es, y con la mejor de las noticias. Han encontrado a Raquel y a doña
Elisabet. Están sanas y salvas, y llegarán a Gerona mañana.
- ¡Alabado sea el Señor! - exclamó Judit, y se sentó
-. Pensaba que estaría
muerta. - La mujer estalló en sollozos profundos y desgarradores, incapaz de
pronunciar una palabra más -. Creía que no querías hablarme porque sabías que
estaba muerta - dijo por fin entre sollozos.
- ¿Cómo podría saber que estaba muerta y no decírtelo, querida? - dijo Isaach
con suavidad -. Si hubiera tenido noticias tan horribles, no te habría dejado
aquí, entre el horror y la esperanza.
- Tú tienes maneras de saber las cosas, lo admitas o no ante mí. - Y no dijo
nada más.
- No, Judit. Tengo sentido común y lógica. El Señor nos da esto a todos. Ya te
dije que los conspiradores no harían daño a ninguna de las dos. No convenía a
sus intereses. La familia de doña Elisabet es muy rica e influyente y, mientras
Raquel estuviera con ella, no la tocarían.
- Oh, Isaach - dijo la mujer con amargura
-. Los hombres te llaman sabio, pero
hay muchas cosas que no entiendes. Crees que todos los hombres son como tú y
razonan cada acción que realizan. La mayoría de los hombres hacen lo que desean
y después reflexionan sobre ello.
- Puede que tengas razón, querida - dijo Isaach
-. Pero, en este caso, todo
indica que no les han hecho daño.
- ¿Dónde están? ¿Quién se las llevó? - Su voz se volvió áspera y cortante por la
sospecha -. Estuvieron ausentes un día y una noche. ¿Con quiénes estuvieron?
Isaach suspiró, cansado. Superada la crisis, Judit buscaba a quién echarle la
culpa. Y no se conformaría con ningún pillo o bribón sin nombre; tendría que ser
alguien a quien ella le adjudicara un rostro. Isaach pensó con mucho cuidado las
palabras que diría; una afirmación imprudente y Raquel se convertiría en una
víctima. Pasaría la vida entera bajo la pesada sombra del desprecio de su madre.
Pues a los ojos de Judit, el hecho de que Raquel hubiera estado sola y
desprotegida durante toda una noche era algo irreparable.
- Parece ser que doña Elisabet fue secuestrada por un rico mercader que desea
casarse con ella. Se llevaron también a Raquel para cuidar de la salud y el
honor de esa señora. No se separaron ni un instante desde el momento en que las
sacaron del convento. Ni siquiera vieron al caballero en cuestión. El asunto
quedó en manos de dos o tres sirvientes de confianza.
- ¿Dónde están ahora?
- En una venta, en el camino de Barcinona.
- ¿En una venta? ¿Solas? Rodeadas de viajeros y vagabundos, y soldados...
- Tienen dos habitaciones con un cerrojo seguro y una criada para atenderlas a
ellas solas. Don Thomas me ha asegurado...
- ¿Don Thomas? ¿Quién es ese don Thomas?
- Es secretario de la reina, querida. Cabalgaba hacia Gerona por encargo de la
corona cuando se topó con el grupo que marchaba en dirección contraria. Dijo que
Raquel atrajo su atención, dándole a entender que no estaban allí por propia
voluntad. El hombre las rescató de manos de sus secuestradores, mató a uno y los
demás huyeron. Después las acompañó hasta la venta y se aseguró de que
estuvieran cómodas y a salvo. - Isaach puso gran cuidado en omitir la edad del
joven caballero y su apostura -. ¿No estás contenta de haber recuperado a tu
hija?
- Si estás seguro de que nada le ha pasado...
- Estoy seguro, querida.
Judit levantó los ojos y reparó en el aspecto de su esposo por primera vez desde
que entró.
- ¡Estás enfermo! - exclamó -. ¡Isaach! ¿Qué pasa?
- Nada, amor mío. Si me ves pálido es porque no he dormido ni comido mucho y...
- Si has dormido o no, no puedo saberlo - replicó Judit -, ya que te has
encerrado solo en tu habitación, pero sé que no has comido. Nada en absoluto
desde ayer por la mañana. ¡Noemi! - gritó. Y con su habitual eficiencia y dotes
de organización, Judit movilizó los recursos de la casa para atender al amo.
Berenguer envió un mensajero a la abadesa Elicsenda y a continuación se dispuso
a escribir, con atención y esmero, otra carta para su majestad. Recibió con gran
alivio la llamada a su puerta.
- Ha llegado un mensajero, Ilustrísima - dijo el criado
-. Os ha traído esto.
Ha dicho que no esperaba respuesta.
Berenguer cogió la carta, miró el sello y suspiró.
- Espera ahí - ordenó -. No… diles que hagan esperar al mensajero y le den algo
de beber mientras leo esto. Después, vuelve.
Era una carta de puño y letra de su majestad. Breve y clara, como la mayoría de
las comunicaciones que don Pere le hacía llegar. El rey llegaría con tropas al
día siguiente. Y se hospedaría en el palacio con sus hombres.
- Ve a buscar al canónigo, por favor - pidió al criado, que acababa de regresar,
jadeante -. Dile que ciertos visitantes están a punto de llegar y que venga a
hablar conmigo. Y ordena a los cocineros que calienten los hornos y comiencen a
preparar alimentos. - Las visitas reales eran siempre una calamidad. Las visitas
reales inesperadas podían llegar a ser un desastre.
Una vez que Isaach hubo comido y Judit se hubo retirado a supervisar las tareas
de la casa, Yusuf llamó a la puerta.
- ¿Amo? - Llamó suavemente, pues quería evitar al ama o a Ibrahim.
- ¿Yusuf? - dijo Isaach, y se acercó a la puerta para abrirla
-. Has regresado
tarde. ¿Has comido?
- No, señor.
- Come, entonces, lo que ha quedado en la mesa. Si es que hay algo.
- Hay suficiente - dijo Yusuf, mirando los restos de la comida de Isaach. Puso
un pedazo de pescado sobre un pan y se lo comió como si estuviera muerto de
hambre -. Vengo de la taberna de Rodrigue - dijo tan pronto hubo tragado -,
donde están reunidos los del Consejo Secreto de la Cofradía de la Espada.
- Esto ha sido una necedad, muchacho. ¿Te han visto? ¿Alguien te ha reconocido?
- Nadie, señor - contestó Yusuf mientras cogía otro pedazo de pescado
-. Me
había vestido con los viejos harapos que Johan el Grande me había guardado, he
vuelto a ensuciarme y me he arrastrado por debajo de las mesas. No he podido oír
todo lo que decían porque he tardado un rato en acercarme sin ser visto a la
puerta de la sala donde estaban reunidos. Después, la esposa de Rodrigue me ha
sorprendido. - Puso arroz y verduras sobre un pedazo de pan, le añadió una
tajada de cordero e hizo una pausa para comer.
- ¿Qué ha sucedido?
- Nada. Me quería entregar por ladrón aunque yo no había tocado nada, pero, en
un descuido, me he soltado y he podido escapar. He ido corriendo hacia los Baños
y Johan me ha dejado bañarme y me ha devuelto mi ropa nueva. Después he vuelto a
casa.
- Ya veo. ¿Y qué has oído?
- Bueno, señor, primero Johan me ha dicho que la Espada no existe.
- ¿De qué hablabas con él para que te dijera esto?
- Le he preguntado si sabía algo de la cofradía… ya que él oye muchas cosas
aunque no siempre lo entiende todo. Delante de Johan nadie mide sus palabras.
- ¿Y sabía algo?
- Creo que ha tratado de decirme que lo hicieron miembro. Me ha dicho que había
una reunión en la taberna de Rodrigue… por esto lo he sabido… y que querían que
él estuviera allí. Pero él no podía dejar los Baños sin encargado.
- Muy interesante, muchacho. Y Johan dice que la Espada no existe.
- Exacto - subrayó Yusuf, metiéndose una galleta de miel en la boca
-. Va a
existir algún día, pero aún no.
- ¿Qué quería decir Johan con esto?
- No lo ha sabido explicar. Luego, en la taberna de Rodrigue, he oído decir que
estaban casi preparados y que volverían a tratar el asunto en la reunión del
sábado por la noche. Delante del grupo al completo. Han preguntado si todo el
mundo sabía lo que tenía que decir y hacer. Pero mientras contestaban, me han
descubierto.
- ¿Dónde será la reunión?
- Alguien ha dicho que sería en los Baños. Otro ha preguntado si Johan estaba de
acuerdo; el primer hombre ha dicho que no importaba… que él se ocuparía de Johan
si ponía pegas.
- ¿Puedes decirme quién estaba allí?
- Cinco hombres. Mientras escuchaba, han mencionado tres nombres: Raimunt, Sanxo
y Martin. Martin, el encuadernador - añadió Yusuf, y se puso a temblar -. Lo he
visto. También he visto a un religioso, alto y delgado y de aspecto muy serio.
- Este es Raimunt. Un clérigo - precisó Isaach
-. El otro sería Sanxo, el
palafrenero. Nicholau también mencionó su nombre.
- Sé que había dos más, pero no he oído sus nombres. - Yusuf alargó el brazo
para coger otra galleta de miel pero se lo impidió un grito procedente de
arriba.
- ¿Dónde has estado? - La voz de Judit sonaba como una sirena de alarma
-.
¡Muchacho inútil! Tu deber es quedarte con tu amo y has dejado que anduviera
solo por ahí. No ha comido ni bebido nada en todo el día. Y tú regresas sólo a
llenarte el estómago. - Isaach la oyó moverse con pasos rápidos por la escalera
-. ¡Dios mío! - exclamó con voz sobresaltada -. ¿Qué te ha pasado? ¿Has estado
peleando? ¿O alguien te ha atacado?
- ¿Qué le pasa? - preguntó Isaach.
- Tiene un ojo tan hinchado que no puede cerrarlo, un corte en la frente y un
arañazo en un lado de la cara.
- Ha estado en la guerra, querida, bajo mis órdenes. Lo siento, muchacho. No
quería que te lastimaran.
- Johan me ha curado, señor. Me ha puesto salvia en las heridas; me ha dicho que
vos se la habíais dado. ¿Es verdad?
- ¿Salvia? - Hizo una breve pausa -. Supongo que sí. Era para la tiña, según
recuerdo, pero no te hará ningún daño. - Alargó el brazo y tocó la cara del
muchacho con delicadeza, buscando la hinchazón y los cortes -. Tengo remedios
mejores para tus heridas. Y mientras estabas luchando, nos han llegado buenas
noticias. Han encontrado a Raquel y a doña Elisabet. Están sanas y salvas y
volverán aquí mañana.
- Entonces, todo está bien, señor, ¿no? Ya no tendréis más problemas.
Capítulo 12
Thomas de Bellmunt llegó a la venta al salir el sol, cuando los huéspedes más
madrugadores se estaban marchando.
- Ventero - llamó impaciente -. He vuelto a buscar a las señoras. ¿Están
despiertas?
- ¿Despiertas, señor? - El hombre se rió y recogió un montón de monedas
-.
Gracias, señor - murmuró, y volvió su atención hacia Bellmunt -. Ya hace rato
que se levantaron - dijo -. Partieron anoche, antes de la puesta del sol.
Thomas sintió que se quedaba sin sangre en las venas.
- ¿Qué queréis decir?
- Lo que os he dicho, señor. El padre de la mujer vino a buscarla.
- ¿Su padre? - exclamó mientras trataba de imaginarse a don Pere, rey de Aragón
y conde de Barcinona, con toda su majestad, en aquella taberna, negociando con
el hombre que tenía delante -. ¿Estáis seguro?
- El caballero dijo que era su padre. Y tenía edad para serlo.
- ¿Qué aspecto tenía? - preguntó Thomas.
- No era ninguna belleza - respondió el ventero, riendo
-. Más bien bajo. Bien
alimentado y con la piel rugosa y picada por la viruela. Pelo castaño, el poco
que tenía.
- Ah, sí - dijo Thomas.
- Supongo que vos lo reconoceríais. Estaba contento de haberla encontrado, dijo.
Pagó la cuenta y algo más. Sin embargo, la señora y la otra mujer que estaba con
ella no parecían muy contentas de que las hubieran encontrado, si esto os trae
algún consuelo. Vuestra hermosa señora pidió que os dijera que tenía razón con
respecto a él. Añadió que vos sabríais lo que esto significaba.
- Gracias, ventero. Comeré un poco de pan con fiambre antes de seguir
cabalgando. ¿Dijeron adónde se dirigían? - Hizo tintinear las monedas en la
mano.
- Ni una palabra, señor. Pero, según creo, no iban muy lejos. Cuando partieron
faltaba poco para que se pusiera el sol, y planeaban llegar a destino antes de
que oscureciera. - Las monedas volvieron a sonar -. Alguien vio dos tordos con
una litera en el camino de Valtierra. - Las monedas cambiaron de mano.
- ¿Se llevaron los caballos?
- Dijeron que eran suyos, señor. No había razón para que no les creyera.
- ¿También la yegua?
- También la yegua.
- Pobre Blaveta. No obstante, espero recuperarla.
- Espero que sí - dijo el ventero
-. Os traeré el pan y el fiambre.
El camino de Valtierra también conducía a la finca de doña Sanxa. Allí habían
tenido que llevar a las jóvenes. No fue difícil deducir qué había sucedido, aun
sin el comentario aclaratorio de doña Elisabet. La descripción de su «padre»
había sido suficiente. Los cómplices de Romeu los habían seguido hasta la venta
y habían avisado a Montbui. El hombre llegó, sobornó al ventero y se las llevó.
El caballo de Thomas estaba fresco, la distancia no era larga y el sol comenzaba
a elevarse. Podría llegar a la finca a tiempo para rescatarlas de nuevo.
El joven cogió el alimento de las manos del ventero, le pagó y se encaminó con
paso presuroso al patio interior. Tomó un bocado como desayuno, guardó el resto,
montó a Castanya y cabalgó con todas sus fuerzas en dirección a la finca.
- Su intención es casarse conmigo lo más pronto posible - había dicho Elisabet
en voz baja. Dos hombres las habían acompañado a una habitación del piso
superior de la finca de doña Sanxa, donde las encerraron. El ama de llaves
volvió con comida, agua y vino, y señaló una cómoda llena de ropa. Era ese
mueble el que había sugerido el comentario de doña Elisabet.
Desde el momento en que Montbui y sus dos ayudantes irrumpieron en la venta,
doña Elisabet no habló ni quiso aceptar otra ayuda que la de Raquel. Tuvo que
hacer penosos esfuerzos para subir y bajar de la litera; después, entró en la
casa cojeando exageradamente y abatida como una flor marchita. Raquel sostuvo a
doña Elisabet con valentía mientras ésta subía la escalera a paso lento,
jadeando y con la mano apretada contra el pecho. Una vez en la habitación, se
dejó caer en una silla grande, con la cabeza echada hacia atrás, demasiado
agotada para moverse.
- ¿Os lo ha dicho? - preguntó Raquel también en voz baja.
- ¿Cuándo? Te he tenido a mi lado desde que han llegado a la venta.
- Es cierto.
La muchacha frunció el entrecejo y se mordió un dedo.
- Pero Montbui no podrá hacer nada hasta la mañana. Hasta entonces estaremos a
salvo.
- ¿Estáis segura?
- Ningún sacerdote nos casaría ahora. El día está muy avanzado. No… llegarán al
amanecer y tratarán de llevarme ante un sacerdote. Oh, Raquel, ¿qué haremos?
¿Será posible salir de aquí?
Raquel se acercó a la ventana, abrió los postigos y miró en la oscuridad.
- No. Aunque fuera posible, estáis demasiado débil para saltar por una ventana.
Y nos han encerrado.
- No estés tan segura de ello. ¿La mujer se ha llevado la llave?
- Sí - contestó Raquel
-. Ya he mirado.
- Me siento mucho mejor - susurró doña Elisabet -. Sé que debería sentirme peor
por no haber descansado, por no cuidarme y por todo lo que nos ha pasado, pero
me estoy restableciendo. La pierna ya no me duele. Mírala.
Raquel colocó una vela en el suelo, cerca de ellas, y se arrodilló sobre la
alfombra, delante de doña Elisabet. Hizo a un lado el vestido sucio y manchado
por el viaje.
- Entonces, ¿por que os apoyabais sobre mí como un burrito agonizante, señora? - murmuró.
- Porque ellos no deben darse cuenta. Si podemos aplazar la boda lo suficiente,
Bellmunt podrá recibir mi mensaje y enviará a alguien a rescatarnos. - La
muchacha hizo una pausa -. Parece que hay poco personal doméstico. Las dos
sirvientas que hemos visto y quizá una o dos más. Y los dos hombres de Montbui.
Uno de ellos es el cobarde que huyó durante el ataque de don Thomas. Sólo
necesitamos tres buenos caballeros, o tal vez sólo dos, para liberarnos.
- ¿O el valiente don Thomas solo? - sugirió Raquel con una sonrisa irónica
mientras empezaba a deshacer el vendaje.
- No seas tonta - dijo Elisabet -. No tengo ningún interés por don Thomas.
- ¿Qué diría vuestro padre si quisierais casaros con alguien que a él no le
gustara? - susurró la joven -. Suponed que Montbui fuera apuesto, joven y
encantador, ¿os permitiría casaros con él?
Elisabet soltó una carcajada que se convirtió en tos.
- Es muy probable que no - murmuró
-. Si me enamorara de alguien adecuado,
podría llegar a considerarlo. Pero alguien a quien no aprobara… - Elisabet hizo
gestos de negación con la cabeza.
- ¿Os haría casar con alguien a quien detestarais? - Raquel sacó el emplasto
frío y acercó la vela para inspeccionar el borde del absceso.
- Eres muy indiscreta - repuso Elisabet con frialdad.
- Lo siento, señora - dijo Raquel, y se ruborizó, ofendida y avergonzada.
- En todo caso, es una pregunta que no podré contestar hasta que esto se
produzca. - En aquel momento se oyó el crujido de un tablón y Elisabet bajó la
voz hasta convertirla en un murmullo -. Mírame la pierna y di lo mal que está
la herida. Están escuchando detrás de la puerta.
- Y observando - señaló Raquel
-. Señora - dijo elevando la voz -, todo este
viaje no os ha hecho ningún bien. ¿Os duele? - Raquel apretó la zona alrededor
de la herida.
- ¡Ay! - gritó Elisabet, y se echó otra vez hacia atrás en la silla en actitud
de abandono y desesperación.
- No tan exagerado, señora - susurró Raquel -. ¡Socorro! - gritó
-. Doña
Elisabet necesita asistencia.
Se oyeron pasos por la escalera; la puerta se abrió con sospechosa rapidez y
Raquel comenzó a dar órdenes: que llevaran enseguida infusiones, emplastos, ropa
de cama limpia y buen caldo.
- Despertad al sacerdote - dijo Pero de Montbui, con sus redondas y rubicundas
mejillas aún más redondas y rosadas a causa del enfado.
- Es tarde - replicó el mayordomo de doña Sanxa. No estaba nada contento con la
invasión de aquella tarde. No sólo detestaba a Montbui, sino que además se
sentía profundamente agraviado por el trabajo extra que le estaba dando. Su
opinión de aquel hombrecillo tenía mucho en común con la de su venerable
majestad, don Pere. Montbui era un estorbo.
- No me importa - dijo Montbui -. Despertadlo. Decidle que voy a casarme con la
mujer esta noche. ¿No veis, hombre, que he de casarme con ella ahora, que mañana
por la mañana podría estar muerta? - Se puso de pie como esperando que esta
altura suplementaria indujera a la acción a aquel ridículo campesino -. Nos
puede casar en la habitación de Elisabet. De este modo, no se verá obligada a
dejar la cama.
- No lo hará - indicó el mayordomo -. Lo hizo una vez y se enteró el arzobispo.
Casi lo suspendieron a causa del incidente, y el hombre ama su condición de
sacerdote. Además, la boda se anuló - añadió con desprecio, y sonrió. La
historia era un invento de pies a cabeza pero tenía trazas de veracidad, y el
hombre no estaba dispuesto a cabalgar en plena noche para despertar al
sacerdote.
Montbui empezó a pasearse por la habitación con pasos rápidos.
- Al amanecer, entonces - dijo
-. Despertad al sacerdote al amanecer. Haced que
vuestra esposa despierte a la señora y que la vista; si es preciso, la
llevaremos en brazos hasta el altar.
Castanya era un animal diestro, rápido, robusto, pequeño y de paso firme, y
llegó a la finca respirando todavía con comodidad; sólo un sudor ligero
oscurecía su piel lustrosa. Thomas redujo la marcha hasta hacerlo caminar y se
aproximó a la propiedad con cautela.
La casa era de tamaño medio y bastante baja. En aquellos momentos estaba muy
silenciosa. Un perro estaba tendido al sol en el ala este del edificio. El
animal se incorporó, se estiró, ladró para avisar a los de la casa de que un
hombre extraño y su caballo habían llegado y, a continuación, habiendo cumplido
con su deber, se retiró a su cómodo lugar de descanso. Aparte de esto, no se
apreciaba ninguna otra señal de vida. Los postigos de todas las ventanas estaban
cerrados, así como la puerta. El corazón de Thomas dio un vuelco. Estaba
convencido de que Montbui la llevaría allí. Desmontó y comenzó a buscar algún
indicio de vida y agua para su caballo.
El cuadro era más alentador detrás de la casa. Un exquisito aroma a cordero
asado salía por una ventana. Una mujer robusta y activa estaba extendiendo unas
sábanas sobre unas ramas para que se secaran al sol, con la ayuda de un muchacho
de unos doce años.
- Buenos días, Ana - dijo simplemente -. ¿Cómo estás?
Sobresaltada, la mujer se volvió y se inclinó para hacer una reverencia.
- ¡Don Thomas! Os estábamos esperando.
- ¿De verdad? - preguntó.
- Sí. Con el niño. Sólo...
- Ah. Sí. Lo siento.
- No tenéis por qué. No fuisteis vos quien le cortó el cuello - dijo la mujer.
- No, no fui yo. - Miró alrededor
-. ¿Tenéis algún otro visitante?
- ¿Os referís a don Pero? ¿Sois amigo de su Ilustrísima?
Thomas estaba a punto de proclamarse amigo del alma de Montbui cuando observó la
expresión del rostro de la mujer.
- En absoluto - respondió con firmeza -. Tengo razones para creer que don Pero
se ha llevado contra su voluntad a dos damiselas, a quienes yo debía escoltar
sanas y salvas a Gerona.
- Bueno… se está casando con una de ellas en estos instantes - dijo la mujer con
seriedad -. Lo que estoy preparando es el desayuno de la boda.
* * *
La escena en la iglesia del camino era curiosa. En el altar se encontraba el
novio, nervioso, con la rubicunda cara perlada de sudor, mirando enfadado a
todas partes. A su lado, la novia, con la tez pálida, estaba sentada en una
silla que el ayuda de cámara de Montbui le había facilitado a toda prisa. Raquel
estaba de pie al lado de doña Elisabet, y de vez en cuando le susurraba algo al
oído y escuchaba sus respuestas. Se notaba la ausencia de dos personas, premisa
indispensable en toda ceremonia matrimonial: alguien competente, encargado de
entregar a la novia en matrimonio, y el sacerdote, cuya misión era bendecir la
unión.
De repente, Montbui entró en erupción, como el Vesubio.
- ¿Dónde está ese estúpido sacerdote? - bramó. El rugido resonó en la pequeña
iglesia provocando el grito de unos murciélagos.
Se abrió la puerta del lado este, pero el que entró no fue el sacerdote sino el
mayordomo de doña Sanxa en su nueva función de Cupido, el mensajero del amor.
- Tenemos ciertas dificultades para despertar al padre Pau - dijo.
- ¿Qué?
- No podemos despertar al sacerdote.
- ¿Por qué no, hombre? ¿Está muerto? Entonces, buscad otro.
- No hay otro, señor. En varias leguas a la redonda. Y el padre Pau no está
muerto, sólo dormido.
- Entonces, echadle agua - ordenó en un tono de voz que se alzaba peligrosamente
-. Haced lo que haga falta. ¿Qué es lo que le pasa? - se le ocurrió preguntar
por fin.
- Estuvo celebrando el día de su santo hasta muy tarde. Está… mmm… cansado.
- Decidle que puede dormir después de que nos case. No ahora.
El mayordomo asintió, casi con respeto, y se marchó con una sonrisa irónica.
- Estoy hambrienta - susurró doña Elisabet
-. Hasta valdría la pena casarse con
este viejo horrible sólo para poder comer.
- Vuestra palidez es muy convincente - dijo Raquel.
- No puedo seguir sin comida - susurró
-. El hambre me hace sentir débil y
mareada. Me pregunto qué le habrá pasado al sacerdote.
- Quizá esté todavía demasiado borracho para casaros - observó Raquel.
- Espero que así sea.
En aquel momento, se abrió la puerta del lado oeste y entró el mayordomo,
arrastrando a un infeliz de aspecto miserable vestido con una sotana negra.
- El padre Pau - dijo el mayordomo, semejante a un brujo que estuviera haciendo
salir un diablo de madera de un cuadro del infierno.
El padre Pau era delgado y estaba sin afeitar. Tenía los ojos enrojecidos y el
pelo le chorreaba agua, aplastado contra el cráneo. El agua le caía por las
mejillas y la nariz. Estornudaba de manera patética y se limpiaba la cara con la
mano. Daba la impresión de que quería hablar, pero le costaba conseguir que los
sonidos le salieran de la boca. Mientras los dos hombres avanzaban hacia el
altar, oleadas de alcohol los precedían. Todavía le duraba la borrachera… una
terrible e irremediable borrachera. Elisabet esbozó una amplia sonrisa burlona y
tuvo que taparse la cara con el velo para ocultar su expresión.
- Dadme la mano para ayudarme a subir el escalón - dijo, cayéndose encima de
Montbui -. Gracias. Ahora, coged la mano de la novia, señor. - Cogió la mano de
Raquel y trató de levantarla por encima de la cabeza de Elisabet para acercarla
a Montbui, que estaba mudo de ira.
- Os habéis equivocado de mujer, borracho estúpido - vociferó Montbui
-. No es
ella con quien me voy a casar.
El padre Pau miró al novio con ojos húmedos.
- Entonces, tenéis que volver cuando consigáis a la mujer que corresponda. No
puedo casaros si no habéis traído a la novia… - Su voz se fue desvaneciendo. Sus
ojos se fijaron en el sitial del coro que había detrás de él -. Sería mejor,
después de todo. Ahora estoy cansado, demasiado cansado… - Se cayó contra los
bancos y sus ronquidos llenaron la iglesia.
Mientras Pero de Montbui pensaba cuál sería su siguiente paso, se produjo la
tercera interrupción. La puerta del lado oeste se abrió por tercera vez y una
voz gritó: - ¡Corred si no queréis morir! ¡El rey avanza con cincuenta jinetes, decidido a
mataros, don Pero!
Era Thomas de Bellmunt, cubierto de polvo y barro, jadeando por el esfuerzo y
apoyándose contra la puerta en actitud de total agotamiento físico.
La primera en reaccionar fue doña Elisabet. Con un grito de horror, se derrumbó
sobre la silla y cayó al suelo, desmayada. Cuando Raquel se arrodilló a su lado
sobre el frío suelo de piedra, la enferma inconsciente susurró: - Desmáyate, Raquel. ¡Será más difícil cargar con las dos!
Dicho y hecho, Raquel se desmayó encima de doña Elisabet.
Montbui quiso coger a la novia, se encontró con el bulto confuso de las dos
mujeres y lanzó una maldición. Miró hacia la puerta del lado oeste, reconoció a
Bellmunt y lo asaltaron las sospechas.
- ¿Qué diablos estáis haciendo…?
Le interrumpió el ruido de unos pies descalzos que entraban corriendo en la
iglesia.
- Señor - gritó el muchacho de la finca, liberado momentáneamente de sus tareas
de lavandero -, señor, hay soldados registrando la finca. Pronto llegarán aquí.
La patrona me ha mandado a preveniros. Han preguntado dónde estabais y dónde
estaba la señora. El hombre que los conducía ha dicho que era su padre. La
patrona me ha pedido que corriera, señor, todo lo que pudiera. He pedido
prestado un caballo, señor, para venir a avisaros...
- Es suficiente, muchacho - murmuró Thomas.
- Trae los caballos - dijo Montbui a su asistente
-. Nuestros caballos.
- ¿Y las señoras?
- Las señoras se pueden reunir con sus padres en el infierno - soltó Montbui, y
salió con premura de la iglesia.
Doña Elisabet y Raquel se desenredaron y se pusieron de pie lentamente. Don
Thomas fue hasta el altar conteniendo apenas sus deseos de correr. El sacerdote
roncaba en paz. Todo estaba en orden.
El desayuno de la boda, que se había organizado en forma apresurada para don
Pero de Montbui y su novia, no se desperdició. Un grupo más reducido de personas
se reunieron, felices, en torno a una mesa bajo los árboles y disfrutaron de una
gran cantidad de manjares: truchas, pollos rellenos con hierbas, nueces,
albaricoques secos, cordero asado con ajo y cebolla, jamón, quesos, frutas y
toda clase de panes, arroz y verduras. La brisa bajaba de las colinas, los
platos eran sabrosos y tentadores, y el vino de don Guillem de Baltier circulaba
generosamente. Las dos muchachas y su salvador estaban de muy buen humor; el
mayordomo y su esposa se lanzaron sobre el banquete con el deleite propio de
aquellos que acaban de liquidar a sus enemigos más acérrimos.
Don Thomas se inclinó sobre la mesa con la preocupación grabada en el rostro.
- Señora - dijo -, os pido mil perdones, pero estos últimos días habéis estado
muy enferma. Quizá no sería conveniente que os esforzarais tanto.
- ¿Deseáis matarme de hambre en aras de mi salud, don Thomas? - preguntó la
muchacha, sonriendo.
- Oh, no, señora - se apresuró en contestar Bellmunt -. Pero ayer estuvisteis...
- La salud de doña Elisabet mejora cada día - dijo Raquel, con voz serena.
- Ya veis, llevo a todas partes a mi dama de compañía y a mi médico - aclaró
doña Elisabet -. Además, me siento mucho mejor, gracias. Pero decidnos, don
Thomas, ¿cómo es que vinisteis a rescatarnos tan oportunamente?
- Fue muy sencillo, señora. A su manera, el ventero es un hombre honrado - explicó Thomas
-. Me dio vuestro mensaje.
- A decir verdad - soltó Raquel indignada -, nos vendió a Montbui.
- Pero no por mucho tiempo, Raquel - añadió su compañera - ; sospecho que nos
revendió a don Thomas.
- Yo había oído que Montbui tenía acceso a la propiedad de Baltier - se apresuró
a decir Thomas con la esperanza de que parte de su historia permaneciera en
secreto -. La generosa casera me ha indicado el camino de la iglesia y el joven
March ha ayudado en la farsa. - Thomas se echó hacia atrás y sonrió, complacido
consigo mismo.
- Habéis tenido suerte - dijo Elisabet -. Si el sacerdote no hubiera estado
borracho, habríais llegado tarde para ayudarnos.
- No había ningún riesgo, señora - dijo el mayordomo
-. Ayer por la noche
estuve un rato con el padre Pau y, cuando lo dejé, estaba mucho peor a causa de
la bebida. Yo sabía que sería tarea difícil sacarlo de la cama esta mañana.
- Y así ha sido, sin duda - añadió su esposa.
- Le he llevado una pequeña botella de brandy - dijo el mayordomo
-. A decir
verdad, es la única manera de lograr que el padre se ponga en movimiento. Me
apena decir que en un arranque de distracción le he dejado la botella. ¿Cómo
podía yo saber que se lo bebería todo? - añadió haciendo gestos de negación con
la cabeza.
- ¿Y se lo ha bebido todo? - preguntó doña Elisabet.
- Así es - contestó Thomas.
- ¿Y los cincuenta soldados han sido invención vuestra?
- Me temo que sí.
- Don Thomas, me habéis salvado de un horrible destino. Os estoy muy agradecida. - La joven indicó al mayordomo la copa vacía de Thomas
-. Una copa de vino es
muy poca retribución por todo lo que habéis hecho por mí, pero debo empezar con
algo - dijo mirándole con los ojos entornados -. Estoy segura de que mi padre
también os estará agradecido.
- Gracias, señora - respondió el joven, algo rígido. Con la alegría de la
ocasión, casi se había olvidado de la identidad de la muchacha hasta que sus
palabras se lo recordaron con firmeza. No podía bromear con ella como si fuera
una campesina o su hermana menor.
Elisabet le echó una mirada calculadora.
- Estáis ofendido por la calidad de mi agradecimiento - dijo
-. Lo siento. Si
tuviera toneles de rubíes, os aseguro que los consideraría un bajo precio que
pagar por mi rescate. ¿Os gustaría que os pagara en rubíes?
- No, señora - dijo
-. Puede que los rubíes sean hermosos, pero vuestro
agradecimiento es suficiente para mí. No necesito nada más.
- Ya veo - dijo la muchacha
-. Decís cosas muy bonitas, don Thomas. ¿Lo
aprendisteis en la corte? Pero no habéis tocado el vino… ¿No beberéis conmigo?
No tenemos vino como éste en el convento.
Bellmunt alzó la copa y bebió.
- ¿Os gustaría ser monja? - preguntó, desesperado por no saber qué decir.
- ¡Qué pregunta más extraña, don Thomas! ¿Estáis reuniendo señoras de buena
familia para alguna orden en particular? ¿O desearíais encerrar a todas las
mujeres en algún lugar donde no molestaran?
- Nada de eso, señora. Desde luego que no. Pero me han dicho que hace tiempo que
estáis con las monjas y me preguntaba si...
- ¿Si me había entusiasmado con la idea? - Hizo una pausa y entornó los ojos
-.
¿Tiene vuestra pregunta una respuesta adecuada? ¿Me criticaríais por contestar
que sí o que no?
- ¿Cómo puedo yo dar una respuesta, señora? No tengo derecho a juzgaros. Pero
creo que cualquier hombre esperaría que una mujer prefiriera permanecer en el
mundo.
- Ah… creo que comprendo. Para contestaros… Es una vida tranquila, siempre que a
uno no lo secuestren; sin embargo, no creo que me seduzca quedarme allí para
toda la vida. No tengo la misma tranquilidad de espíritu que doña Elicsenda. Por
eso debo casarme, si puedo. Si es eso lo que queréis decir con permanecer en el
mundo.
- ¿Os atrae la idea del matrimonio? - preguntó don Thomas.
- No sabría qué contestaros. Habéis visto que detestaba la idea de casarme con
don Pero. Depende de las circunstancias. Algún día quizá aparezca un hombre. Y
si mi padre lo aprobara y a mí me gustara, y yo le gustara a él tanto que no le
importaran mis defectos, me casaría. ¿Pensáis que esto es probable, don Thomas?
¿O hay demasiados «síes» y «quizás» en lo que digo?
- Señora, el país debe de estar lleno de hombres de rango y fortuna que están
clamando por vuestra mano - dijo Thomas, herido por un cierto matiz de amargura
que asomaba bajo la burla.
- ¿Lo creéis? Entonces, deben de estar clamando por mí lejos de las paredes del
convento, pues no los he oído. Ni una sola canción de amor ha atravesado el aire
del amanecer para llegar a mi ventana.
- Quizá tienen miedo...
- ¿De doña Elicsenda? Puede ser temible cuando se lo propone.
- De vos, señora, y de vuestra posición.
- No lo creo posible - replicó Elisabet
-. Os tomo a vos como ejemplo. Me
recogisteis y cargasteis sobre vuestro hombro sin siquiera decir «disculpad» y
me llevasteis a una venta. Pero tal vez vos seáis más valiente que la mayoría.
Además, no hay duda de que obligasteis a huir a Montbui.
A pesar de sí mismo, Thomas se rió.
- Tal vez él sea más tímido que la mayoría.
- Cometéis una injusticia con él. Es valiente como un león cuando se enfrenta
con dos mujeres indefensas. Pero quizá no me case - dijo con aire cansado y algo
inquieta -. Porque sólo me casaré si amo a alguien, y no podré amar a nadie que
no me ame. ¿Creéis que los amantes sufren por alguien a quien no pueden tener, y
mueren de amor por quien no los ama? Yo no lo creo. Raquel - añadió,
levantándose -, confieso que estoy cansada. Antes de salir otra vez al camino
me gustaría descansar. Siempre que sea posible, don Thomas.
- Todo lo que pueda beneficiaros es posible, señora - dijo con voz grave
-.
Cuando estéis lista para reanudar el viaje me mandáis avisar. - Bellmunt hizo
una reverencia y se quedó observando cómo las dos mujeres se dirigían con
lentitud hacia la casa.
- ¿Qué piensas de nuestro salvador, Raquel? - preguntó doña Elisabet, mirando
por la ventana el jardín donde se habían sentido tan contentas un rato antes.
- Parece muy agradable - contestó Raquel
-. Y es apuesto, como os he dicho
antes.
- Eres cautelosa en tu apreciación.
- Es difícil de saber - replicó Raquel
-. Parece triste, no por naturaleza sino
por circunstancias que no comprendemos. ¿Por qué conoce a toda esa gente? ¿Qué
representan para él?
- Por favor, no hables así - dijo Elisabet, mordiéndose el labio
-. Siento como
si estuviera rodeada de intrigantes y conspiradores. No sé quién es amigo y
quién es enemigo, porque todos me lisonjean y me adulan. Excepto tú. ¿Crees que
a él también le interesa sólo mi fortuna?
Una llamada en la puerta, seguida por la aparición de la casera, las
interrumpió.
- Os traigo agua fresca. ¿Necesitáis algo más, señora?
- Gracias - dijo Elisabet en tono vago
-. Señora, ¿conocéis a Bellmunt?
- Oh, sí, señora. Lo conocí en la otra propiedad de su señoría. Y doña Sanxa
hablaba de él con frecuencia. Él la adoraba - dijo la mujer, bajando la voz
hasta que se convirtió en un susurro -. La adoraba, y ella a él. Don Guillem es
un hombre frío y muy extraño; no era el esposo indicado para una mujer
apasionada como ella. Y don Thomas habría dado su vida por doña Sanxa. Lo que
pasa es que ella murió - añadió la mujer del mayordomo con voz normal.
- Gracias - dijo doña Elisabet
-. No necesitamos nada más. - La joven se acostó
en la cama y se quedó mirando el techo, no satisfecha en absoluto con la
conversación.
Una vez que el calor del día disminuyó, doña Elisabet - con cierta torpeza y de
mal humor - se subió a la litera instalada entre los dos tordos y el pequeño
cortejo volvió a ponerse en marcha.
La interrupción fue repentina y catastrófica. Sobre el horizonte se elevó una
nube de polvo tras la que aparecieron inmediatamente seis hombres a caballo que
corrían hacia ellos al galope. Los rodearon en cuestión de segundos.
El cabecilla cogió las riendas de Castanya.
- ¿Thomas de Bellmunt? - preguntó.
- Sí, soy yo - contestó
-. ¿Quién sois vos?
- Os detengo en nombre de Su Majestad por el delito de alta traición y otros
varios que serán especificados más adelante. Prendedlo - ordenó a sus hombres.
Capítulo 13
Cerca del río Ter, fuera de las murallas de la villa de Gerona, tres hombres - un soldado alto y de cara sombría, un comerciante fornido y rubicundo, y un
joven de aspecto serio - estaban sentados a la sombra, un viernes por la
mañana. Sus caballos pacían a pocos pasos.
- ¿Cuándo se lo decimos a los demás? ¿Mañana? - preguntó el joven, que tenía el
aspecto de un preocupado teniente responsable del éxito de una reunión de
generales.
- No en la reunión - dijo el hombre robusto -. Se ofenderían. Como miembros del
Consejo Secreto, creerían que tenían que haber participado en la decisión.
Creedme. Y si se ofenden, no podremos contar con ellos cuando la situación se
ponga difícil.
- Nadie participará en la decisión - dijo el hombre alto. Su voz áspera
desentonaba con la calma del campo -. Esta decisión es prerrogativa mía, de
nadie más. Yo soy la Espada.
- Un momento - dijo el hombre fornido con aire de buen humor
-. Eso está bien
de cara al público, pero ahora estamos solos. Trabajamos por una causa común y
hacia un objetivo común. Tú no tomas decisiones sin nosotros, amigo.
Y todas nuestras decisiones deben ser analizadas.
- Te dirigirás a mí como «mi señor» o como la Espada - replicó el hombre alto
-. No somos todos iguales ni amigos.
- Espada, amigo mío, tú puedes ser reemplazado. Te recuerdo que hasta ahora, y
por insistencia tuya, nadie te ha visto. Hay otros que estarían deseosos de
ocupar tu lugar. - El hombre continuó sonriendo de la manera más amistosa, pero
en sus ojos el hombre más joven vio el brillo del acero.
- Lamentarás esas palabras - dijo la Espada con voz terminante.
El joven miró a uno y a otro y prosiguió: - Don Pere llega esta mañana, atraído hacia aquí… como vosotros lo planeasteis,
señores.
- No tanto como lo planeamos - dijo el hombre corpulento en tono divertido
-.
El final de doña Sanxa fue de lo más desafortunado. Fue un error que ella
estuviera fuera por la noche, cuando los disturbios habían alcanzado su apogeo.
Alguien debió haberla mantenido a salvo tras una puerta cerrada. - El hombre
paseó la mirada de uno a otro, evaluando la culpa -. Su muerte ha despertado un
interés innecesario.
El joven se sintió desconcertado y se ruborizó, como si lo hubieran atacado
directamente.
- Yo no gozaba de la confianza de la señora - dijo con voz seca
-. Romeu era el
que se ocupaba de estos detalles.
- Se vistió de monja - dijo la Espada -. Fue una mala acción; por eso murió.
- ¿Fue así? - dijo el hombre fornido con sorpresa
-. ¿Estás seguro?
- La casa es un nido de corrupción, no una casa del Señor - dijo la Espada
-.
Desde la abadesa hasta la más humilde de las sirvientas. No debió entrar allí.
Fue castigada.
- Ah - dijo el hombre fornido -. Te entiendo. Bueno… Baltier se consolará
fácilmente y nosotros podremos sobrevivir a su pérdida. Esa mujer era demasiado
fácil de convencer para confiar en ella. - Echó una rápida mirada alrededor -.
Propongo convocar al Consejo Secreto esta noche, revelar nuestra estrategia y
presentar a la Espada.
- ¡No! - exclamó la Espada -. Revelad la estrategia si lo deseáis; adulad al
canalla si hace falta; pero yo no apareceré hasta que llegue el momento
oportuno.
- ¿Y cuándo será?
- Cuando reciba la Palabra - contestó la Espada. Pidió su caballo, lo montó con
agilidad y se marchó.
- Parece que se está tomando esto muy en serio - opinó el hombre robusto.
- Me temo que sí - señaló el más joven con el semblante triste.
- Ánimo. Tiene remedio - dijo el grandote
-. En realidad, todo se puede
arreglar excepto la muerte.
- También me preocupa el Consejo Secreto - observó el más joven
-. Sus
integrantes creen que deberían tener tanto poder como sus dirigentes.
- No te atormentes - dijo el otro
-. Tienen una función muy útil que cumplir.
Cuando don Ferran ocupe el lugar que le corresponde en el trono, necesitará
gente a quien pueda ahorcar por la muerte de su hermano y de su pobre sobrinita.
Los tendrá bien a mano. El número exacto, ¿no te parece?
Poco después de que las campanas dieran la sexta, antes de que la villa se
dedicase a preparar la comida del mediodía, un pequeño cortejo - el capitán de
la guardia del obispo a lomos de un gran semental, dos hombres de baja
graduación y dos corchetes de la guardia - seguían a Isaach y a Yusuf por las
calles con paso majestuoso. Los hombres de la guardia hacían todo lo posible por
aparecer despreocupados, como si se abrieran camino a través de callejuelas
estrechas y en pendiente por el puro placer de tomar aire fresco y hacer
ejercicio. Les costaba. El obispo había sido claro: «No salís a detener a un
delincuente sino a escoltar a un niño pequeño cuya seguridad es de la mayor
importancia. No debéis atemorizarlo ni alarmar al vecindario». El religioso
había hecho una pausa y los había atravesado con la mirada. «No vayáis a hacer
que todos en Sent Feliu y en la villa se enteren en un instante de que el
infante está en el palacio.» - Quizá deba ir yo solo - sugirió el capitán -. A pie o acompañado sólo por
maese Isaach.
- Ya lo he pensado - dijo el obispo -. Pero no podemos arriesgarnos. Algunos ya
deben de sospechar la verdad. Estarán al acecho, pendientes de cada movimiento
que hagamos. - Y así partieron, a caballo y a pie, armados hasta los dientes, en
dirección a la puerta norte y a la parroquia de Sent Feliu.
Cuando llegaron a su destino, la situación empeoró. El infante don Johan decidió
que no iría al palacio del obispo y se apresuró a mostrar sus intenciones. Con
Nicholau y Rebeca estaba disfrutando de la vida. Había logrado establecer una
posición de dominio total sobre el hijo de dos años de la pareja, que se sentía
muy impresionado por el infante, y los cariñosos besos de Rebeca y sus alegres
historias casi habían compensado la pérdida de su aya. El niño se aferró a
Rebeca con obstinación, sollozando acongojado hasta que el desesperado capitán
convocó un consejo de guerra.
- No puedo cruzar la puerta de la villa ni marchar por las calles con un niño
que grita sin que noten nuestra presencia - dijo con desesperación. El niño era
tan rápido como cualquier otro para percibir señales de apaciguamiento; redobló
sus gritos en violencia e intensidad y el grupo allí reunido tuvo que ceder.
Finalmente, dejaron al hijo de Rebeca y a su niñera al cuidado de una vecina.
Rebeca se unió al grupo; con un rápido movimiento montaron al infante don Johan
en el semental, delante del capitán, y le dejaron sujetar las riendas. De este
modo, con el príncipe en cabeza, la formación completa avanzó con gran pompa
hasta que entraron en palacio para esperar la llegada de su padre, el rey.
* * *
- Es difícil determinar cuánto puede comprender o recordar un niño - dijo don
Pere. Habían despedido a la guardia y los dos hombres estaban sentados juntos
cómodamente. El obispo asintió con la cabeza -. Tengo buenas razones para
querer descubrir lo que ha sucedido a través de sus palabras. No sólo me
preocupa su bienestar; creo que él también conoce al hombre que mató a su aya y
que lo habría matado a él si no se hubiera escondido. - Hizo una pausa -. El
aya temía que intentaran matarlo.
- ¿Dijo ella algo al respecto, majestad?
- No, que yo sepa. Pero debió de esconderlo cuando oyó que su atacante se
acercaba. ¿De qué otro modo habría podido escapar un niño tan pequeño? - Don
Pere levantó su copa de plata en un brindis -. Que su valiente alma descanse en
paz. Fue mejor soldado que muchos; incluso que los dos que mandé con ellos para
que los protegieran.
- ¿Dos, majestad?
- Bien escondidos dentro de la casa. Demasiado bien escondidos. Cuando llegó el
peligro, estaban ocupados jugando a ser frailes y mozos de cuadras. - La rabia
que el rey había tratado de mantener bajo control asomó por un momento, y sus
mejillas palidecieron.
- ¿Y vuestra majestad cree que el príncipe don Johan conoce a su atacante? ¿O
que podría conocerlo?
- Lo conoce. Es un niño valiente; sin embargo, hoy, cada vez que un hombre era
admitido en mi presencia, mi hijo retrocedía de miedo y se escondía detrás de mí
hasta que lo veía y lo escuchaba hablar. Excepto ante vuestra presencia,
Berenguer. Acaso debido a vuestras ropas.
- Es reconfortante saber que el criminal no es un obispo, majestad - soltó
Berenguer con ironía.
- Menos reconfortante es pensar que mi hijo fue atacado por alguien a quien él
espera ver cerca de mí.
- O por alguien que se parece a uno de vuestros consejeros o servidores,
majestad - añadió el obispo.
- Es posible. Habíamos decidido no tenerlo cerca de la corte, donde los
conspiradores esperan encontrarlo. Creo que estará más seguro cerca de su madre
el resto del verano, vigilado por la guardia. La reina no se marchará tras sus
propios intereses cuando la vida de su hijo está en peligro - añadió con
severidad.
- Con los arreglos encubiertos siempre hay problemas, majestad - murmuró
Berenguer -. Es más difícil organizar una protección eficaz si los soldados no
pueden mostrarse como tales.
- Cierto. ¿Quién es la buena mujer que lo ha mantenido oculto y a salvo?
- La hija del médico, majestad. Rebeca, la esposa de Nicholau, uno de los
escribanos de la catedral.
- Hablad con don Eliezer. Se ocupará de que la compensen por sus molestias - añadió
-. Visitaré a mi hija cuando termine con todos los asuntos del día,
Berenguer. Quizá os gustaría acompañarme.
- Eh, Johan - gritó Isaach desde la puerta de los Baños.
El médico había salido a primera hora de la tarde; cierto sentimiento de culpa y
el hecho de no poder descansar tranquilo hasta que Raquel no estuviera a salvo
en casa lo habían inducido a ir a visitar a sus pacientes, a quienes había
descuidado. Su último caso lo había llevado cerca de los Baños; dejó a Yusuf en
la calle, para que vigilara si aparecía algún extraño, y entró para hablar con
el encargado.
- Maese Isaach, señor - dijo Johan el Grande con voz temblorosa.
- ¿Tienes tiempo para sentarte conmigo un momento? - preguntó Isaach.
- Desde luego, señor - dijo
-. Podéis sentaros aquí. Este banco es cómodo. - Pero su voz estaba desprovista del habitual tono de bienvenida, y el tranquilo
encargado de los baños, de carácter apacible, estaba extrañamente inquieto.
Isaach se hundió en el banco y colocó el cesto entre los pies.
- Gracias. Johan, siéntate a mi lado. Dicen que no estás bien. Me preocupa y he
venido a verte. Dime qué te ocurre.
- Nada - se apresuró en contestar el otro
-. No me pasa nada.
- Entonces, ¿por qué no tienes buen aspecto? - Con cierta dificultad, paso a
paso, Isaach logró que el encargado de los baños enumerara una larga lista de
dolencias de poca importancia.
- Así que - dijo por último - no duermes como de costumbre y no disfrutas de tu
comida como solías; te duele la cabeza y te tiembla el estómago por dentro, como
si estuvieras temeroso de algo, sin razón alguna. ¿Y cuándo empezó todo esto? No
me lo digas, lo sé. Comenzó la noche que mataron a la monja en tus Baños, ¿no es
así?
- Sí, señor - respondió Johan, apesadumbrado.
- Me pregunto por qué será. - No hubo respuesta
-. No soy un espía de tu amo
ausente que viene a quitarte el empleo, Johan. Tampoco soy un juez ni un
sacerdote. Soy tu médico, que se preocupa por tu salud, no por tu comportamiento
moral. - Seguía sin recibir respuesta -. Entonces, déjame adivinar. ¿Dejaste
entrar a aquella pobre criatura en los Baños cuando se hizo de noche?
- Oh, no, señor. No hice eso.
- ¿Dejaste entrar a algún hombre, probablemente su asesino, al anochecer, cuando
los Baños debían estar cerrados?
- Oh, no, señor. No dejé entrar a nadie. No estuve cerca de los Baños aquella
noche, lo juro.
- Pero le diste a alguien la llave, ¿no es así? Pere a veces lo hacía, dicen.
- No - replicó Johan, herido en lo más vivo
-. Lo hice sólo tres veces desde
que Pere murió. Una vez...
- No me lo cuentes - dijo Isaach -. No es de mi incumbencia y estoy seguro de
que ésta es la primera vez que sucede algo malo. Algo pecaminoso, quizá, pero no
malvado.
- Lo reconozco - dijo Johan presa del pánico -. Sé que me emborraché, maese
Isaach, pero os lo juro, no le entregué la llave a nadie. Fue algo mágico, eso
es lo que pasó, me embrujaron. Vos entendéis de magia, maese Isaach. Vos sabéis
por qué lo hicieron. Tengo algo de dinero ahorrado, maese Isaach. Os pagaré para
que me protejáis de esos hechizos.
- Quédate con tu dinero, Johan. Algún día lo necesitarás para algo más
importante. ¿Alguien te preguntó por la llave?
Johan se quedó pensando.
- Romeu. El que invitó a las rondas de vino. Él me preguntó por la llave. Se la
enseñé y le dije que siempre la llevaba conmigo en esta cadena. Pero ¿cómo
desapareció de mi cadena y acabó en el agua de la piscina? Salvo que fueran los
demonios quienes la pusieron allí...
- Si fueron demonios, Johan, se trata de demonios humanos. No creo que debas
preocuparte por ello.
- Pero maese Isaach, quieren que abra los Baños mañana para una reunión
importante. Si me niego, están dispuestos a hacer saltar los cerrojos por medio
de brujerías. No conservaré mi puesto si esos hombres llevan a cabo una reunión
en los Baños al anochecer. Es algo que no puede ocultarse. ¿Qué debo hacer,
maese Isaach? No puedo pelear contra las brujerías.
- Ahora escúchame, Johan - dijo Isaach
-. Te diré lo que haremos.
A última hora de la tarde, Elisabet de Empuñes subía cojeando la escalera que
conducía a la enfermería, ayudada por Raquel; atrás habían quedado la abadesa y
sus doce monjas, atormentadas por la curiosidad.
- ¿Sufrís mucho, señora? - preguntó Raquel
-. Puedo enviar a alguien para que
le pida a mi padre unos calmantes.
- No, ya me encuentro bien - respondió Elisabet
-. Pero si las monjas creen que
estoy mejor, no me dejarán tranquila hasta que me arranquen todos los detalles
de lo que nos sucedió. Estoy cansada y triste, pero no dolorida. - Se detuvo en
el corredor para mirar a su compañera -. Me gustaría que te quedaras. No tengo
a nadie con quien hablar. - La muchacha abrió la puerta de la enfermería -.
Buenos días, sor Benvenguda - dijo en tono amable -. La abadesa quisiera hablar
con vos.
- Gracias, doña Elisabet - dijo la hermana, y salió apresuradamente.
- No quiero pasarme toda la tarde mirándole esa cara agria - aclaró Elisabet
-.
¿Te quedas conmigo?
- Tengo que ir a casa por el Sabbath - dijo Raquel, incómoda
-. Eso significa
que debo irme pronto. Mi madre estará preocupada si no estoy allí… pero si
realmente me necesitáis, señora, me quedaré.
Doña Elisabet se sentó en el borde de la cama.
- No es que te necesite, Raquel. - Elisabet trató de sonreír pero las lágrimas
asomaron a sus ojos -. Sería más fácil para mí soportar mi estancia aquí si te
quedaras. ¿Cuándo puedes regresar?
- Madre no me permitirá salir del call hasta mañana a la puesta del sol. Quizá
pueda convencer a padre de que me permita venir a veros entonces...
- Lo necesitaré. Soy muy infeliz, Raquel. - Las lágrimas se deslizaban por sus
mejillas -. ¿Cómo pudieron detener a Thomas? ¿Cómo pueden ser tan estúpidos? Él
no nos secuestró. Estaría casada ahora con aquel hombre horrible si Bellmunt no
nos hubiera rescatado. Montbui sólo quiere el dinero de mi madre. Él y sus
hombres lo necesitan para derrocar a mi padre y colocar a mi tío Ferran en el
trono. Todo el mundo lo sabe. - Elisabet cogió el extremo de su elegante manga
larga y se secó las lágrimas de la mejilla -. No le digas a nadie que me has
visto hacer esto - murmuró.
- ¿Por qué creen que Thomas nos secuestró? - preguntó Raquel, mirando por la
ventana. Las sombras se estaban alargando -. Les hemos dicho que no fue él. ¿No
puede el obispo hacer algo?
- ¿El tío Berenguer? Sí. Y padre, si logro hablar con él. ¡Oh, Raquel, por
favor! ¿Le llevarías un mensaje?
- Sí, señora - respondió Raquel, volviendo a mirar por la ventana
-. Pero
apresuraos. Se está poniendo el sol y debo estar en casa cuando empiece a
anochecer.
- Necesitamos papel y tinta, y una pluma. Raquel… busca a una de las pupilas;
alguna muchacha joven. Dile que necesito escribir algo. ¡Rápido!
El sol, que declinaba, había pasado del amarillo pálido al dorado antes de que
Raquel, sin aliento, regresara con el encargo cumplido.
- ¿Dónde está?
- Tiene que buscar lo que le he pedido, señora, y luego lo traerá; además,
procurará evitar a las hermanas, que parecen estar en todas partes.
- Sabrá cómo hacerlo - dijo Elisabet en tono confidencial
-. Es lo primero que
se aprende aquí.
Pero los pasos en el corredor no pertenecían a ninguna de las pupilas del
convento. Hubo un golpe fuerte en la entrada y sor Marta abrió la puerta.
- Buenos días, doña Elisabet. Ha venido el médico. Y vuestro padre está en el
estudio de doña Elicsenda con el obispo. Él vendrá a veros más tarde. Su
majestad desearía hablar con la señorita Raquel. Ahora. - La religiosa hizo un
gesto pomposo y se volvió hacia la puerta.
De pronto Elisabet palideció. Las mejillas de Raquel enrojecieron.
- Intentaré volver mañana por la noche - susurró asustada, y salió.
* * *
El sol, como un llameante globo rojo anaranjado, estaba suspendido sobre el
horizonte cuando Isaach y Raquel dejaron finalmente el convento.
- ¿Qué hora es? - preguntó Isaach.
- El sol ya se está poniendo, padre; debemos apresurarnos.
- ¿Dónde está Yusuf? - preguntó Isaach.
- Aquí, señor - contestó el muchacho.
- ¿Quién es, padre? - preguntó Raquel lanzando una mirada cargada de sorpresa al
ver aquel rostro maltratado.
- Ha sido mis ojos desde que tú no estás. Pero es sólo un niño y no puede ser
también mis manos. Estoy contento de tenerte otra vez conmigo.
- Ahora que vuestra hija ha regresado, ¿ya no me necesitaréis, señor? - preguntó
Yusuf. No había ninguna expresión en su voz cautelosa.
- Para un hombre nunca hay demasiados ojos - contestó el médico
-. Os necesito
a los dos. Él hará encargos también para ti, Raquel; es muy rápido.
- Y aficionado a las peleas - señaló la muchacha.
Iacob los vio aproximarse y abrió las puertas.
- Apresuraos, maese Isaach - gritó
-. El sol está a punto de esconderse. - Apretaron el paso por las calles que llevaban a la casa. Ibrahim estaba de pie
frente a la puerta abierta del patio, esperando. Aquella puerta también se cerró
con ruido detrás de ellos. Ya estaban en casa.
- No tardéis en lavaros - dijo Isaach, y todo el mundo corrió en distintas
direcciones.
Estaban todos sentados a la mesa, sin aliento y con el rostro encendido, cuando
entró Judit.
- ¡Raquel! - gritó mientras la levantaba de su silla y la envolvía en un fogoso
abrazo -. Te esperaba esta mañana - dijo, enfadada, apartándola un poco para
mirarla mejor -. ¿Dónde has estado?
- Oh, madre - exclamó Raquel, impotente
-. Es tan… te lo contaré más tarde.
Judit se apartó, encendió las velas y comenzó las oraciones.
- He engendrado una hija de lo más irracional - dijo don Pere a Berenguer, una
vez que estuvieron instalados en la habitación más lujosa y cómoda que podía
ofrecer el Palacio Episcopal. Había despachado a sus servidores a excepción de
su secretario, Eliezer ben Salomón, y de su guardia personal, don Arnau. Los
tres hombres se removieron con incomodidad.
- Su madre, según recuerdo, tenía también una voluntad de hierro - dijo el
obispo con cautela -. Le resultaba imposible esconder… o fingir… sus emociones
o sus aversiones. Era uno de sus encantos.
- Es verdad. Y hacéis bien en recordármelo, Berenguer - dijo el rey
-. ¿Qué
relación tiene mi hija con Bellmunt?
- Ninguna, majestad - respondió el obispo azorado
-. Ha estado vigilada muy de
cerca por las hermanas, os lo aseguro. Hasta este incidente tan desagradable,
doña Elisabet no había estado fuera de los muros del convento sin acompañante.
- Entonces, vos la creeríais si dijera que no había visto jamás a este caballero
hasta ayer.
- Por supuesto. También me resultaría imposible creer que Elisabet hubiera
planeado verlo antes. Además, ayer por la noche, Bellmunt durmió aquí, bajo mi
techo - añadió - y ha abandonado el palacio al amanecer para ir a buscar a las
dos señoras y regresar con ellas al convento.
- ¿Qué os dijo el joven con respecto a su encuentro?
- Parecía muy franco y abierto. Me contó que mientras dejaba descansar a su
caballo, vio a un grupo de gente en el camino: una litera con las cortinas
corridas, una señora a caballo, dos sirvientes y un caballero. Luego advirtió
que la joven Raquel estaba atada a la silla y que el «caballero» era su propio
criado, vestido con sus ropas y portando una espada. Bellmunt lo desafió, su
sirviente desenvainó la espada, lucharon y el bribón resultó muerto. Don Thomas
escoltó a las señoras hasta la venta, se ocupó de que las atendieran como es
debido y, siguiendo las indicaciones de vuestra hija, vino a verme.
- Es lo que ella me ha dicho. Lo mismo que Raquel, la hija del médico - señaló
don Pere -. Entonces, ¿qué explicación le encontráis a esto? - Don Pere hizo un
gesto a su secretario, que enseñó una carta -. Dádsela al obispo, Eliezer.
- Ahora mismo, majestad.
Berenguer leyó con atención la carta que el desventurado Thomas, preso de
desesperación, le había escrito a su tío; las últimas palabras condenatorias
eran: «Temo que me hayan inducido a cometer traición».
- Ya veis, Berenguer. Lo confiesa él mismo.
- Bueno… hasta cierto punto. Confiesa que no sabe lo que está pasando. Después
de ver esto, debo admitir que yo comparto este sentimiento. Es de lo más
extraño, majestad. ¿Y qué dice Castellbo? Presumo que fue él quien le entregó la
carta a vuestra majestad.
- Os equivocáis, Berenguer. El secretario de Castellbo se la dio a don Eliezer.
El conde ha estado en una misión confidencial por encargo nuestro.
- ¿Su sobrino no sabía que él estaba de viaje?
- Se hizo todo lo posible para que nadie descubriera la verdad - dijo Eliezer - : que el conde no sufría tan sólo las consecuencias de una grave enfermedad.
- Tuvisteis éxito con el sobrino - precisó el obispo
-. Pero tal vez no fuera
difícil. Me pareció que era un muchacho agradable pero un poco crédulo. Confesó
sentirse algo perdido en medio de la política de la corte.
- ¿Sabíais que era el secretario de su majestad la reina? - preguntó Eliezer.
- Lo sabía - respondió Berenguer.
- Por desgracia, el joven parece haberse condenado a sí mismo con esta carta - dijo don Pere con cautela
-. Pero por si acaso encontramos algún argumento en
su defensa, ocupaos de que lo mantengan en un lugar cómodo y de que lo traten
bien. Lo juzgaremos mañana.
Capítulo 14
La noticia de que Thomas de Bellmunt, hijo de don García de Bellmunt y de la
extinta doña Elvira de Castellbo, iba a ser juzgado por traición era la nota
escandalosa que faltaba para coronar una semana de rumores alarmantes. En
realidad, don Thomas no era alguien por quien la gente se interesara demasiado.
El joven secretario de su majestad la reina procedía de una buena y honorable
familia a la que los vaivenes de la fortuna habían despojado de poder y riqueza,
dejándola con apenas lo suficiente, aparte del rango y del nombre, para
protegerse del frío del invierno. Además, procedían de una oscura y distante
región del reino.
Lo que fascinaba a la gente eran los cargos que le imputaban, y los rumores
crecían y se hacían cada vez más improbables y fantásticos. En el mercado, las
mujeres y la gente corriente hablaban de hechos inenarrables que concernían a la
reina, mientras los serios y acaudalados comerciantes de lana hacían comentarios
solemnes sobre conspiraciones y complejas maquinaciones por parte de los
ingleses para incitar al descontento cívico y por parte de los franceses para
matar al infante don Johan, y de este modo, de alguna manera misteriosa, hundir
la demanda de lana local. Los hombres hacían gestos negativos con la cabeza y se
inquietaban por los precios. Mucho antes de que llegara la hora de la sesión, la
sala de justicia ya estaba de bote en bote.
Llevaron al prisionero y la multitud emitió un murmullo de sorpresa. La habitual
sed de venganza se vio atemperada, hasta cierto punto, por la piedad, cuando los
asistentes vieron lo apuesto que era el joven. Thomas tenía el rostro pálido, en
el que sólo se destacaban dos surcos profundos debajo de los ojos, pero caminó
con la cabeza erguida hacia la silla que le habían destinado. Quizá los vientos
constantemente cambiantes que caracterizaban la política de la corte estuvieran
más allá de su comprensión, pero no así las consecuencias de una acusación de
traición. Lo habían interrogado y había dicho la verdad; no se le había ocurrido
responder con otra cosa que no fuera la verdad, tal como él la conocía. Sin
embargo, era lo bastante inteligente para darse cuenta de que todas las palabras
que había pronunciado eran condenatorias. En el juicio tendrían en cuenta sus
declaraciones y las utilizarían en su contra. No tenía esperanzas de poder
escapar.
El secretario del tribunal estaba sentado en su silla hermosamente labrada,
organizando sus papeles. Levantó la mirada y, al advertir que el prisionero lo
estaba mirando fijamente, se ruborizó y desvió los ojos. Thomas desvió
educadamente su atención hacia las paredes. En aquel momento llegó un grupo de
cuatro abogados, espléndidos con las largas togas de los expertos en leyes y,
hablando entre ellos en voz baja, se sentaron en un banco que había en un lado
de la sala. La noche anterior, dos de ellos habían pasado largas horas
interrogando a Thomas, pero apenas si parecían notar su presencia.
Por fin, la puerta se abrió para dar paso a los jueces. La multitud ruidosa se
puso rápidamente de pie y en la sala reinó de pronto el silencio. Un hombre
alto, sobriamente vestido de negro y con el aspecto de un guerrero recién
llegado del campo de batalla, entró en la sala y ocupó el lugar central en el
banco. Le siguieron dos jueces que, en comparación, iban vestidos como pavos
reales. Pere de Aragón en persona presidió el juicio.
El juez más joven hizo un gesto al secretario del tribunal.
- Leed la acusación.
- Majestad, señorías - murmuró el secretario, y leyó las fórmulas solemnes que
acusaban a Thomas de Bellmunt de traición por haber conspirado con otras
personas para secuestrar al heredero al trono.
- ¿Qué contesta el prisionero a esta acusación? - preguntó el rey.
Uno de los defensores se levantó, consultó un papel que tenía delante y habló en
el tono grave y solemne que correspondía a su función.
- Majestad, el prisionero declara ser un leal y auténtico servidor del rey y que
su complicidad en esta conspiración fue involuntaria. - El abogado no resultó
muy convincente.
- ¿El prisionero ha hecho una declaración con respecto a los cargos que se le
imputan? - preguntó el juez más joven.
Un segundo abogado se puso de pie y se inclinó ante los magistrados.
- Sí, majestad; señores - dijo y comenzó a leer la muy completa y detallada
historia de lo sucedido.
Thomas se sentía curiosamente al margen de la escena, como si asistiera a un
espectáculo. A pesar de algunas inexactitudes ocasionales, era una versión muy
buena de lo que él había dicho. Vio con claridad meridiana la fuerza de la
acusación de la que era objeto. De haber sido un forastero que hubiera ido al
juicio por curiosidad, habría llegado a la conclusión de que el prisionero era
un necio demasiado peligroso para seguir con vida o un impío malvado, tan
anclado en su maldad que no le preocupaban las consecuencias. Se preguntó por un
instante si algo habría podido atenuar el impacto de estos hechos. Quizá si los
miembros del tribunal hubieran visto a doña Sanxa, aquellos ojos inflexibles y
mentirosos, aquella cabellera fascinante, habrían comprendido su rápido
consentimiento a la petición de la mujer. Pero doña Sanxa estaba muerta. Con su
nueva y sensata apreciación de los hechos, se dio cuenta de que, aunque
estuviera viva, ella nunca habría arriesgado su cuello para salvar el de él.
Además, en aquella larga declaración Thomas había suprimido sólo dos hechos, y
uno era la relación que lo ligaba a aquella mujer. Como un caballero salido de
los viejos cuentos, estaba dispuesto a protegerla, aun muerta, de las crueles
burlas de la muchedumbre. Además, se negaba a admitir su pecado y su locura en
un lugar público para evitar el menosprecio de doña Elisabet, si ésta se
enteraba. Tampoco había mencionado la conexión entre su tío y Romeu. No era
ningún secreto, pero sólo podría perjudicar a su inocente padrino, el hermano de
su querida madre. Se enfrentaría a la muerte, pensó con amargura, aceptando la
responsabilidad por sus propios actos y sin arrastrar consigo a nadie más, ni
vivo ni muerto.
Con gran asombro suyo, la declaración terminaba con el descubrimiento del cuerpo
de doña Sanxa y su tardío regreso a Barcinona. Nada de doña Elisabet ni de
Montbui ni de la muerte de Romeu. Se levantó de su asiento para protestar, pero
lo obligaron a permanecer sentado.
- El prisionero debe guardar silencio - dijo el secretario del tribunal con voz
aguda.
El segundo abogado, seguro de sí mismo, se puso de pie, se inclinó ante los
magistrados y comenzó a presentar el caso delante de los jueces. Tardó muy poco
tiempo. Empezó con un corto preámbulo y terminó con la carta que Thomas le había
enviado a su tío, que incluía estas palabras condenatorias; «Temo que me hayan
inducido a cometer traición».
Era muy sencillo, pensó Thomas. Todo lo demás eran puras explicaciones. Había
firmado su pena de muerte aquella noche en Barcinona.
Llamaron a declarar al secretario particular de su tío; parecía más ceniciento y
apático que nunca y dio una versión precisa y monótona del momento en que había
recibido la carta.
- ¿Cómo es que abristeis una carta que iba dirigida al conde? - preguntó el
abogado que, de alguna manera, parecía estar representando a Thomas.
- El conde estaba lejos, cumpliendo una misión altamente secreta que le había
encomendado su majestad. Me habían dado instrucciones de que no revelara a
nadie, ya fuera un miembro allegado de la familia, ya un amigo íntimo, que
estaba lejos de la corte. Hice circular el rumor de que se encontraba enfermo.
De otro modo, jamás habría abierto una carta de su sobrino.
- ¿Qué hicisteis después? - preguntó el juez más joven.
- Abrí la carta a la mañana siguiente, señoría. Para entonces, don Thomas ya
había partido de Barcinona. Rumbo a Gerona, según tengo entendido.
- ¿Con instrucciones del conde? - preguntó repentinamente don Pere.
- No, majestad. No que yo sepa. Creo que en aquel momento él estaba viajando con
los servidores de su majestad la reina.
Thomas levantó la cabeza, indignado, dispuesto a refutar esta mentira. Pero era
una mentira insignificante, pensó, utilizada para proteger la reputación de su
tío. Volvió a sumirse en la apatía.
Llamaron a un pequeño grupo de testigos que habían visto a Thomas en el camino
de Gerona y no con los servidores de la reina, y la causa quedó concluida.
Los únicos testigos que habrían podido jurar - de haberlo querido - que Thomas
era un involuntario instrumento en aquel plan para secuestrar al infante don
Johan estaban muertos. Y los acusadores, con su acostumbrada habilidad, no le
habían imputado ningún otro cargo. No tenían motivos para hacerlo. Un hombre
sólo tiene una cabeza que perder.
El rey se puso de pie y, con él, el resto del tribunal, que se retiró a
considerar los hechos.
- Madre se ha ido a su habitación a descansar. Yo podría leerte, padre - murmuró
Raquel, mientras la interminable tarde del sábado se extendía ante ellos,
apacible y soleada -. Yusuf podría traer el libro si yo le indicara cuál es. - Estaban sentados en la glorieta. Sólo el apagado sonido de la fuente
interrumpía el silencio de aquella tarde calurosa. El gato dormía; los pájaros
habían terminado sus peleas; hasta el ruido sordo de las carretas y de las voces
de fuera del call se habían apagado, perdiéndose en una somnolencia universal.
- ¿Estás segura? - preguntó Isaach fingiendo terror
-. Quizá podríamos
arriesgarnos con una página; algo adecuado para el día de hoy, por supuesto.
- Claro, padre. ¿Dónde están los mellizos?
- Me han dicho que dormían - respondió Isaach
-. De modo que si tienes que
leer, hazlo en voz baja. No sería correcto que, a su tierna edad, estuvieran
expuestos a la depravación.
- No es una obligación, padre - dijo Raquel en tono inseguro
-. Pensaba que
aliviaría tus preocupaciones. - Raquel, que tomaba a su padre en serio,
encontraba que esta tendencia suya a bromear a costa de su propia persona era
muy inquietante. ¿Quería que leyera para él en el Sabbath o no? Su padre era un
hombre profundamente religioso y, sin embargo, como su madre señalaba a menudo,
muy poco cuidadoso en materia de observancia. En esta ocasión, Raquel tomó las
riendas con sus propias manos y le hizo una seña a Yusuf para que la siguiera al
estudio de su padre.
Isaach percibió el susurro de las faldas de su hija mientras cruzaba el patio y
la oyó después empujar la puerta del estudio. Mientras ella buscaba algo
adecuado, Isaach se imaginó que a través de sus ojos podía ver otra vez las
largas filas cargadas de libros preciosos, con sus oscuros y solemnes lomos, y
se preguntó distraídamente cuál seleccionaría Raquel.
- He elegido a Boecio, padre, De consolatione philosophiae.
Isaach no se sorprendió. Era una de las obras predilectas de Raquel: el primer
texto «difícil» que había aprendido a leer y a comprender.
- ¿Qué significa el título? - preguntó Yusuf.
- Del consuelo de la filosofía - respondió Raquel.
- ¿Puedo quedarme a escuchar, señor? - preguntó Yusuf.
- No lo entenderás - señaló Raquel, con algo más que un tono de superioridad
-.
Está escrito en el lenguaje de la erudición.
- Entiendo algo de ese lenguaje - replicó Yusuf
-. El clérigo con el que
viajaba me enseñó. Escucharé en silencio y no haré preguntas. Después iré a la
villa a averiguar lo que queréis saber, señor.
- Puedes quedarte - dijo Isaach con aire dubitativo. Una cierta hostilidad,
producto de los celos, comenzaba a surgir entre aquellas dos mentes fuertes y
exigentes, y eso lo hacía sentirse incómodo. En los últimos días, Yusuf había
empezado a ganarse un pequeño lugar en su vida. Isaach comenzaba a forjar
algunos planes para la educación del muchacho, y vencer las suspicacias de Judit
era bastante difícil. Si Raquel también se volviera contra el muchacho, la paz
de su casa sería destruida por una guerra abierta entre sus dos aprendices, tan
diferentes uno del otro -. Pero no molestes a Raquel.
Luego, con su voz suave y agradable, Raquel comenzó a leer aquellos versos
rítmicos. En su prisión, el filósofo Boecio lamenta la crueldad de la situación;
le han robado su fortaleza y juventud, haciendo que envejeciera antes de tiempo;
la muerte es inminente, y la poesía - que alguna vez constituyó su deleite - no
le sirve ya de consuelo. Yusuf observaba con atención cómo los labios de Raquel
dibujaban las palabras; Isaach escuchaba aquellos versos conocidos con el placer
que siempre le producía la belleza del sonido y dejó que su mente vagara por los
extraordinarios acontecimientos de los últimos días.
Raquel terminó de leer aquellas líneas punzantes en las que el filósofo reprocha
a sus amigos el haber alardeado en el pasado de su buena suerte. Su voz tembló
un momento, pero tomó aliento y prosiguió. Doña Filosofía hizo su repentina
entrada en la celda del prisionero, majestuosa, andrajosa y cruel. Raquel ya no
podía disfrutar de la escena; era demasiado próxima a la realidad. Cerró el
libro y se lo devolvió a Yusuf.
- ¿Por qué han detenido a don Thomas, padre? Debes de haber oído algo.
- No mucho, querida - respondió Isaach con cautela.
- Me parece muy injusto. Arriesgó su vida dos veces para salvarnos. Y él no
tiene nada que ver con nuestro secuestro. - La muchacha mantuvo la voz baja y
tranquila, pero no pudo evitar que le temblara de indignación.
- Supe que fue su criado quien os secuestró a ti y a doña Elisabet. Esto sería
razón suficiente para detenerlo.
- ¿Ésta es la ley? - preguntó Raquel -. Si el pequeño Yusuf fuera al mercado y
robara fruta, ¿te enviarían a ti a prisión?
- Sí, si yo lo hubiera enviado a robarla y él me la trajera a casa para que yo
la comiera - contestó Isaach -. Si Yusuf actuara movido por su propia codicia,
lo meterían a él en prisión.
- Siempre me meterían a mí en prisión, tanto si vos me hubierais enviado a robar
como si hubiera ido por mí mismo - se apresuró a intervenir Yusuf -. Me
detendrían aunque juzgaran que la falta había sido vuestra.
- Es verdad - admitió Isaach
-. Y lo mismo pasa con Thomas. El sirviente debe
sufrir el castigo por sus actos, pero si se juzga que fue el amo quien se lo
ordenó, entonces éste también debe ser castigado. Y por derecho, con más
severidad. Puedes marcharte ahora, Yusuf. En silencio.
El muchacho se puso de pie calladamente y se detuvo frente a Isaach como prueba
evidente de que se resistía a abandonar aquella interesante conversación.
- Espera - dijo Raquel
-. Si has de salir del call, llevarás un mensaje que te
entregaré.
»Thomas no sabía nada de lo que nos ocurrió aquella noche - explicó Raquel, tan
pronto como Yusuf se instaló en el suelo al lado de su amo -. Vino a
rescatarnos cuando me vio con las manos atadas.
- ¿Dijo eso?
- No, yo lo vi allí, tendido junto al río, observándonos; no espiándonos, sino
descansando, disfrutando del día. Nos habría dejado pasar tranquilamente, cuando
descubrí su mirada sobresaltada. Estaba observando mis manos, padre. Desenvainó
la espada, subió la loma corriendo y obligó a Romeu a pelear. Lo mató delante de
mí.
- Pudo haber sido una inteligente estratagema de su parte: convenceros a ti y a
doña Elisabet de que era inocente. Quizá considerara que el secuestro había
resultado un fracaso y necesitaba quedar fuera de la conspiración.
- ¡Oh, padre! Estaba realmente asombrado. No creo que pudiera fingir aquella
expresión. No es un hombre complicado - dijo con firmeza -. ¡Si lo conocieras!
Está tan alejado de la astucia y el engaño que ni siquiera sería capaz de
imaginarse una intriga tan perversa. Si lo intentara, se pondría rojo de
vergüenza. No sé cómo ha sobrevivido hasta ahora - añadió en un tono que
revelaba lástima y desdén.
- Recordarás, querida, que hablé con él. Y me impresionó su singular franqueza y
honradez. Sin embargo, tal vez sin darse cuenta esté involucrado en algo
demasiado peligroso para poder escapar.
- Pero padre, es la inocencia en persona.
- ¿Y cómo es que mi hija conoce tan bien los secretos de su corazón? ¿Y por qué
ruega por su causa con tanto fervor?
- ¡Oh, padre! - exclamó Raquel, impaciente
-. Cualquiera puede descubrir los
secretos de su corazón después de un rato de conversación con él. Es demasiado
cándido y sincero para mi gusto. No tiene sentido del humor o, quizá, muy poco;
y su mente no es demasiado sutil - añadió, y luego se avergonzó -. En todo
caso, creo que está preocupado y se siente desdichado por algo. Me parece que
doña Elisabet se ha enamorado de él, aunque lo niega. Y él de ella, estoy
segura, pues se sonroja cuando le habla. Pero no nos hizo ninguna insinuación.
Es un caballero muy honesto. En realidad, casi demasiado honesto - añadió.
- Eso me disgusta - dijo Isaach
-. No que Bellmunt sea demasiado honesto, sino
que doña Elisabet lo ame. Es una desgracia. La muchacha debería estar preparada
para lo peor; Thomas se ha colocado en una situación muy difícil. Aunque yo
pudiera ayudarlo de alguna manera, hoy me es imposible hacer nada. Y es probable
que mañana sea demasiado tarde para salvarlo.
- Pero padre, no es justo. El Señor no desearía que un hombre muriera
injustamente por no poder contar con una palabra de ayuda en el Sabbath. - La
muchacha se clavó las uñas en la palma de la mano para contener sus lágrimas.
- Querida - dijo Isaach
-. Si yo supiera que mi ayuda iba a salvarlo de una
muerte inmerecida, fuera cristiano o no, en el Sabbath o no, trataría de
intervenir - continuó Isaach -. Pero no creo que yo pueda hacer nada.
- ¿Por qué has de ser siempre tan prudente y cauteloso, padre? - La muchacha
hizo una pausa para reunir el coraje necesario -. Si tú no quieres ayudarlo, yo
lo haré. Si doña Elisabet se lo pidiera a su padre, él la ayudaría, pero estoy
segura de que ella no tiene ni idea del peligro que corre don Thomas. Las monjas
no le dirán nada. En ciertos aspectos, ese lugar es como una prisión. - Raquel
cogió a su padre del brazo con fuerza -. Padre, debo ir a ver a doña Elisabet.
- ¿Ahora? - dijo Isaach.
- No puedo esperar hasta la puesta del sol. ¿Me dejas enviar a Yusuf con un
mensaje para ella? Partiré enseguida.
- ¿Te propones atravesar las calles hasta el convento sola?
- Quizá dejarías que Yusuf me acompañara - dijo en un tono incierto.
- ¿Sola con un muchacho? Es rápido e inteligente, pero no lo bastante capaz para
proteger a una mujer sola. ¿Y cómo regresarás?
- Pasaré la noche en el convento y volveré por la mañana. Le diré algo a madre
cuando vuelva.
- Antes deja que Yusuf vaya al convento y entregue el mensaje. Así podrá
averiguar qué está pasando con Thomas.
- ¿Devuelvo el libro a su lugar antes de partir, señor?
- Sí - dijo Raquel
-. Entretanto, escribiré un breve mensaje para Elisabet.
Mientras los espectadores hablaban y los miembros del tribunal especulaban sobre
la hora en que podrían llegar a su casa para cenar, un muchacho se deslizó por
una puerta que habían abierto para dejar entrar un poco de aire. Se fue
escondiendo detrás de uno y otro grupo, abriéndose camino hasta llegar a la sala
donde se celebraba el juicio, se mezcló con la gente en un rincón oscuro, detrás
de un banco, y se dispuso a observar. Al cabo de unos minutos el grupo de
abogados volvió a entrar, los asistentes se pusieron de pie y su majestad
regresó, con la comitiva de jueces detrás.
- ¿Desea el reo decir algo en su favor? - preguntó el rey en tono informal,
inclinándose hacia delante para mirar al joven.
Thomas hizo una reverencia.
- Majestad, ahora sé que, cegado por mi necedad e inexperiencia, fui involucrado
en el peor de los crímenes. Dios sabe que no hubo traición en mi corazón, pero
estoy consternado ante los males que mis actos pudieron haber causado y acepto
las consecuencias sin queja ninguna. Os pido, no el indulto, pero sí vuestro
perdón.
- Valientes palabras dichas con coraje - dijo el rey sin cambiar su expresión
-. Thomas de Bellmunt, sois culpable de traición. El próximo lunes se
encargarán de vuestra ejecución en la manera que corresponda a vuestra
condición, y vuestros bienes serán confiscados.
Estas palabras desaparecieron en el torbellino que tenía en la cabeza; Thomas se
inclinó ante su majestad y fue conducido fuera de la sala.
Capítulo 15
Yusuf salió sigilosamente del palacio de justicia y se encaminó a la plaza que
había frente al palacio del obispo. Una vez allí, se encaramó a un muro y se
puso a gatear con cuidado por el tejado contiguo. Pasó del tejado a un patio y,
a continuación, a otra pared hasta que pudo mirar en el interior de la Judería.
En aquel momento se abrió un postigo con ruido y un fuerte grito de cólera le
anunció que no había forma de retroceder. Se descolgó por la pared y saltó a un
tejado del call. Después todo fue fácil. En el tejado de la casa de Isaach bajó
la guardia; se deslizó por las tejas, arrastrando una con él, y se lanzó al
patio, doblado en dos, sin aliento.
Mientras Yusuf hacía esfuerzos por recuperar el aliento, Isaach murmuró: - No había necesidad de que volaras por los tejados del call. Una vez dentro, a
nosotros, los mortales, se nos permite usar las calles. ¿Qué noticias traes?
- Era más rápido, señor - jadeó Yusuf -, ya que estaba allí arriba. Tengo un
mensaje de doña Elisabet, ama. Desea que vayáis a verla lo antes posible. Y las
noticias del tribunal son muy malas.
- ¿Condenado? - exclamó Raquel -. ¡Y lo ejecutarán el lunes! No puedo creerlo.
¡Oh, padre! ¡La noticia matará a doña Elisabet! - Sí, ve con ella - dijo Isaach
-. No la matará, Se sentirá muy desdichada,
pero no es de las personas que se extinguen y mueren cuando la vida les muestra
el lado malo de las cosas. De todas formas, te necesitará.
- ¿Cuándo?
- Dentro de poco. Yo te llevaré. Nos escaparemos juntos, pero antes de partir he
de esperar a que tu madre baje. Ponte una capa oscura y espérame en el umbral al
otro lado de las puertas. Tengo mis propios métodos para entrar y salir, tan
eficaces como los de Yusuf pero más caros.
Raquel se puso su traje largo más sencillo (de un sobrio color gris, con mangas
simples y estrechas) y una túnica más oscura. Se tapó la cara con un velo y, a
pesar del opresivo calor que hacía en su cuarto cerrado, se echó una capa ligera
sobre los hombros. Se le ocurrió que, a pesar de su desafiante discurso de
justificación, se estaba disfrazando como si planeara un robo o fuera a cometer
un crimen. Y se sintió tan culpable como si tales fueran sus verdaderas
intenciones. «Lo único que vas a hacer - se dijo - es dar un paseo e ir a
visitar a una amiga.» Pero esto no la ayudó.
Las calles del call estaban silenciosas; de vez en cuando se oían, a través de
las ventanas sin postigos, débiles ruidos domésticos: bebés que lloraban, madres
que trataban de calmarlos con voz suave y niños pequeños que se quejaban de
golpes o rasguños, reales o imaginarios; pero el ajetreo del día de trabajo se
había calmado. Un aire caliente y asfixiante flotaba en la villa. La quietud,
que Raquel siempre encontraba tan sedante para el cuerpo y el alma, pendía ahora
como algo amenazador. Cada ventana parecía cobijar a algún espía, deseoso de
descubrir adónde iba y qué estaba haciendo. La amenaza acechaba detrás de cada
puerta, a lo largo de cada callejuela. Cuando llegó al pie de la oscura y
estrecha escalera que conducía a las puertas, se envolvió en su capa, temblando.
El ruido de pasos extraños la obligó a esconderse en un portal abandonado;
retrocedió hasta un rincón y se cubrió el rostro con el velo. Un hombre de
vestimenta tosca y de cara colorada dobló la esquina, le echó una mirada y
pareció que iba a detenerse. Algo le hizo cambiar de idea y prosiguió su camino.
El incidente carecía de importancia y, sin embargo, el corazón de Raquel comenzó
a latir con fuerza a causa del miedo; fue como si una máscara de sonriente
inocencia hubiera dejado al descubierto el rostro de la villa que ella amaba,
mostrando una mueca lasciva y maliciosa. ¿Qué clase de mundo era este que podía
condenar a muerte a un inocente sin más ceremonia que un juicio apresurado y en
el que ella, un testigo importante, no había sido llamada a declarar? Era un
mundo en el cual la justicia, la virtud, la ley y el orden no eran más que una
farsa. Las lágrimas rodaban por sus mejillas; la muchacha le estaba agradecida
al espesor del velo.
Subió la escalera corriendo antes de que el miedo la indujera a volver a casa.
Oyó que su padre se acercaba mucho antes de verlo: sus pasos firmes, el sonido
de su bastón al chocar con el empedrado y, entremezclados con ellos, los rápidos
y ligeros pasos de Yusuf.
- ¿Estás ahí, querida? - preguntó mientras se acercaba a las puertas.
- Aquí, padre - contestó Raquel, que no pudo evitar que la voz le temblara.
Salió del rincón oscuro al sol del atardecer.
Isaach iba vestido como cuando iba a visitar a un paciente. Yusuf, con aspecto
serio, caminaba un poco por delante del médico, acarreando la cesta con las
hierbas y los remedios. Al ver al chico en el papel que ella había tenido, con
el mismo aire solemne y atento que Raquel debió de tener cuando el manto de
Rebeca la envolvió por vez primera, suspiró de pena. ¿Era esa pena nostalgia por
su niñez, se preguntó, o quizá fueran celos del chiquillo? Con aire decidido,
trató de volver a centrarse en el mundo que la rodeaba.
Isaach le tendió la mano y la aferró con firmeza.
- Raquel, hija, estás temblando. ¿Qué sucede? ¿Algo te ha asustado?
Quiso gritar: «Sí, padre, sí, estoy asustada. Todo el mundo está equivocado»,
pero bajo el sol de aquella apacible tarde de Sabbath sintió vergüenza de este
temor, tan irracional e injustificado.
- No, padre - respondió -. Pero mientras estaba aquí, esperando, me he puesto a
pensar en el pobre Thomas y… - Las lágrimas brotaron de nuevo y no fue capaz de
proseguir.
- Por supuesto, querida. Ahora, salgamos de aquí. - Isaach emitió un suave
silbido. Apareció un joven y abrió las puertas. El médico dejó unas monedas en
las manos del muchacho y salieron a la villa.
Pagaron el peaje y cruzaron la puerta norte en silencio; estaban cruzando el
puente sobre el Galligants cuando Raquel se atrevió a preguntar: - ¿Cómo has explicado mi desaparición? - preguntó por fin.
- No lo he hecho. Estás con fiebre a causa de tu horrorosa experiencia. Te he
dado una fuerte poción somnífera y sería muy peligroso molestarte antes de la
mañana.
- Padre, eres tan inteligente… y malvado.
Isaach tenía sus propias razones para estar fuera de la villa antes de la puesta
del sol. Él y Yusuf acompañaron a Raquel por el puente y a lo largo del camino
que bordeaba el río hasta llegar al convento.
- Adiós, querida - dijo -. Recuerda, debes regresar muy temprano por la mañana
antes de que tu madre se despierte y se levante. Enviaré a Yusuf a buscarte;
cúbrete bien mientras camines por la villa.
- Sí, padre - replicó Raquel en tono obediente.
- Haz todo lo que puedas para consolar a doña Elisabet. Allí le serás más útil
que yo. Pero si empeora su estado general, si tiene fiebre, se marea o sufre
algún dolor, mándame llamar. Estaré en los Baños Árabes. Debes tomar la decisión
antes del anochecer; después, puede ser demasiado tarde.
- ¿Por qué en los Baños, padre? ¿Johan está enfermo? ¿Y por qué tan tarde?
- ¡Chsss!… querida. Tengo asuntos propios que tratar. Coge el cesto. Puedes
necesitarlo.
- Hola, Johan - murmuró Isaach en la puerta de los Baños.
- Maese Isaach - dijo Johan
-. Por fin habéis venido. Con el chico - añadió con
sorpresa.
- Es como mis ojos, Johan. Pero es pequeño y no ocupará mucho lugar. ¿Está todo
preparado?
- Sí, señor - respondió el guardián -. Lo que pedisteis.
- Llévame al lugar donde puedo esperar.
Johan cogió al médico de la mano y lo condujo hasta un hueco que había en uno de
los lados.
- Aquí - dijo -. Detrás del armario. Donde guardo la ropa blanca cuando ya está
seca. - Se quedó pensando un momento -. Donde me escondo cuando necesito
dormir. Nunca me han encontrado aquí. - Lo llevó un poco más lejos y luego lo
guió hacia abajo -. Ahí hay un taburete para sentarse, maese Isaach.
- ¿Me pueden ver, muchacho?
- No, señor - contestó Yusuf
-. Salvo por un trozo de vuestra túnica.
Permitidme que la quite de en medio. Así. Ahora sois invisible.
- Gracias, Johan. Yusuf saldrá y esperará a que pase alguien. Cuando silbe,
tienes que salir y cerrar la puerta como de costumbre. Dile algo a cualquiera
que pase para que recuerde haberte visto cerrar la puerta; luego, vete a tu casa
y quédate allí.
- ¿Puedo ir a la taberna de Rodrigue a comer? Siempre voy allí cuando cierro los
Baños.
- Eso es aún mejor. Esta noche ve a la taberna de Rodrigue. Compórtate como de
costumbre; luego vete a tu casa y acuéstate. ¿Yusuf?
- Sí, señor. - Los suaves pasos de Yusuf susurraron y resonaron a través de los
altos espacios vacíos de los Baños.
En el exterior se oyó un silbido bajo y quejumbroso. A Isaach le pareció que
sonaba como el grito melancólico de algún extraño pájaro nocturno, arrastrado
por el viento desde alguna región perdida de las montañas de Cathalonia. Johan
el Grande recogió su fardo y salió al aire del atardecer.
- Hola, Pere - le dijo a un hombre patizambo que conducía un burro cargado de
leña.
- Hola, Johan. Trabajas hasta tarde los sábados por la noche.
- Y tú también, Pere.
- Mientras hay luz, Pere trabaja. Se necesita mucho fuego en las cocinas de
palacio. Esta noche habrá grandes acontecimientos.
Johan asintió y cerró la puerta de los Baños. La llave quedó atada con firmeza a
la cadena que le rodeaba la cintura.
- ¿No te quedas para la diversión? - preguntó Pere, con un gesto indiferente
dirigido a los Baños.
- Ya la he encerrado y allí se quedará - respondió Johan - acompañando el ritmo
de la marcha del hombre y su burro. El encargado de los Baños los sobrepasaba a
los dos en altura.
- Hombre juicioso - dijo Pere -. Esos asuntos no traen más que pesar. Eres
demasiado joven para recordar las campañas de los pastores - dijo -. Venían por
los pasos de montaña gritando consignas; parecían un ejército de bárbaros:
mataban a leprosos, entraban en las iglesias, destruían los objetos sagrados.
Todo en nombre de Dios. A la mayoría los ahorcaron. Lo vi de niño. - La burra se
tambaleó -. Ánimo, Margarida - dijo -. Ya casi llegamos. Johan, espérame un
momento mientras llevo al animal a la cuadra y descargo la mercancía en palacio;
después tomaremos una o dos copas juntos en la taberna de Rodrigue, amigo. Esta
noche prefiero estar en algún lugar público, bebiendo inocentemente, cuando se
desate el alboroto.
Sin decir palabra, Johan desató las correas, levantó los dos bultos de madera,
los cargó sobre sus hombros - como si fueran fardos de ropa - y esperó a su
amigo. Juntos caminaron hasta el palacio del obispo, donde entregaron la madera
para que los cocineros mantuvieran los hornos calientes para la cena de su
majestad.
- ¿Señor? - dijo Yusuf en voz baja. Aun así el susurro retumbó en los Baños
-.
¿Donde estáis?
- Estoy donde me has dejado, Yusuf - respondió Isaach -. ¿Qué haces aquí
dentro? Te he dicho que te quedaras fuera. Esos hombres no nos quieren a ninguno
de los dos.
- No podía dejaros solo. Son demasiado peligrosos, señor.
Los primeros miembros de la Cofradía del Arcángel de la Espada llegaron antes de
que los últimos rayos de color rojo sangre del sol de la tarde se hubieran
desvanecido en el cielo. Estaban al otro lado de la puerta, riendo y hablando,
sin intentar ocultarse en absoluto. Al cabo de un momento, uno de ellos probó a
abrir la puerta y soltó una maldición.
- ¡Ese encargado estúpido ha cerrado la puerta! - Ese que habla es Sanxo, el palafrenero - susurró Isaach.
- Yo tengo una llave - dijo otra voz.
- Y éste es Raimunt, el escribano, que al parecer ha hecho otra llave para
entrar en los Baños. ¿Quién dijo que las puertas se abren por arte de magia? - murmuró el médico con satisfacción.
- ¿Magia?
- Le dijeron a Johan que emplearían artes mágicas para abrir la puerta y que lo
perseguirían también por medio de la magia si se negaba a dejar la puerta
abierta. - Una llave chirrió en la cerradura y la puerta se abrió, dejando
penetrar el ruido provocado por una pequeña multitud -. Ahora no debemos hablar - susurró -, al menos hasta que lleguen todos y sus voces tapen las nuestras.
Yusuf se agachó en el rincón, al lado de Isaach, sin decir una palabra más.
Según el cálculo de Isaach, los hombres que entraron primero fueron cinco:
Sanxo, Raimunt, Martin y otras dos voces desconocidas; una, profunda y firme; la
otra, clara y preocupada.
- ¿Cuántos vendrán? - preguntó la voz preocupada.
- Treinta, supongo - respondió Sanxo
-. Es el número aproximado de personas con
las que hablé. Quizá una o dos más. ¿Será suficiente?
- Por ahora sí - dijo la voz firme
-. No caben más. Si cada uno lleva a otro a
la plaza, tendremos los necesarios. Hay refuerzos aguardando. Se unirán a
nosotros tan pronto como traspasemos las puertas del palacio.
- ¿Cómo entraremos? - preguntó Sanxo.
- No te preocupes por esto - continuó la voz firme
-. Muchos de los que están
en palacio no miran al obispo de buen grado y simpatizan con nuestra causa.
- ¿Quién tiene las capuchas? - preguntó la voz preocupada. Era, sin duda, el que
se ocupaba de los detalles y trataba de encontrar posibles dificultades.
- Yo - respondió Martin.
- Una a cada uno hasta que se acaben - señaló el de los detalles
-. Los que
lleven capucha irán en las primeras filas.
- Y tú, Raimunt - dijo otro -, estarás al lado de Sanxo y te encargarás de
reconocer a cada uno de los hombres que vayan llegando. Tendrás una antorcha y
la luz de la luna para ver sus rostros.
- ¿Por qué? - preguntó Martin con aire sospechoso.
- Aquí no queremos espías - soltó el de la voz firme con naturalidad
-. Además,
don Ferran querrá saber después quiénes estuvieron con el movimiento desde el
principio, pues la intención es recompensarlos.
Comenzaron a llenar la casa de los Baños; primero, algunos que hablaban en voz
baja; enseguida, un grupo parlanchín y nervioso; después, una multitud
alborotada. La temperatura se elevó y el ruido se hizo ensordecedor.
- ¿Cuántos hay? - susurró Isaach al oído de Yusuf.
- Más de los que puedo ver - respondió Yusuf
-. Esperad un momento. - El
muchacho desapareció, dejando a Isaach acuclillado en su taburete y apretujado
detrás del armario. Trató de concentrarse en lo que se decía pero el ambiente - el calor, el ruido y el olor a humanidad sudorosa - ahogaba sus sentidos y lo
aturdía.
Luego, con tanta rapidez como había desaparecido, Yusuf volvió a aparecer y le
presionó la rodilla.
- Hay más de treinta en la sala grande - susurró - y la entrada está llena de
hombres tan apretados que no puedo contarlos. Tal vez otros diez o veinte. Han
encendido antorchas. Y ahora están abriendo una barrica de vino y distribuyendo
copas para beber todos. Han traído una tarima y el hombre de la cara colorada va
a hablarles.
- Entonces permaneceremos en silencio y escucharemos.
El discurso dirigido a la multitud comenzó casi en tono de conversación: era el
hombre de la voz firme, que empezó a hablar de la villa, de su prosperidad, su
comercio, su importancia y la fortuna de sus vecinos. Después hizo una pausa.
- Pero no de todos los vecinos, ¿verdad?
- No, no - gritó el grupo, desatándose un tumultuoso parloteo.
- Todos sabemos qué les ha pasado a algunos de nosotros. Ahí tenéis a Martin, el
honrado encuadernador, que ha perdido su clientela; y a Raimunt, el escribano, a
quien le han quitado la mitad de su trabajo; y a muchas otras personas de este
grupo, bondadosas y trabajadoras, que tienen historias similares para contar.
Todos sabemos a manos de quiénes ha ido a parar el trabajo, y quiénes son los
responsables.
Los gritos y alaridos crecieron en número y volumen hasta que a Isaach comenzó a
dolerle la cabeza a causa del ruido.
- A la cabeza de todos se encuentra el rey, que se rodea de judíos como
consejeros y utiliza nuestra fortuna para promover a un falso heredero. - Un
rugido surgió de la multitud.
»Ayudado por el obispo, quien, con la cooperación de los judíos, se enriquece
con nuestro esfuerzo mientras que nosotros trabajamos y nos empobrecemos. - El
rugido se redobló en intensidad.
»Y el canónigo… - La lista continuó con un nombre tras otro, provocando cada uno
de ellos un rugido de aprobación. La tensión de la sala aumentaba por momentos.
Yusuf se apretó contra las rodillas de Isaach; el médico lo sentía temblar.
- ¿Qué pasa si nos encuentran, señor?
- ¿Puedes arrastrarte por debajo de este armario? - preguntó Isaach.
Hubo una pausa mientras Yusuf calculaba el espacio que había.
- Sí, señor.
- Coge este anillo - dijo Isaach - y escucha con atención. Si las cosas se
ponen… - hizo una pausa para buscar la palabra adecuada - difíciles...
- ¿Qué queréis decir, señor?
- No hables. Escucha. Si las cosas se ponen difíciles, lo sabrás. Luego, si
logras escapar de aquí, ve al palacio del obispo y cuéntale lo que está pasando.
Si no puedes escapar, quédate escondido. Johan te dejará salir por la mañana.
Gatea por debajo del armario. Ahora mismo. Y que no se te vea ni un trozo de
túnica. Sal cuando puedas. No me esperes.
La multitud de la sala iba de un lado para otro; unos para acercarse más al
podio; otros para acercarse al vino; y los restantes para ir a la puerta y
sentir el fresco de la brisa. Dos o tres, por haber tropezado o haber sido
empujados, acabaron en el hueco donde Isaach y Yusuf estaban escondidos. Isaach
percibió el ruido de pasos confusos muy cerca - demasiado cerca - y oyó algunas
imprecaciones. Oyó el ruido de una mano castigando a un cuerpo, un gemido de
dolor y, repentinamente, una mano apretó su hombro con fuerza, buscando apoyo.
- ¡Por todos los santos! ¡Aquí hay alguien! - exclamó una voz
-. ¡Mirad! - Un espía del obispo. Traedlo.
Isaach fue obligado a ponerse de pie y dio un par de pasos.
- Es el brujo - señaló otra voz.
- Isaach el judío - informó un tercero.
- Retenedlo o escapará.
Unos dedos se clavaron en el hombro de Isaach; alguien lo arrastró fuera del
escondite. Le ataron las manos con brusquedad a la espalda y lo empujaron hasta
ponerlo de rodillas delante del podio improvisado. Tuvo la abrumadora impresión
de que estaba atrapado en una masa opresiva de humanidad sudorosa y sin control,
lista para explotar y destruirlo todo a su paso. Incluso a él.
- Matadlo - dijo una voz fuerte, pastosa a causa del vino
-. ¡Espía asqueroso! - Torturadlo - gritó otra -. Descubrid qué hace aquí.
El primer golpe fue una fuerte patada en el costado. Desde este punto, el dolor
irradió en todas direcciones; Isaach trató de rodar sobre sí para apartarse de
los pies que lo atacaban. Fue imposible. Una descarga de golpes le llegó de
todos lados; unos sin fuerza, otros violentos; unos con mala intención y otros
inofensivos. Hubo una pausa momentánea y, enseguida, le asestaron un terrible
puntapié en medio de las costillas. Por su profesión se dio cuenta de que, por
lo menos, una costilla debía de estar rota; un golpe así en la cabeza y no
sobreviviría.
- ¿Por qué estáis aquí? ¡Hablad! - Sabes por qué está aquí - dijo otro
-. Mátalo y termina de una vez.
- ¡Matadlo! - exclamaron cinco o seis más, y se originó un gran griterío.
- ¡Quemadlo antes de que nos hechice! - chilló una voz particularmente aguda.
- ¡Esperad! - La voz atravesó el pandemónium
-. ¡Liberad a este hombre! - La
multitud, excitada por el vino y la violencia, tardó un momento en responder;
pero pronto unas manos se movieron presurosas detrás de Isaach para liberarlo de
sus ataduras y ponerlo de pie.
El último soplo de esperanza se desvaneció en el corazón de Isaach tan pronto
como oyó estas palabras. La repentina tregua no era un milagroso rescate. Hasta
en el torbellino resonante en el interior de los Baños reconoció la áspera voz
de la Espada.
La sala quedó en silencio. La voz sonaba feroz, volcando todo su desprecio sobre
la multitud.
- ¡Pensad en lo que hacéis, necios! ¿Qué ganáis con matar a este hombre a
puntapiés? ¿Queremos saber por qué está aquí? ¿Qué es lo que sabe? ¿Quién más
sabe que está aquí? - Las preguntas cayeron sobre ellos como martillazos -.
Debéis estar en condiciones de interrogarlo. Un muerto puede ser más peligroso
que un vivo.
El dolor se extendía por el cuerpo de Isaach, creciendo y floreciendo como una
mala hierba. Le zumbaban los oídos y el cuerpo le temblaba debido al
aturdimiento. Oyó a lo lejos un inquieto murmullo que se elevaba de la multitud.
- ¿Queréis que peligre la misión de esta noche? - La respuesta llegó en un
murmullo vago e indistinto -. Entonces entregadme a este hombre; yo lo
interrogaré a mi antojo.
Raquel, con su cesta de remedios para extraer los venenos del cuerpo y aliviar
los espíritus agitados, no tuvo problemas camino del convento. Sor Benvenguda
delegó su responsabilidad en el cuidado de doña Elisabet sin siquiera un
murmullo.
Tan pronto como vio a Elisabet, Raquel comprendió por qué. Era evidente que
alguien le había revelado el veredicto; la muchacha temblaba de furia y
desesperación.
- ¿Cómo pueden hacer eso, Raquel? - sollozó -. Contaba con que mi padre y mi
tío me ayudaran. ¿Quién más podría hacerlo? ¿Qué voy a hacer ahora?
- ¿Vuestro padre no…?
- Mi padre es la persona que oyó las pruebas falsas y se las creyó, y el que
dictó la sentencia contra el ser humano más inocente al que he conocido. ¿Tú no
crees en su inocencia?
- Sí - contestó Raquel -. Lo creo con todo mi corazón. - Pero ninguna de las
dos era lo bastante tonta para sugerir que todavía se podía hacer algo por
Thomas.
Raquel sumergió unas hierbas en la tetera e instó a Elisabet a beber un poco de
la infusión.
- ¿Te quedarás conmigo, Raquel? No soporto estar sola - dijo -. O rodeada de
hermanas inquisidoras.
- Por supuesto que me quedo - respondió Raquel. Ayudó a doña Elisabet a quitarse
el vestido y meterse en la cama. Se sentó a su lado y escuchó a Elisabet, que se
enfurecía y lloraba y se volvía a enfurecer, hasta que le entró sueño. Sus ojos
se cerraron y navegó en la profundidad del sueño.
En aquel momento, una algarabía producida por una multitud que gritaba entró por
una ventana abierta, se apagó y enseguida fue seguida por otra, más fuerte esta
vez. Raquel empujó la silla hacia atrás, corrió a la ventana y miró fuera.
El movimiento despertó a Elisabet. Tambaleándose, la enferma se levantó de la
cama y se acercó a Raquel. Un parloteo en voz baja llenó el pesado aire de la
noche.
- Es extraño - dijo, con cautela -. Viene de los Baños. Deberían estar
cerrados.
- ¿Los Baños? - repitió Raquel, presa del pánico. La escena, el río, los árboles
y el propio edificio aparecían semiescondidos entre sombras profundas y la
pálida y fantasmal luz de la luna llena, todavía baja en el cielo.
- Sí. Hay luces. ¿Ves allí abajo, al otro lado del río? - Un bramido de voces
humanas irrumpió por la ventana.
Raquel cogió a Elisabet de los hombros y la ayudó a volver a la cama.
- Doña Elisabet - dijo sin aliento a causa del miedo -, lo siento, lo siento
mucho pero debo irme. Mi padre está allí...
- ¿En los Baños?
- Cuando me ha dejado aquí iba a ver al encargado. Y ahora sólo el Señor sabe lo
que está pasando. Podría ocurrirle algo horrible. Por favor, perdonadme.
- Vete, entonces. Claro que debes irte. ¿Volverás mañana?
- Lo prometo - dijo Raquel. Cogió su capa y salió de la habitación.
* * *
Raquel convenció a sor Marta de que la dejara salir, jurando que su padre y el
sirviente estaban esperándola a la puerta del convento. Había luna llena, pero
en la sombra del convento, el camino no era más que una espesa cinta negra en un
paisaje apenas más pálido. Esperó hasta que sus ojos pudieron distinguir alguna
forma y a continuación avanzó con paso inseguro hasta que salió de las sombras.
Se detuvo para considerar qué debía hacer y respiró hondo para serenarse;
después se dirigió corriendo al puente, iluminado por la luna, donde volvió a
detenerse.
La multitud salía de los Baños. Raquel retrocedió hasta la sombra de la pequeña
iglesia de Sent Pere de Galligants, observando y esperando divisar a su padre.
No había ni rastro de él. Finalmente, cuando parecía que todos estaban fuera,
oyó que se cerraba la puerta. Pero por lo menos una antorcha ardía dentro del
edificio, arrojando la luz de la llama por la ventana. La muchacha se llenó de
coraje y decidió cruzar el puente.
El ruido de los hombres que salían de la reunión desapareció y se restableció la
acostumbrada quietud de la noche, alterada sólo por los pequeños chirridos y
gorjeos de las criaturas nocturnas. Pero al acercarse al edificio, percibió el
sonido de un animal en apuros. Con un vuelco en el corazón se dio cuenta de que
era un sollozo ahogado, procedente de las sombras profundas del otro lado del
sendero. Dio un paso hacia la oscuridad y chocó contra un bulto pequeño y tibio
que emitió un sonido que le era conocido.
- ¿Yusuf? - susurró.
- Sí, ama.
- ¿Qué ha sucedido? - preguntó con voz tensa a causa del miedo
-. ¿Qué haces
aquí?
- El demonio que vino de Valencia y mató a mi padre… - Su voz se quebró hasta
desvanecerse.
- Dime, ¿qué pasa con ese demonio? - preguntó Raquel, aferrándolo por el hombro.
- Está ahí dentro, con maese Isaach. Y lo matará a él también. - Yusuf comenzó a
temblar violentamente.
Paso a paso, Raquel consiguió que el muchacho contara toda la historia. Era el
hombre de negro, con espada en la cadera, y espaldar y peto de armadura, que
venía siguiendo al médico desde la noche en que Yusuf lo conoció. El mismo que
había hablado con maese Isaach en el campo del otro lado, y que lo había
protegido cuando la multitud iba a matarlo.
- Pero quizá sea un buen hombre, Yusuf, que no desea hacerle daño.
El temblor en la voz del muchacho aumentó.
- No… ¡no es así! - exclamó con énfasis
-. Es un demonio. Creedme, ama. Es la
perversión misma. Conozco sus maldades.
- ¿Están solos ahí dentro?
- Creo que sí.
- Entonces debemos entrar.
- ¡No puedo! - exclamó Yusuf con un grito de pánico
-. Está bañado en sangre;
esta vez no podremos escapar. Lo dijo cuando mató a mi padre. Cuando salí
corriendo, dijo que volvería del infierno a buscarme.
- Bueno, no dijo que saldría del infierno a buscarme. Estoy segura de que no
mataría a una mujer inocente. Voy a entrar. - La muchacha avanzó con valentía
hasta la puerta y trató de abrirla con precaución; dio lo mismo, pues la puerta
estaba atrancada -. Yusuf - dijo con energía, acercándose otra vez al lugar
donde se había acurrucado el aterrorizado muchacho -. ¿Sabes dónde vive Johan?
¿El encargado?
- Sí, ama.
- Llévame allí. Hemos de conseguir la llave.
Capítulo 16
- Johan, por favor - suplicaba Raquel -. Necesitamos la llave de los Baños.
El encargado, arrancado de su sueño profundo, miraba a la muchacha desde la
puerta de su cuchitril sin entender nada.
- Mi padre está allí dentro, Johan, con el hombre que lo odia. Conocéis a mi
padre; es Isaach el médico. - Temblando de frustración, se volvió a Yusuf -.
Háblale, Yusuf - dijo, cogiéndolo del brazo y sacudiéndolo -. Háblale o te
pego. Dile lo que sucede.
Pero Yusuf se refugió en las sombras, temblando y pálido de miedo, y permaneció
en silencio.
Raquel controló su terror y se volvió al encargado.
- Johan - dijo con calma
-. Yusuf dice que mi padre está allí con el demonio.
Un hombre malvado que matará a mi padre si no lo detenemos.
Johan hizo gestos de negación con la cabeza.
- ¿Matarlo? - dijo lentamente. Sus ojos se llenaron de lágrimas; se las secó. Un
gemido de dolor salió de sus labios, la cara se le crispó de furia y bramó:
»¡No!
Raquel retrocedió de un salto, sorprendida.
- ¿Va a hacerle daño a maese Isaach? - añadió como si buscara una confirmación.
- Sí, Johan - repitió Raquel
-. Si no lo impedimos, eso es lo que hará.
Johan cogió un largo palo de madera y se encaminó hacia los Baños.
- Sois un hombre lleno de sorpresas, médico - señaló la Espada -. Y no son
muchos los hombres que me sorprenden. - Había empujado a Isaach hasta un banco
situado en un rincón tranquilo y estaba de pie frente a él, tan cerca que el pie
y la rodilla de Isaach rozaban el cuerpo del hombre. Isaach no sabía a ciencia
cierta si aquel hombre estaba protegiéndolo o vigilándolo; tampoco le importaba.
El dolor le había usurpado la razón y el sentimiento; lo atravesaba cruel y
constantemente, irradiando desde el lugar donde había recibido el primer golpe y
extendiéndose por todo su cuerpo. Cada vez que respiraba, el corazón le daba una
punzada -. ¿Eso os causa placer? - preguntó la Espada. «¿Qué me causa placer?»,
se preguntó Isaach. Pero le pareció que no valía la pena contestar a la
pregunta; no pronunció una palabra.
A lo lejos, la voz del orador seguía flotando durante el tiempo que tardó Isaach
en rezar en silencio sus plegarias de la noche. Después creyó percibir de forma
vaga que los discursos se habían acabado. La dirección del grupo había sido
encomendada al hombre de los detalles. Estaba dando instrucciones a los demás de
que se presentaran al pie de la escalinata de la catedral, en la plaza de los
Apóstoles, a medianoche, cuando las campanas tocaran a maitines, y de que
llevaran a algún amigo de confianza para sumarse a la batalla.
Los gritos de la multitud pertenecían a un mundo extraño. Isaach cambió de
posición lo mejor que pudo para aliviar su cuerpo dolorido y se refugió en las
profundidades de su mente. El tiempo desapareció y los Baños, con todo su
alboroto, odio y violencia, se esfumaron en la distancia insubstancial.
Entonces, en este distante lugar de su mente, se le ocurrió que la multitud se
había marchado en un sentido más substancial, llevándose consigo la pesada carga
de sus acalorados y sudorosos cuerpos. Una ráfaga de aire más fresco recorrió el
lugar tras la partida del último grupo, lo que disipó un poco la sensación de
vértigo que lo embargaba. La Espada cerró la puerta con llave.
- No me gustaría que me interrumpieran - dijo el hombre.
Isaach no contestó. Se preguntó si Yusuf seguiría todavía debajo del armario y
pensó que sería una lástima que estuviera observando esta escena.
- Tal vez os sorprenda que haya evitado que esos estúpidos os mataran a patadas.
No ha sido por piedad ni por ningún otro buen sentimiento. Tampoco para sacaros
información. No sabéis nada que pueda interesarme. ¿Podéis contestarme? - preguntó de pronto
-. Me resulta irritante hablarle a un hombre mudo, como
una vieja que le masculla cosas a su gato.
- Sí, puedo contestar - respondió Isaach tomando aire con dificultad
-. No
encuentro ninguna razón que explique vuestra conducta.
- Desde luego. Pero tenía una razón muy importante para salvaros del tumulto. - Hizo una pausa
-. ¿No os preguntáis cuál es?
Pero Isaach, que acababa de descubrir de pronto que no tenía la menor idea de
dónde se encontraba ni hacia dónde estaba orientado, dejó de escuchar. Temía a
la desorientación más que a ningún otro daño físico; la temía igual que otros se
asustan de los espacios cerrados. El pánico que le entraba le bloqueaba todo
pensamiento racional. Entonces, en medio de aquel silencio, recordó que el loco
le había hecho una pregunta. Debía escuchar. Podía ser importante.
- Estáis destinado a ser parte de mi propia salvación. Por esto os he salvado. - La voz de la Espada tenía un tono razonable, como si estuviera explicando el
precio de algo a un cliente potencial -. Y para ello debéis morir en vuestra
propia sangre. En vuestra propia sangre, en la sangre del rey usurpador y su
vástago, y en la del falso obispo; ahí reside mi salvación. Subiré al cielo en
un río donde fluya la sangre de los pecadores. ¿Comprendéis?
Isaach luchó contra su pánico y su dolor y encontró el aliento para responder: - Sois muy claro.
- Vuestra muerte no me importa. Lo que necesito es vuestra sangre. La sangre de
aquellas dos viles mujeres, la falsa monja y la niñera Jezabel, no fue
suficiente. Hace tres noches El Arcángel me volvió a hablar. Estaba de pie en la
cumbre de mi propia montaña, que se eleva en el cielo y, mirando hacia mi fértil
valle, abajo, me dijo: «Sigue tu curso hasta el final. No salves a nadie. Todos
deben morir». Su voz se fue apagando como en un sueño.
Isaach se sentía agobiado por lo absurdo de la situación; estar encerrado en los
Baños, atrapado por un loco que se había erigido a sí mismo en sacerdote, que
predicaba ante el carnero del sacrificio mientras éste yacía en el altar del
delirio. ¿Cómo podría alguien morir por una causa tan miserable como una ofrenda
al demonio particular de un loco, que lo visitaba, vestido como un ángel del
Señor? Sin embargo, sucedería. Aquel hombre iba a matarlo como había matado a
doña Sanxa y a la valiente niñera del príncipe don Johan, y como había intentado
hacer con el propio príncipe don Johan. Entonces recordó, una vez más, que Yusuf
estaba allí cerca, encogido de miedo debajo del armario.
El enojo, alimentado como un pequeño fuego con maderas secas, creció en su
estómago consumiendo su dolor y su miedo. A causa de la locura de aquel hombre,
Isaach había puesto en peligro a Raquel y a Yusuf, dos criaturas inocentes.
Yusuf era todavía un niño - no llegaba a los trece - y ya había tenido más
experiencias de las que Isaach podía imaginar; era inmoral someterlo a esto.
Pero Isaach estaba vivo y libre de cadenas. Pese a los dolores y las
magulladuras era un hombre fuerte y, sólo con saber dónde se encontraba, podía
defenderse. Era posible que la Espada lo hubiera empujado hacia el mismo banco
donde se había sentado el día anterior a hablar con Johan. El material que
tocaba con las manos le era familiar. Aquel banco era producto de un trabajo
descuidado, hecho, quizá, por un aprendiz y vendido a bajo precio a un
administrador tacaño del ausente médico que controlaba los Baños. Pasó las yemas
de los dedos por la madera basta, explorando la forma de la superficie. Era el
mismo banco. Encontró las marcas del hacha y el profundo hueco donde la azuela
del carpintero había desbastado la madera.
De inmediato, el vertiginoso caos que lo rodeaba se configuró como un vasto y
ordenado dibujo. Supo dónde estaba en relación con los Baños, la villa, la
región y el mar. Esto significaba que en aquel momento Yusuf no estaba a más de
cuatro o cinco pasos de distancia, escuchando todas y cada una de las palabras.
El fuego de la ira volvió a brotar; con una sola llamarada consumió la confusión
restante y se apagó, devolviéndole la claridad a sus pensamientos.
La Espada terminó su diatriba. En medio del silencio, Isaach percibió el latido
de su propio corazón y el movimiento de entrada y salida del aire en sus
pulmones. Muy cerca de él, sintió la nerviosa y agitada respiración de la
Espada. Estando Yusuf a sólo cuatro pasos de distancia, debería ser capaz de
percibir una tercera presencia en la sala; no era así. No advirtió ni el más
ligero movimiento ni la más débil respiración; ni siquiera la extraña aunque
firme convicción de que otro ser estaba cerca.
Yusuf no estaba allí. De haber sido descubierto y arrastrado fuera o muerto en
el lugar, el clamor y el griterío de la muchedumbre habría sido tan ensordecedor
como cuando él mismo había sido descubierto. Yusuf estaba fuera del edificio con
el anillo del obispo. Miles de obstáculos quizá habían retrasado su llegada al
palacio, pero la guardia del obispo quizá estaba en camino. Después de haber
bajado los brazos y aceptado la muerte, Isaach estaba sorprendido por la
ferocidad con la que, de repente, deseaba la vida. Su mente, que hacía sólo un
momento había estado aletargada y adormecida por el miedo y la desesperación,
corría ahora a una velocidad increíble, calculando, evaluando, vomitando ideas.
- Me cuesta creer que el sacrificio de la sangre, una vez cumplido, tenga que
repetirse - dijo Isaach fríamente -. De acuerdo con vuestra fe cristiana, el
último sacrificio de la sangre, la muerte de Cristo, ya se ha llevado a cabo,
¿no es así? Requerir el sacrificio de otras víctimas me huele a paganismo. ¿No
habéis pensado en esto?
- ¿Paganismo? ¿Tenéis el descaro de decir que mi sagrada misión es pagana? - soltó la Espada, elevando la voz, enfadado
-. Sois vos el pagano.
- Judío - corrigió Isaach con voz serena -. No pagano. Vos deberíais saberlo.
- El Arcángel vino a mí en toda su gloria y me habló. - Cogió a Isaach de un
hombro y lo zarandeó -. Me dijo lo que había que hacer y juró que volvería
antes de que llegara el fin del mundo.
- ¿Cómo sabéis que no fue una ilusión? - preguntó Isaach
-. Es bastante común.
Especialmente entre los campesinos y las lecheras.
- Yo lo sé - replicó la Espada; su voz sonaba furiosa e indignada
-. ¿Cómo os
atrevéis a hablar de mí como si fuera un campesino? ¿No os dais cuenta de quién
soy? ¿De qué soy? La sangre noble de los godos corre por mis venas. Mis
antepasados liberaron esta tierra de los moros con sus poderosas espadas. ¡Si mi
bisabuelo hubiera sido un intrigante y un conspirador como Pere de Aragón, yo
sería ahora rey, lo mismo que él! - Pero no lo fue - dijo Isaach.
- ¡Silencio! Y he caminado en medio de la noche para cumplir esta sagrada misión
y he permanecido invisible, como el Arcángel me prometió. No es una ilusión.
- ¿Estáis seguro? - preguntó Isaach.
- Desde luego. Buscad a algún hombre que por la noche me haya visto o haya oído
a mi caballo. No lo encontraréis. Guando cumplo órdenes del Arcángel soy
invisible y tan silencioso como un rayo de luz reflejado en su espada.
- No es cierto - replicó Isaach
-. En la oscuridad veo tan bien como vos,
señor, y sé cuándo estáis cerca. Me seguisteis la víspera de la fiesta. A
medianoche tocaron las campanas, dejasteis el caballo y me seguisteis desde las
puertas de la villa hasta el call. El ruido de vuestros pasos y el olor de
vuestra vestimenta, vuestra armadura y vuestro propio cuerpo son tan valiosos
para mí como el rostro de un hombre lo es para vos.
No se oía ningún otro sonido aparte de la pesada respiración de la Espada.
- No puede ser - masculló por fin
-. Me hizo una promesa.
- Fue una falsa promesa, amigo - dijo Isaach. Su tono de voz era de lo más
delicado y amable -. Una ilusión.
- ¡No sois un amigo! - La voz de la Espada se convirtió casi en un chirrido
-.
Pudisteis verme gracias a vuestros hechizos - dijo. Su discurso se hizo más
rápido y perentorio.
- Sabéis que no hago hechizos. ¿Estaría yo aquí, en vuestro poder, si así fuera?
¿Nunca os habéis preguntado si vuestro ángel no es un demonio que viene a
tentaros para cometer fechorías? Un demonio puede adoptar distintas apariencias,
algunas de gran belleza - dijo Isaach.
- Vos sois el demonio - aulló la Espada
-. Vos sois el tentador, enviado para
desviarme de mi camino. - Su voz se redujo a un murmullo de autojustificación -. Por esto debéis morir; debéis morir antes de que vuestras palabras taladren
mi pecho y destruyan mi fe y mi razón. Yo sabía que había un motivo para mataros - añadió mientras su voz se elevaba con un tono de asombro
-. Las mujeres… lo
comprendí enseguida; matar a una mujer perversa de gran belleza produce un goce
puro y sagrado. Lo que me dejaba atónito era tener que desperdiciar mis poderes
en alguien tan insignificante como vos, médico. - Acto seguido, alzó la voz
hasta convertirla en un grito descontrolado -. ¡Os doy las gracias, arcángel
Sent Miquel! Bajad una vez más y ayudadme a cumplir vuestra misión.
Pero tras las invocaciones de la Espada Isaach creyó percibir que en el fondo de
la sala caminaba alguien, que alguien movía algo metálico en la cerradura.
La puerta se abrió de golpe y entró Johan empuñando el palo, seguido de Raquel.
La muchacha vio a su padre a la luz oscilante de la antorcha, con la ropa sucia
y hecha jirones. Detrás de él había una alta figura vestida de negro. El hombre
sujetaba con la mano izquierda el mentón y la barba de Isaach; en la mano
derecha tenía un cuchillo. Las fuertes manos de Isaach empujaban esas manos
cubiertas con guantes negros mientras su cuerpo se retorcía violentamente para
desviar el golpe. El hombre lanzó una maldición y levantó el cuchillo.
- No lo toquéis - gritó Johan el Grande y movió el palo formando un arco por
encima de la cabeza de Isaach.
La Espada arrojó el cuchillo, desprendiendo sus brazos de las manos de Isaach.
Dio un paso atrás y sujetó la punta del palo con fuerza en el aire. Entonces
arremetió contra el encargado de los Baños, empujándolo hacia atrás y, mientras
Johan luchaba por mantener el equilibrio, el hombre logró arrancarle el palo de
las manos.
- Siempre hay que estar preparado para el contraataque, amigo - dijo con voz
serena -. Decidme qué hora es.
- Hace una o dos horas que las campanas del convento han tocado a tercia - dijo
Raquel, demasiado confundida para hacer otra cosa que contestar.
- Debo irme - dijo el hombre
-. Lamento dejar este asunto sin terminar, pero
esta noche un rey y un príncipe deben morir antes que vos. Y no hablemos del
obispo. Me esperan en palacio para maitines. - La Espada sonrió.
Recogió su puñal y fue hacia el otro extremo de los Baños. Allí enfundó el arma,
dejó en el suelo el palo de Johan y recogió una capa consistorial blanca con
lujosos y espléndidos bordados. Se la puso sobre la túnica negra y la liviana
cota.
- Adiós - dijo -. Os volveré a ver. - Y, sin una sola mirada atrás, salió del
edificio con grandes pasos.
- Raquel. Johan, amigo - dijo Isaach -. Estáis aquí y a salvo. Gracias al
Señor. Os agradezco vuestra ayuda. Acabo de descubrir cuánto me cuesta entregar
mi vida. Es realmente sorprendente, a juzgar por cómo me siento - añadió con
ironía -. ¿Habéis viso a Yusuf? ¿Sabéis si está a salvo?
- Ha estado con nosotros hasta hace un momento - contestó Raquel mirando
alrededor -. Estoy segura. Creía que estaba detrás de mí.
- ¿Cómo te ha encontrado, querida? - preguntó Isaach
-. Debía ir al palacio del
obispo.
- No lo sé - respondió Raquel -. Yo estaba en el convento cuando he oído el
vocerío. He venido enseguida y lo he encontrado fuera.
- Sí - precisó Isaach
-. Cuando me han descubierto han gritado de alegría. Él
estaba conmigo, pero bien escondido.
- Cuando lo he visto, estaba demasiado angustiado para moverse - señaló Raquel,
con considerable delicadeza -. La puerta estaba cerrada y sabíamos que estabas
dentro; entonces hemos ido a pedirle ayuda a Johan y a conseguir su llave.
- Entonces ¿no lo has mandado a buscar a la guardia? - preguntó Isaach, algo
sorprendido -. Esperaba que vinieran a rescatarme un grupo de soldados armados,
no un hombre y una muchacha solos.
- Maese Isaach, Yusuf ha huido en dirección a la villa antes de saliéramos de mi
casa. Me he fijado - explicó Johan.
- Le tiene terror a la Espada, padre - dijo Raquel
-. Y no le faltan razones.
Incluso mirarlo le resulta insoportable. No te enfades. Debe de estar escondido
en algún lugar cerca de aquí.
- Es posible - dijo Isaach -, o quizá haya ido finalmente a contárselo todo al
obispo.
- Vamos a casa, padre - sugirió Raquel.
- Antes hay mucho que hacer - indicó Isaach con tristeza
-. Debo ir a ver al
obispo. Dame la mano, amigo Johan. - Y, apoyándose en la mano del encargado de
los baños, se puso de pie, pero estaba demasiado mareado y se tambaleó.
Johan lo cogió de la cintura y lo sostuvo.
- Lo llevaré al palacio, ama - dijo.
- No sin mí, Johan - soltó Raquel mirando la oscuridad de la calle.
En una habitación de palacio, el infante don Johan se agitaba y murmuraba.
Rebeca se despertó enseguida y, echándose un chal sobre los hombros, fue a
sentarse a su lado. El niño meneó la cabeza, inquieto, y lanzó un grito de
terror. La mujer lo cogió en brazos y lo apretó contra sí.
- Vamos - murmuró
-. No pasa nada, cariño. Ya estás a salvo.
- Me perseguía - dijo Johan con los ojos abiertos de miedo - y yo no podía
correr.
- Aquí nadie puede perseguirte - aclaró Rebeca secando la húmeda frente del niño
con un pañuelo -. Hay dos hombres grandes y fuertes, los soldados de tu padre,
al otro lado de la puerta. Estás a salvo. ¿Quieres que encienda otra vela?
Rebeca lo acostó y encendió una segunda vela con la que ardía en un pequeño
candelabro. La colocó en el otro extremo de la habitación para disipar las
sombras.
- Beca, quiero ver los soldados - pidió el niño.
Rebeca se llevó el dedo a los labios. Johan se bajó de la silla y le cogió la
mano. Juntos salieron del cuarto de puntillas. Rebeca levantó al príncipe en
brazos, abrió la puerta y los dos espiaron el corredor. Sólo había un hombre,
tendido en el suelo y profundamente dormido.
Furiosa, Rebeca dejó al príncipe en el suelo, detrás de ella, y zarandeó el
hombro del guardia con fuerza. El hombre se movió y eructó, despidiendo un
intenso vaho a vino.
- ¡Borracho estúpido! - exclamó -. ¡Guardia!
Se oyeron pasos que subían corriendo una escalera cercana a la habitación. Se
acercaron dos hombres despiertos, alerta, bien ataviados y armados. Rebeca
señaló el suelo.
- No nos servirá de mucho en caso de tener algún problema, ¿no os parece?
Los soldados miraron a la mujer y después al heredero al trono, que estaba con
los ojos bien abiertos.
- Aquí están tus soldados, Johan - dijo Rebeca con voz dulce
-. Nos mantendrán
a salvo, ¿no es así?
- Sí, alteza. Sí, señora - contestó el capitán de la guardia.
Rebeca volvió a coger al infante don Johan.
- Buenas tardes - dijo, y se apresuró a regresar a la habitación.
- Tú - dijo el capitán, enseguida -, ve a buscar a Ferran. Y cuando regreses,
los dos os quedaréis haciendo guardia ante esta puerta. Hasta entonces me
quedaré yo. Nadie debe entrar aquí salvo su majestad. ¿Me habéis oído?
- Sí, capitán; señor.
- Y si la reina de Saba viene en persona a ofreceros vino, no lo toquéis.
¿Comprendéis? Nada más fuerte que el agua, nadie salvo el rey. Ni siquiera yo.
Yo me ocuparé de este hombre y de su compañero, esté donde esté, tan pronto como
regreséis. Apresuraos.
* * *
Isaach y Johan se abrieron paso lentamente por la plaza de los Apóstoles hacia
el palacio del obispo, seguidos por Raquel, que estaba bastante nerviosa.
Algunas nubes danzaban por delante de la luna, con lo que a ratos el camino
estaba iluminado y a ratos quedaba sumergido en la penumbra.
Johan se detuvo a los pies de la escalinata, intimidado por el jolgorio
procedente del banquete de la noche.
- No tengo nada que hacer aquí, maese Isaach - dijo
-. Tenía la voz ahogada por
el miedo.
- Más bien diría que tienes importantes motivos para quedarte aquí, Johan - señaló Isaach
-. Tú has visto al hombre que se llama a sí mismo la Espada, tú
y Raquel. Yo no.
Al escuchar esa voz, una figura menuda se incorporó en el porche y corrió hasta
donde estaba Isaach.
- ¡Señor! - exclamó -. ¡El demonio no os ha matado! - Lo cogió de la mano y se
deshizo en lágrimas de dolor y alivio.
- Ya lo ves - dijo Isaach -. ¿Qué haces aquí, Yusuf, pequeño amigo? ¿No le has
llevado mi mensaje al obispo?
- No me han dejado entrar - contestó Yusuf -. Me he quedado esperando hasta
poder escabullirme sin ser visto por el guardián de la puerta.
- Entonces, a ver si ahora tenemos más éxito.
- ¡Maese Isaach! - gritó Berenguer -. Estáis lastimado. Dejad que llame...
- Habrá tiempo para ello - replicó Isaach
-. Tenemos mucho que contaros y
nuestra historia ha de ser rápida. Acabamos de volver de los Baños Árabes, donde
esta tarde se ha celebrado una reunión… - Isaach comenzó a hablar mientras se
dirigían, a paso tranquilo, a una cómoda sala de la planta baja.
- Esto hay que contárselo a interlocutores más importantes - dijo el obispo,
interrumpiendo al médico al poco de comenzar.
Don Eliezer ben Salomón fue el primero en llegar, acompañado del escribano.
- Maese Isaach - murmuró
-. He oído que muchos labios os elogian. Decidme, ¿qué
habéis descubierto que tanto ha alarmado a mi señor Berenguer?
Isaach probó una pequeña cantidad del vino diluido que el obispo le instó a
beber antes de reanudar su historia. Durante los siguientes quince minutos o
más, a pesar de que le dolía la espalda y de que cada inspiración le producía
una aguda punzada en las costillas, Isaach hizo una descripción detallada de la
reunión. Don Arnau, con cota y espada, botas y espuelas, entró al cabo de unos
minutos con uno de sus soldados de baja graduación. Poco después, Eliezer envió
al escribano con un mensaje garabateado a toda prisa.
- Quizá será mejor que esperemos un momento - dijo Eliezer
-. Vuestra historia
es de una claridad sorprendente, maese Isaach. Me gustaría que otros lo oyeran. - Se acercó y se sentó al lado del médico, donde podían hablar con relativa
intimidad -. Maese Isaach - murmuró -, ¿opináis que ese hombre está loco?
- ¿La Espada? - preguntó Isaach con cautela
-. Lleva la locura dentro de él, no
hay duda. Pero a veces habla con sentido.
- ¿Es, entonces, una locura asumida deliberadamente?
- Es difícil estar seguro. Pienso que cree a medias en sus propios delirios; sin
embargo, de algún modo sabe que no pueden ser ciertos.
- Y los otros que habéis mencionado, ¿están locos?
- Oh, no, don Eliezer. Tienen la mente tan serena como la vuestra o la mía.
La puerta se abrió y su majestad, don Pere, entró en la sala.
- No os levantéis - dijo
-. Si, por lo que me dicen, el tiempo es aquí lo más
importante, deseo escuchar vuestra historia sin dilación, maese Isaach.
Y por tercera vez, Isaach hizo un rápido resumen de lo ocurrido en la casa de
los Baños.
- Por desgracia, majestad - dijo al terminar la descripción -, soy incapaz de
dar nombre a los tres participantes más importantes: la Espada y sus dos
lugartenientes. Reconocería sus voces si las volviera a oír. Pero el encargado
de los Baños, Johan es su nombre, ha entrado en el edificio junto con mi hija,
Raquel, para rescatarme. Ellos vieron al hombre que se hace llamar la Espada.
Están esperando fuera de esta sala.
Se invitó a Johan y Raquel a entrar. Johan tragó saliva, se puso colorado y
trató de hablar.
- Él era muy fuerte, señores - explicó -. Me ha cogido el palo y casi me deja
sin sentido.
- Gracias - dijo Eliezer, cuando parecía ya improbable que se obtuviera alguna
otra información mucho más coherente del aterrado Johan -. Señora Raquel - dijo - ¿podéis describir a ese hombre?
Una vez más, Raquel estuvo delante del rey.
- Es alto, majestad; tiene el pelo negro; su rostro es delgado. - La muchacha
cerró los ojos, tratando de recordar con desesperación otros detalles -. En los
Baños había sólo una antorcha encendida y en ningún momento se ha puesto debajo
de la luz. Recuerdo sus ojos, parecían arder. Y antes de marcharse se ha vestido
con una túnica larga y bordada con hilos de oro y de color escarlata.
- ¿Había en su rostro cicatrices o alguna otra marca? - preguntó Eliezer, quien,
dejando de lado los ojos ardientes, podría darle al menos una docena de nombres
que se ajustaban a esa descripción. Alto, delgado, de pelo oscuro… sí, sin duda.
- Había poca luz para ver bien, señor.
- El hombre cojea - añadió Isaach
-. No sé si es muy visible, pero se puede
oír.
- Gracias - dijo Eliezer, y dejaron marchar a Raquel y Johan.
- Tal vez sea una tontería propia de un padre, pero estoy intranquilo por mi
hija Rebeca y el príncipe - dijo Isaach con calma.
- Están alojados en un lugar seguro, amigo - dijo Eliezer
-. Bien protegidos.
- Ya hemos hablado suficiente - dijo don Pere -. Ha llegado el momento de
actuar.
Mientras se estaba llevando a cabo la reunión, se abrió una puerta en la parte
trasera de palacio; una figura vestida de negro, con túnica y botas, y armada,
pasó junto a otra figura de negro, con sotana y sandalias. El hombre asintió con
la cabeza y cruzó las cocinas en dirección a las habitaciones donde se alojaban
personalidades distinguidas.
El hombre armado se movió con la seguridad de quien sabe a dónde va y de quien
se cree con derecho a estar en aquel lugar. Reconoció al capitán de la guardia
que custodiaba la puerta del infante don Johan; habían combatido juntos en
Valencia y en más de una ocasión habían cabalgado juntos cumpliendo misiones
para la corona. Lo saludó con un movimiento de cabeza y alargó el brazo para
coger el pomo de la puerta. El capitán se adelantó con un rápido movimiento y se
interpuso entre el hombre de negro y la puerta.
- Mis más respetuosas disculpas, señor - dijo
-. Pero las instrucciones de su
majestad son precisas. Creía que las conoceríais - dijo en tono de reproche -.
Nadie, ni siquiera vos mismo, o su Ilustrísima, el obispo, debe entrar en esta
habitación, donde están el príncipe y su niñera.
- Os pido disculpas - replicó el hombre de negro con amabilidad
-. Lo había
olvidado. Tenía un mensaje que entregarle a la niñera - añadió -. Pero tendrá
que esperar. - Entonces, sin ninguna advertencia, sacó el puñal que llevaba
escondido en su corta capa y lo hundió en el pecho del capitán. El arma penetró
por las costillas y le alcanzó el corazón -. Lo siento, capitán - dijo en un
tono de auténtico arrepentimiento -. No esperaba encontraros en este lugar.
Extrajo el cuchillo del pecho del capitán y dejó que el cuerpo se desplomara en
el suelo. Limpió la sangre con la capa de la víctima y envainó el puñal. Su mano
acababa de tocar la puerta cuando el ruido de unos pasos rápidos le hicieron
levantar la mirada. Dos guardias llegaban por el pasillo. Vieron a su capitán en
el suelo y se acercaron corriendo.
El hombre de negro se volvió en dirección contraria y se perdió en las sombras.
Cuando los guardias comprendieron la situación e iniciaron la persecución, el
homicida había desaparecido por los lugares más recónditos del edificio. El
incidente había durado menos tiempo del que habría hecho falta para que un
hombre de disposición y hábitos moderados hubiera caminado de un extremo a otro
del pasillo.
La plaza de los Apóstoles, situada entre la catedral y el palacio del obispo,
estaba silenciosa y vacía. La luna se encontraba bastante alta, pero su cara
aparecía velada por una delgada capa de nubes y, en aquella atmósfera húmeda,
parecía borrosa e imprecisa. Brillando como un faro en la oscuridad, una lámpara
ardía en el altar de la catedral; pero después de acabar la suntuosa cena, el
palacio episcopal había quedado a oscuras y cerrado. Entonces, entre la
escalinata principal y la puerta oeste de la catedral, unas sombras comenzaron a
moverse en la oscuridad de la plaza. Muy pronto se llenó de gente; las cuarenta
o cincuenta almas que habían estado en los Baños recibieron el refuerzo de otras
cincuenta. La plaza sé saturó del sonido de la multitud silenciosa; eran unos
cien o más seres que jadeaban, se empujaban y se movían de un lado a otro
mientras se iban reuniendo en el área sur de la catedral. Enseguida, al fondo de
la multitud, aparecieron dos antorchas llameantes. Casi de inmediato, el fuego
fue pasando de antorcha en antorcha hasta que el resplandor de éstas pareció
rivalizar con el del día. Una hilera de portadores de antorchas se movió entre
la muchedumbre, iluminando con sus luces las caras encapuchadas de los que
estaban cerca de la catedral. En medio del silencio se elevó una voz de tenor de
gran belleza que cantó la primera línea de «Tibi Christi, splendor patris»;
pronto se le unieron otras voces. El venerable himno se expandía en la quietud
de la noche; de forma gradual se fueron incorporando primero uno, luego seis y,
por último, unos veinte tambores que, con su redoble constante aunque apagado
cogieron el ritmo y ahogaron el ruido de las voces.
La noticia de la muerte del capitán se difundió por el palacio culminando con
una llamada a las armas; los que no podían o no debían luchar fueron llevados al
estudio del obispo.
- Su majestad me ha dicho que el ingenio de vuestra hija ha salvado la vida del
príncipe - indicó Berenguer -. El rey está agradecido; están mejor protegidos
ahora - añadió secamente. Mientras hablaba, se quedó de pie al lado de una
ventana abierta para observar lo que ocurría abajo.
- Gracias, Ilustrísima - dijo Isaach, cansado.
- ¿Qué están cantando, Ilustrísima? - preguntó Yusuf con voz tímida. Estaba
sentado en un cojín, al lado de la silla de Isaach, cerca de Raquel. Johan el
Grande estaba con los cocineros, que lo consolaron y recompensaron con el vino
del obispo.
- El «Tibi Christi» - respondió el obispo con aire ausente -. Un himno que se
canta en la festividad de Sent Miquel.
- ¿Cuándo es?
- El veintinueve de septiembre - contestó el obispo
-. Se han adelantado un
poco con las celebraciones, Yusuf, pequeño amigo.
- ¿Qué planean hacer? - preguntó el canónigo, que apareció detrás de Berenguer;
se inclinó hacia delante para echar una mirada a lo que estaba sucediendo.
- Asaltar el palacio y matarnos a todos - respondió el obispo con calma
-.
Sospecho que hay una turba frente a nuestras puertas ahora mismo. Esta reunión
al pie de la escalinata es para distraer nuestra atención. Quieren hacernos
creer que nos atacarán por la entrada lateral de la catedral. No te preocupes,
joven Yusuf - añadió -, esta puerta es muy pesada; y, además, está cerrada y
atrancada. - Volvió a mirar fuera -. Me irrita estar aquí encerrado sin hacer
nada. Pero su majestad ha insistido en que así lo hiciéramos.
En la planta baja, se estaba desarrollando un drama silencioso frente a un
público silencioso. Cada vez que la luna se escondía detrás de una masa
creciente de nubes, los espectadores que rodeaban el palacio aprovechaban para
acercarse más. Dentro, se había apostado a cuatro guardias armados en cada
entrada, listos para repeler el ataque. Tres jóvenes sacerdotes, que habían sido
detenidos cuando forcejeaban por desatrancar y abrir las puertas a los
invasores, esperaban en los sótanos, vigilados por los guardias.
En la plaza proseguían los cantos y el ruido de los tambores. Las nubes
oscurecían el horizonte; el aire se había hecho pesado y amenazante. Los que
observaban desde palacio vieron a un hombre alto, con una capa blanca y la mitra
de un obispo en la cabeza, que se abría paso entre la muchedumbre y subía la
escalera de la puerta sur de la catedral. El hombre estaba de espaldas a sus
seguidores y llevaba los dos brazos en alto como si suplicara al cielo. Una
ráfaga de viento deshizo las nubes y dejó al descubierto la luna, que iluminó la
figura de la Espada adornada con sus espléndidas vestimentas. Un rugido sordo
surgió de los participantes amontonados. Después, la luna desapareció detrás de
otra nube veloz y dejó atrás la oscuridad y la oscilante luz de la antorcha.
- Francesc, mira esto - dijo Berenguer
-. ¡Por el mismo Sent Miquel! - murmuró -. Este canalla traidor lleva mi capa consistorial. ¿Cómo la ha conseguido?
El canónigo miró por la ventana.
- Deben de haberla llevado a lavar. Tengo que descubrir quién ordenó que lo
hicieran - dijo.
- Quiero hablar con la lavandera - añadió Berenguer con severidad
-. Esa mujer
dispone de mis vestimentas con demasiada facilidad.
Pasaron los minutos. Desde su posición ventajosa sobre la escena, los
espectadores del palacio pudieron distinguir otras figuras oscuras que entraban
en la plaza por todos los accesos.
- Mirad eso - dijo el secretario, divertido
-. Hasta en medio de una
insurrección, alguien intenta sacar ventaja de la situación. - Señaló a una
figura que cargaba una jarra enorme -. Debe de estar vendiendo vino. - El
hombre que llevaba la jarra se desplazaba por la escalera, lo más rápido que
podía, en dirección al lugar donde la Espada estaba todavía de pie con los
brazos elevados al cielo. En los flancos de la multitud aparecieron más figuras
oscuras. Un trueno rugió en las colinas cercanas a la villa y la Espada bajó las
manos con brusquedad. En algún lugar, a su derecha, resonó otro ruido: el de un
arma que daba contra el borde de un escudo.
El hombre de la jarra se acercó más, como para ofrecerle vino al cabecilla. Los
portadores de antorchas se acercaron a la Espada y la jarra fue depositada en el
suelo. El jefe de la insurrección hizo esfuerzos para desenvainar su espada, lo
que los gruesos pliegues de la capa del obispo le obstaculizaban.
- Hace un papel bastante pobre para llamarse Espada - dijo el obispo en tono
seco -. Debería haber practicado.
- ¿Creéis que ese hombre es la Espada, Ilustrísima? - preguntó el canónigo.
- Sin duda alguna. Vestía mi capa en los Baños, ¿recordáis?
Por fin la figura de la escalinata elevó una pesada espada por encima de su
cabeza. Dando un paso adelante en actitud de ataque se volvió hacia el palacio.
Entonces se vio cara a cara con el rey, que conducía un grupo de jinetes
preparado para arremeter contra la multitud. En el momento en que don Pere
levantó la espada para comenzar el ataque, un grito de pánico se elevó en los
flancos de la muchedumbre. Un contingente al mando de don Arnau se había
adelantado desde la retaguardia. La Espada se detuvo, inseguro, y echó una
mirada alrededor. Sus lugartenientes, uno a cada lado, portaban sendas antorchas
flameantes.
De pronto se desató un fuerte viento alrededor de la catedral. Un enorme rayo
partió el cielo. El retumbar de un trueno pareció sacudir las piedras bajo los
pies y un caballo soltó un alarido de terror. Los portadores de antorchas
retrocedieron precipitadamente. La Espada levantó los brazos al cielo y gritó: - ¡Sent Miquel, liberadnos una vez más de los pecadores!
Dio la impresión de que caía una antorcha y un fuerte resplandor de fuego,
acompañado de un estruendo, llenó el aire frente a la catedral. Cuando los ojos
encandilados de la turba reunida en la plaza recuperaron la visión, las llamas
consumían el cuerpo de la Espada.
- ¡Es la venganza del Señor! - gritó alguien, cundió el pánico y todo el mundo
se volvió y echó a correr. Los más afortunados lograron escabullirse por
rincones oscuros y puertas abiertas; otros cayeron en manos de las tropas que
los esperaban. La lluvia comenzó a golpear el empedrado, produciendo chirridos
al caer en el cuerpo en llamas.
- ¿Habéis visto esto? - preguntó Berenguer -. Ha estado ahí durante un momento
y, al siguiente, su cuerpo ardía en llamas en el suelo.
- Lo he visto, Ilustrísima - contestó Francesc Monterranes, cuya visión era tan
aguda como la de cualquier otro -. Es como si hubiera surgido un rayo de la
tierra. Creía que había tropezado con una antorcha encendida, pero el fuego era
demasiado vivo.
- Quizá una antorcha encendida tropezó con él - señaló Berenguer.
Isaach volvió la cabeza hacia la ventana abierta y olfateó el aire.
- Este rayo tenía un extraño olor a azufre - dijo
-. Creo que valdría la pena
investigar su origen.
Capítulo 17
Pocos en el palacio durmieron aquella noche. Hombres armados, mojados y
presurosos, entraban y salían del edificio, buscando y recibiendo órdenes, dando
informes. Habían sido requisadas salas públicas para investigar los
acontecimientos. Los veinticuatro vecinos (empapados y temerosos) que no habían
logrado desaparecer en la oscuridad después de aquel rayo se agolpaban en el
vestíbulo, custodiados por la guardia, explicando a todo el que quisiera
escucharlos que habían ido a la plaza a disfrutar de los tambores y la música.
Mientras don Arnau organizaba la búsqueda del resto de los conspiradores, don
Eliezer daba órdenes al agobiado guardia que intentaba coordinar la
investigación.
- Había un consejo privado de seis - dijo -. Tenemos tres nombres. Averiguad si
alguno de ellos está en este grupo - añadió, entregándole una lista -. Si
podéis, conseguid más nombres. Alguno estará dispuesto a entregar a un traidor o
dos para salvar su propio pellejo. Enviádselos a Arnau.
- No soy de Gerona, señor - dijo el guardia
-. Podría ayudarme uno de los
guardias locales a poner nombres a las personas. Ahorraría tiempo.
- Arnau tiene a todos los locales - replicó Eliezer
-. Dejadme ver. La mayoría
de los sacerdotes están saturados de trabajo. Su Ilustrísima y el secretario
están con su majestad el rey. - Se detuvo a considerar quiénes estaban en el
edificio -. Hay un tal Johan, pero no servirá. Y a la muchacha la han enviado a
su casa con el padre. Pero ese niño, el joven sirviente, podría ayudar. - Se
volvió para irse -. Está aterrado. Mantenedlo escondido. Y llevaos a mi
escribano. Os será útil.
- ¿Un niño? - peguntó el guardia, sorprendido -. Bueno, mejor un muchacho
honrado que un hombre mentiroso. Gracias.
Y de aquel modo - fortalecido con fruta, pan y queso -, Yusuf fue llevado,
todavía tembloroso, hasta la habitación donde un guardia estaba interrogando a
los prisioneros. Estos aparecieron uno a uno ante el escribano, quien escribía
el nombre, la ocupación y las razones por las que se encontraban en la plaza. Y
uno por uno, Yusuf los miró desde el oscuro rincón donde estaba sentado, casi
escondido, detrás del guardia.
- ¿Sabrán que he estado aquí? - preguntó el muchacho.
- Nadie sabrá que has estado aquí, salvo don Eliezer y yo - respondió el joven
-. Y don Eliezer no me ha dicho cómo te llamas.
Rodrigue fue el primero en presentarse ante el escribano. Dio su nombre y
ocupación y, en un tono indignado y seguro de sí mismo, relató sus actividades
de aquella tarde. Había estado sirviendo en la taberna.
- Y sólo Dios sabe - dijo - que más me habría valido cerrar. No he vendido ni
siquiera el vino necesario para ahogar a una mosca. Y luego fui a la plaza
porque oí los tambores.
- ¿Se llama así? - murmuró el oficial.
- Oh, sí - contestó Yusuf
-. Y no estaba en la reunión.
Y así transcurrieron los minutos, con Yusuf, separando las cabras - que habían
estado en los Baños - de las ovejas, que habían salido más tarde. Cuando
quedaban sólo tres hombres, Yusuf tiró con delicadeza de la manga del oficial.
- Miente - dijo señalando al hombre que estaba de pie delante del escribano,
sonriendo y sudando -. Se llama Sanxo y es uno de los del Consejo Secreto.
- Excelente, muchacho. ¿Y qué me dices respecto a los dos que todavía están
esperando?
- Ese es Martin. Pertenece al Consejo - precisó Yusuf -. El otro no ha estado
en la reunión.
- Ya es hora de que vayas a la cama, muchacho - dijo el guardia
-. Esto es para
ti. - El hombre deslizó una moneda en la mano de Yusuf y fue a ocuparse de
Sanxo.
Yusuf hizo una reverencia y se marchó. Le arrojó la moneda a un pordiosero que
estaba acurrucado en el porche y, tratando de no ser visto, salió corriendo en
medio de la noche hacia la casa del médico.
Sólo habían sido capturados Sanxo, el palafrenero, y Martin, el encuadernador.
Los dos oradores de la reunión y Raimunt, el escribano, habían desaparecido.
Durante toda la noche, Martin estuvo sudando y jurando que la cofradía era un
grupo de comerciantes expertos, interesados en mejorar su suerte, y que le
debían un respeto especial a su patrón, Sent Miquel.
Y no dijo más.
Sanxo, el palafrenero, habría dicho más, mucho más, de haber podido. Les dijo
todo lo que sabía y algunas cosas que había inventado, pero no tenía ni idea de
quiénes eran los dos desconocidos.
- Nunca lo dijeron. No eran la Espada - añadió
-. Nosotros éramos la Espada. La
Espada era el grupo.
- ¿Quién era el hombre que ha hablado el último en la reunión?
- ¿El último? - preguntó Sanxo.
- Sí. El que ha impedido que lincharais al médico.
Sanxo lo miró fijamente, como si hubiera visto a un fantasma.
- ¿Habéis estado allí? - susurró.
El guardia sonrió.
- No sé quién era - dijo casi chillando -. ¿Os referís al hombre corpulento que
ha hablado como un señor? ¿De piel oscura? ¿Delgado? ¿Que cojeaba? - preguntó,
como si cuantos más detalles encontrara, más puro parecería su corazón -. Tal
vez lo sepa Raimunt… él es escribano y un hombre educado. No lo veo aquí - añadió con malicia.
Una voz detrás del guardia le interrumpió.
- Dime, Sanxo palafrenero, ¿cuál es la intención del grupo?
Don Eliezer se encargó de proseguir el interrogatorio, ayudado por el escribano,
que estaba a su lado.
Cuando el guardia se fue para ir a ver a sus hombres - agradecido, pues esa
clase de trabajo no era de su agrado -, la conversación prosiguió en un
susurro, y los nombres y las palabras que oyó mientras se alejaba lo hicieron
estremecer.
El cuerpo de la Espada había sido depositado en una habitación de los sótanos
iluminada con velas. En el suelo, al lado del cadáver, había un montón de
fragmentos ennegrecidos.
- ¿Qué es esto? - preguntó Berenguer.
- Arcilla. Partes de una especie de jarra, tal vez de aceite, Ilustrísima.
Estaban por todas partes alrededor del cuerpo - precisó el soldado -. Y en su
carne. Me ha parecido que podía ser importante.
- Desde luego que sí - observó el obispo, recogiendo un fragmento
-. Creo que
anoche vi esta jarra al lado de este hombre. - Olfateó el pedazo que tenía en la
mano -. Huele a las calderas del infierno - exclamó.
- Más bien a la pólvora que los moros de Algeciras utilizaban para arrojarnos
bolas de fuego - observó el soldado -. Todo el que resultaba herido por ese
polvo moría a los siete días. Es algo de temer, Ilustrísima. Yo estuve allí y no
había vuelto a ver nada igual hasta anoche.
- ¿Se sabe quién es? - preguntó Berenguer.
- Apenas le quedó cara para poder identificarlo, Ilustrísima - contestó el
soldado.
Unas manos fuertes ayudaron a la abadesa Elicsenda, a doña Elisabet y a Raquel a
desmontar de los caballos militares que habían sido enviados para sacarlas del
convento. Era última hora de la mañana; los curiosos estaban reunidos dentro de
la catedral y la plaza estaba casi desierta. Salvo una mancha negruzca en los
escalones del lado sur, la tormenta había barrido todas las señales de violencia
y confusión de la noche anterior, dejando la plaza iluminada por el sol y en
santa paz. Sin embargo, los guardias armados que las habían escoltado hasta la
villa las dejaron a cargo de una guardia armada de infantería, con lo que las
tres mujeres cruzaron la plaza en dirección al palacio rodeadas por ocho hombres
corpulentos y un oficial. No omitieron ninguna precaución.
Después de unas pocas y turbadas horas de sueño, Raquel había regresado al
convento temprano por la mañana. En pleno desayuno, que ni Raquel ni doña
Elisabet habían podido comer, la llamada a presentarse de inmediato en el
palacio del obispo les había caído como un rayo; no les habían ofrecido ninguna
razón, ninguna disculpa, ninguna explicación.
- ¿Quién sabe? Quizá otra persona inocente va a ser condenada por traición - había dicho Elisabet con amargura
-. Algo relacionado con lo de anoche.
La abadesa las esperaba de pie ante la puerta principal, con la ansiedad y el
nerviosismo grabados en el rostro. Para cuando llegaron a la plaza, a Raquel se
le revolvía el estómago de curiosidad y temor. Doña Elisabet, ojerosa y pálida
como un cadáver, caminaba hacia la residencia de su tío con la firme resolución
de una mártir dirigiéndose a un circo lleno de leones hambrientos. Raquel se
recogió la falda y siguió su camino con valor.
Cuando pasó de la soleada terraza a la vasta e imponente sala, la hija del
médico temblaba. La estancia estaba oscura y fría, llena de muebles macizos
cuidadosamente tallados. El padre y el tío de Elisabet, absortos en la
conversación, estaban sentados en el extremo más alejado. El secretario del rey
se sentaba a su derecha y revisaba un montón de documentos y los organizaba en
montones. A su lado estaba sentado el escribano, preparado con tinta y papel.
Algunas sillas vacías esperaban.
Un criado de aspecto vagamente clerical condujo a la abadesa Elicsenda hasta un
banco que había junto a la pared, frente a un enorme tapiz que representaba la
toma de Jerusalén. Raquel esperó, indecisa. Elisabet colocó una mano en el brazo
de su amiga y avanzó decidida, hasta que estuvo delante de su padre. Entonces
cayó de rodillas y trató de hablar. Sin embargo, las lágrimas le cubrían las
mejillas y la voz se le quebraba.
- Majestad - susurró -. Padre, yo...
- Ven, querida. Levántate. - Su padre la regañó con dulzura
-. Siéntate a mi
lado. Tu tío te cederá su sitio por un momento, ¿verdad? Aquí somos todos
amigos.
- Gracias, padre - murmuró mientras se incorporaba y se sentaba en la silla que
su tío se había apresurado a desocupar.
- Ahora, hija - dijo don Pere, dándole unas palmadas en la mano para darle
confianza -. Cuéntame, una vez más, todo lo que te sucedió desde el momento en
que despertaste… en un establo, ¿no es así?, hasta que nuestros soldados te
encontraron. Hasta los detalles más minuciosos. Veo que has venido con la
abadesa y tu admirable enfermera. - Levantó una mano y el sirviente casi empujó
a Raquel para que avanzara.
Muda por la excitación, Raquel se agachó e hizo una profunda reverencia.
- Excelente. Ven aquí y quédate al lado de Elisabet. También tengo preguntas
para ti. Acércate, pequeña. Y habla en voz alta, para que el escribano pueda
oír.
Elisabet comenzó por el granero de encima del establo.
- ¿Cuántos hombres había? - Se volvió hacia Raquel.
- Cuatro, majestad - respondió Raquel, con otra reverencia
-. El amo del
establo, otro que parecía ser un caballero, Romeu, y dos sirvientes.
- Gracias; continúa.
Elisabet prosiguió hasta que se quedó ronca y se puso todavía más pálida.
Sirvieron vino y una tisana de menta. La muchacha bebió un sorbo y continuó. De
vez en cuando, don Pere la interrumpía, comprobaba lo que había dicho
interrogando a Raquel y pedía aclaraciones.
Don Eliezer consultó sus documentos y susurró algo al oído del rey. Don Pere
asintió y se volvió hacia doña Elisabet.
- ¿Por qué estás segura de que el plan para secuestrarte tiene su origen en
Montbui?
El rubor se extendió por las mejillas de Elisabet. Se cogió las manos
temblorosas y se aclaró la garganta.
- Alguien se aproximó a mí en el convento, no hace mucho tiempo, en nombre de
don Pero, señor - respondió en voz baja.
La abadesa Elicsenda se puso pálida; Berenguer se inclinó hacia delante con el
entrecejo fruncido.
- ¿Quién se te acercó? - preguntó don Pere con calma.
- Una monja que está en el convento con nosotras. Me dijo que se llamaba sor
Berenguera y que venía de la casa madre de Tarragona. Dijo que don Pero estaba
desesperado de amor por mí y que deseaba mi mano, pero que temía que vuestra
majestad no lo aprobara.
- ¿Qué te pidió que hicieras?
- Quería que huyera con él. Sólo una mujer casada, decía, podía liberarse de las
restricciones del convento y disfrutar de la vida.
- Extraña actitud en una monja - murmuró Berenguer
-. Aunque no es nada nuevo.
- Pero padre, yo no estaba de acuerdo - dijo Elisabet, escrutando el rostro de
su padre para descubrir en él alguna señal de desaprobación -. Yo no tenía
ningún deseo de partir o de casarme con ese hombre. Sabía por otras pupilas del
convento que Montbui no era amigo vuestro. Y que era viejo y feo - añadió
enrojeciendo de vergüenza.
- Pero ¿no se lo dijiste a nadie?
- Tuve la intención, señor, pero enseguida enfermé y se me fue de la cabeza. - Elisabet tosió. Parecía muy desdichada.
- Bueno - dijo don Pere -, no te inquietes. Bebe un poco de vino y descansa un
rato. Doña Elicsenda, ¿quién era esa hermana de Tarragona?
- Majestad, no tenemos a ninguna sor Berenguera en el convento. ¿No era sor
Benvenguda quien os habló, doña Elisabet? Ella es de Tarragona.
- Oh, no, madre. Conozco a sor Benvenguda. Aquélla era una monja muy joven. No
la había visto antes - aclaró Elisabet -. ¿Deseáis que continúe?
Con gran sorpresa de Elisabet, aquel eminente público estaba hechizado por su
historia. Ningún detalle era demasiado insignificante, ninguna palabra demasiado
banal para ellos. Cuando terminó, don Pere miró a sus consejeros. Nadie habló.
- No necesitamos nada más de ti, querida; tampoco de ti, joven Raquel. Os damos
las gracias. Si estáis cansadas, podéis retiraros. Si sentís curiosidad, podéis
sentaros y poneros cómodas un poco más allá y asistir a la sesión.
- Nos gustaría quedarnos - dijo doña Elisabet con firmeza. Y las tres mujeres
fueron conducidas hasta unas sillas cómodas que habían en un cuarto escondido
detrás de La toma de Jerusalén, desde donde podían oír sin ser vistas.
- ¿Qué sucede, señora? - preguntó Raquel con voz suave.
- No lo sé - respondió doña Elisabet
-. Estoy sorprendida. Ya ha sido juzgado y
condenado y ahora están interrogando a los testigos. El mundo está loco.
La abadesa Elicsenda no dijo nada.
El siguiente en llegar fue Isaach el médico, que se apoyaba con todo su peso
sobre Yusuf. Tan pronto como la noche anterior las calles se hubieron
tranquilizado, lo habían llevado a su casa en una litera, mareado por el
agotamiento y con el cuerpo dolorido. Una vez allí, se permitió el lujo de
ceder. Raquel y su madre envolvieron sus piernas con telas calientes empapadas
en sales curativas y frotaron sus heridas con árnica y linimentos calmantes; le
vendaron las costillas con telas suaves y le dieron a beber hierbas y vino
mezclado con agua. Por último, lo dejaron ir a la cama. Mientras su familia lo
atendía, Yusuf volvió a entrar en la casa sigilosamente.
Isaach se había levantado tarde, magullado y dolorido, pero con la mente clara,
los huesos sanos y mucha hambre. Apenas había desayunado cuando lo llamaron de
palacio.
- Bienvenido, maese Isaach. - Don Pere lo recibió presuroso -. Vuestra hija y
mi hijo os mandan saludos. Están a salvo y se encuentran bien. Deseo aclararos
que ésta no es una sesión del tribunal sino una reunión de amigos para
considerar los acontecimientos de los últimos cinco días. Sería impropio
sostener una sesión judicial en domingo, ¿no es así, Berenguer?
- En esto, como en todas las cosas, vuestra majestad tiene razón.
- Gracias, majestad - dijo Isaach
-. ¿Puedo saber si el hombre que murió es la
Espada?
- Por ahora, todo parece indicar que sí - respondió don Eliezer con cautela.
- ¿Y se sabe la causa de su muerte? - preguntó Isaach.
- Lo opinión general - contestó el obispo - es que fue fulminado por el rayo.
Esto querría decir que murió, como correspondía, a manos de Dios. Ardió, como
sabéis. Y hubo un relámpago - dijo Berenguer.
- Además de un penetrante olor a sulfuro en torno a su cuerpo - precisó don
Eliezer.
- ¿De modo que era pólvora? - preguntó Isaach -. Lo sospechaba.
- El relámpago aparece como una solución más aceptable - dijo Eliezer
-. Y la
mano de Dios está en todas las cosas.
- Ya lo creo. ¿Se sabe el nombre de la Espada?
El obispo se inclinó hacia adelante.
- No, maese Isaach - respondió -, no lo sabemos.
- Haced entrar a Thomas de Bellmunt - dijo Eliezer.
La sorpresa de Elisabet y de Raquel al ser convocadas al palacio del obispo no
fue nada comparada con el asombro de Thomas al enterarse de que iba a declarar
ante su majestad. El primer pensamiento que acudió a su mente fue que aplazaban
su sentencia, lo que le hizo albergar una ciega esperanza; un momento después,
recuperó la razón y comprendió. Estaba sentado, estrujándose las manos para no
temblar. Durante toda aquella larga noche había oído un incesante movimiento:
caballos, pisadas, conversaciones urgentes y sofocadas; los sonidos de la
crisis. La guerra, la insurrección se habían desatado, y debían ejecutarlos
antes de que su majestad partiera. Dijo unas breves plegarias para fortalecerse
y salió por la puerta abierta de su celda para enfrentarse a su destino.
Don Pere hizo un gesto de asentimiento ante la presencia de Thomas y se volvió a
sentar para observar el desarrollo de la sesión con los ojos entornados.
- Lamento turbar vuestro domingo - dijo Eliezer -, pero han surgido ciertos
asuntos importantes que vos podríais aclarar.
- Haré lo que pueda, señor - dijo Thomas con amable desesperación
-. No estaba
ocupado en nada.
- Claro. Volved a contarnos, don Thomas, por favor, por qué enviasteis a vuestro
criado a Gerona.
Thomas se ruborizó.
- Doña Sanxa de Baltier me pidió que le cediera a Romeu, que la iba a ayudar a
realizar una delicada misión para su majestad el rey.
- ¿Por que fuisteis tan complaciente?
- Doña Sanxa era la dama de compañía de su majestad la reina. - Thomas hizo una
pausa -. No fue la única razón, señores. Pero temía que la verdad dañara la
reputación de la mujer...
- Es improbable dañar aún más su reputación, dadas las circunstancias, don
Thomas - terció don Eliezer -. Pero ¿seguís afirmando que la misión era para
proteger al infante don Johan?
- En aquel momento creí sinceramente que era para proteger al príncipe.
- ¿Por qué volvisteis a Gerona?
- Con instrucciones de mi tío, señor.
- ¿Hablasteis con él?
- No. Su secretario me escribió una carta.
- ¿La tenéis con vos?
Thomas se sentía como un hombre que está a punto de ahogarse y cuya última tabla
de salvación acaba de hundirse hasta el fondo.
- Escribí mi respuesta al pie de esa misma carta - señaló.
- Contadnos entonces cómo es que Romeu llegó a vuestro servicio.
- Lo arregló todo mi tío: el caballo de Romeu, su ropa y el salario del primer
año; mi tío se encargó de todo. Fue muy generoso conmigo.
- Ya veo. ¿Os referís al conde Huc de Castellbo? - Thomas asintió
-. Pero
¿quién lo contrató, don Thomas? ¿Vos? ¿O Castellbo?
- El conde, señor - dijo
-. Romeu había estado al servicio de mi tío desde su
niñez. El conde pensó que yo necesitaba un criado que supiera de los entresijos
de la corte para evitar que me metiera en problemas. - En varios rostros se
dibujó una breve sonrisa.
- Parece que no lo logró - murmuró Berenguer.
Don Eliezer no prestó atención a las sonrisas y murmullos.
- Gracias. Ahora decidnos por qué esperabais encontrar a doña Elisabet en la
finca de Baltier.
- Era el lugar adónde yo debía llevar al infante - contestó Thomas, que hizo un
cuidadoso resumen de sus descubrimientos y conclusiones.
- ¿Qué hacía doña Sanxa en el convento de Sent Daniel?
- Las monjas le proporcionaron refugio y ella tenía una amiga de confianza en el
convento.
- ¿Quién?
- Alguien a quien conocía desde la infancia, señor. Es todo lo que sé.
- ¿Por qué hacerse pasar por una tal sor Berenguera y tentar a doña Elisabet
para que se fuera del convento?
- ¿Esto hizo? No lo sabía. - Thomas se quedó mirándolo, atónito
-. ¿Puedo hacer
una pregunta, don Eliezer? ¿Majestad? - añadió, confundido. Se había olvidado de
que don Pere estaba allí.
El rey asintió.
- ¿Quién mató a doña Sanxa? Con su último suspiro, Romeu negó haberlo hecho.
- Fue muerta por la Espada del arcángel Sent Miquel.
- ¿La espada del arcángel Sent Miquel? ¿Quién es ese Miquel? - preguntó Thomas.
La sala estalló en carcajadas.
- Por ser el único hombre en Gerona que no ha oído hablar de la Espada - dijo
don Pere, sonriendo -, deberíais quedaros aquí para descubrirlo. ¿Don Eliezer?
- En cinco días - dijo el secretario - la paz de la villa ha sufrido las
consecuencias de dos grandes disturbios. Las declaraciones de varios vecinos
coinciden en señalar que ninguno de ellos fue espontáneo. El primero fue
instigado por Romeu; el segundo por dos extraños. Maese Isaach puede contaros
mucho acerca de esos dos sucesos. - Los disturbios de la primera noche fueron
provocados para llamar la atención y facilitar así el secuestro de doña Elisabet
y, al parecer, también el del infante don Johan - explicó Isaach -. Ambos
intentos fracasaron. Doña Elisabet estaba muy bien custodiada, y la niñera del
infante pudo tener al niño a salvo. A costa de su propia vida.
- ¿Quién fue el asesino? - preguntó Thomas.
- El hombre que se hacía llamar la Espada - respondió Isaach
-. Me lo contó él
en persona, antes de ir a palacio con la intención de matar a su majestad, al
infante y a su Ilustrísima el obispo.
- En vez de ello, mató a un buen oficial - intervino don Pere - y huyó.
- Huyó sólo para sufrir la venganza del cielo - añadió Berenguer. Se volvió
hacia don Thomas -. Fue fulminado por un rayo o algo parecido.
- ¿Quién era? - volvió a preguntar Thomas.
- ¿El principal conspirador? - preguntó Isaach.
- No era el principal conspirador - murmuró su majestad, en tono cortante
-.
Pero quizá sí su principal lugarteniente.
Por un momento la fantasmal presencia de don Ferran, el hermanastro del rey,
pareció ocupar la sala.
Isaach hizo una reverencia en dirección al rey.
- Anoche creí haberle contado a vuestra majestad todo lo que consideraba
importante de la conversación que mantuve con la Espada. Pero me temo que no
tenía la cabeza clara. En la paz de la mañana he recordado algunas cosas que
podrían ayudar a identificar a ese hombre.
Los presentes en la sala sintieron que el espacio se reducía y los cercaba.
- ¿Sí, maese Isaach? - preguntó el rey.
- Dijo que su ascendencia era noble, que provenía de los visigodos.
- Esto es lo que alegan la mitad de las familias del reino - replicó su
majestad.
- En efecto, majestad - prosiguió Isaach -. También dijo que si su bisabuelo
hubiera sido capaz de… - Isaach meditó la palabra «planear» y la reemplazó - si
hubiera sido un político más hábil, él, la Espada, ahora sería rey. No dijo de
qué reino.
- Esto nos hace pensar en unas cien familias - dijo Berenguer con amargura.
- Y después dijo que el arcángel Sent Miquel le había hablado desde la cumbre de
su propia montaña mientras miraba hacia su propio valle.
- Si es tan importante como él cree, majestad, debe de poseer una considerable
cantidad de tierras en el norte - dijo Eliezer -. Hay pocos que cumplan estos
requisitos.
- Mil perdones, señores, pero yo sé quién es.
La aguda voz provocó el silencio en la sala. Todos se volvieron cuando Yusuf se
abalanzó hacia delante, cayó de rodillas y se inclinó hasta que su frente tocó
las frescas baldosas.
- Majestad - dijo.
- Levántate, niño - dijo don Pere
-. Dinos lo que sabes.
Yusuf se levantó con movimientos torpes.
- Majestad - dijo mirándolo fijamente -, en primer lugar, os traigo saludos de
mi padre, que desde el otro extremo del tiempo os desea a vos y a vuestros
súbditos larga vida y prosperidad. Era amigo vuestro y favorable a vuestros
intereses.
- ¿Y quién era tu padre para mandarnos saludos desde la tumba?
- Mi padre era el embajador del emir Abu Hajjij Yusuf, gran señor y soberano de
Granada, ante el gobernador de Valencia - respondió Yusuf.
- ¿Lo sabíais? - preguntó Berenguer a Isaach, en la pausa que se produjo.
- No - respondió Isaach
-. Sólo sabía que venía de Valencia.
- ¿Por qué te fuiste de Valencia, chiquillo? - preguntó don Eliezer. El
diligente escribano tomó nota de la pregunta.
- Mi padre sabía que el rey y el gobernador estaban rodeados de traidores. Lo
mataron antes de que pudiera hablar. No me permitieron ver al gobernador, de
modo que vine al norte para advertir al rey.
Don Pere le dirigió a Berenguer una mirada de alarma.
- ¿Podríamos saber el nombre de tu noble padre?
Yusuf paseó la mirada de uno a otro hombre, mudo de terror.
- No puedo decirlo - susurró.
- ¿Cuándo sucedió esto? - se apresuró a preguntar don Eliezer.
- En el año de la lucha en Valencia y de la gran peste.
- Debe de ser el hijo de Hasan Algarrafa - murmuró Eliezer.
- O de alguno de los otros del partido del emir - observó el rey.
- Señor - dijo Yusuf a don Eliezer -, en cuanto la Espada le habló a mi amo,
reconocí al demonio que había matado a mi padre.
- ¿Lo viste hacerlo? - preguntó don Eliezer con suavidad.
Yusuf asintió, mordiéndose los labios temblorosos.
- Es un gran noble al servicio de su majestad. Vine a deciros que él intentaba
traicionaros, pues mi deseo es que sea castigado. Tengo su nombre aquí - dijo,
tocándose el pecho -. Escrito en una carta de mi padre a vuestra majestad.
- Veamos esa carta, hijo - dijo el rey.
Yusuf buscó la bolsa de cuero, que llevaba escondida debajo de la túnica, y se
la quitó del cuello. Con dedos torpes y temblorosos desató la cuerda que la
sujetaba y extrajo un pedazo de papel arrugado. Lo extendió con cuidado, volvió
a arrodillarse y se lo ofreció a don Pere.
- Está en árabe - dijo el rey, mostrándoselo a su secretario
-. Admito ser algo
lento en descifrar las palabras.
- En efecto, majestad. Con mucho gusto...
- Yo puedo leerlo - dijo Yusuf
-. Si vuestra majestad lo desea.
- Sólo lee el nombre si puedes, hijo - indicó el rey
-. Don Eliezer hará una
copia en limpio para mí del resto. Está muy manchado.
- Con la sangre de mi padre - dijo Yusuf
-. Lo saqué de su cuerpo. - Volvió a
coger el papel y se sentó en el suelo, donde se inclinó y, usando el dedo como
guía, siguió el dibujo de las letras -. Majestad - añadió, dubitativo -, creo
que su nombre es Castellbo.
- Mi tío - susurró Bellmunt, horrorizado -. No puede ser cierto. - Pero al
decir estas palabras todo encajó y se dio cuenta de que era verdad.
- No fue un buen protector para vos, don Thomas - dijo Berenguer
-. Me
ahorraría las lágrimas por él.
- ¡Dios del cielo! - exclamó Thomas -. ¡Qué necio he sido!
- Hay más de un necio, don Thomas - señaló don Pere
-. Pensad que Huc de
Castellbo era el hombre que envié al campo para custodiar a mi hijo.
Yusuf estaba delante del rey, confuso y contento.
- ¿Hice mal, majestad? - preguntó sosteniendo la carta.
- En absoluto, has sido un muchacho muy valiente - dijo don Pere
-. Guardaré
esta carta con todo mi respeto, si me permites.
- Estaba dirigida a vos, señor - dijo Yusuf con sencillez.
Don Pere cogió el deteriorado pedazo de papel y se inclinó hacia el muchacho.
- No es adecuado que seas un sirviente, muchacho - dijo
-. Si deseas unirte a
nuestra corte, llegaremos a un acuerdo con tu amo. ¿Os parece bien, maese
Isaach?
- Yusuf es libre, majestad - dijo Isaach, en tono apacible -. Él me prestaba un
servicio y, a cambio, yo le ofrecía albergue; no reclamo ningún derecho sobre
él. Si desea permanecer en mi casa y permitir que lo eduque, será bienvenido. Si
prefiere un lugar en la corte, partirá con mi bendición.
- Entonces, dejemos que el niño decida - dijo su majestad
-. Queda bajo nuestra
protección mientras permanezca en nuestro reino.
- Puedes sentarte, Yusuf - dijo don Eliezer
-. Con el médico.
Capítulo 18
La puerta del estudio se cerró y dentro quedaron los tres hombres.
- ¿Qué hacemos con Bellmunt? - preguntó el rey a Berenguer y a Eliezer
-. Su
delito parece haber sido sólo un acto de increíble estupidez.
- Creo que ha aprendido una lección muy dura, majestad - dijo el obispo
-.
Acerca de las mujeres y del mundo. Y confieso que el joven me agrada.
- Su majestad lo encuentra encantador y modesto, y también útil - intervino don
Eliezer -. Además, al parecer es valiente. Su rescate de doña Elisabet tuvo un
toque de genialidad.
- Es un buen estratega - señaló don Pere -. Pero es una lástima que Elisabet
quedara en poder de Montbui durante dos días. Ya corren rumores.
- El matrimonio lo curaría de su estupidez con respecto a las mujeres - sugirió
el obispo - y también acabaría con los rumores sobre mi sobrina. Apostaría mi
vida a que éstos no tienen ningún fundamento - añadió -. Pero al escándalo no
le preocupa para nada la verdad, por supuesto.
- El joven es pobre - advirtió don Eliezer.
- De buena familia - observó don Pere
-. Y por lo visto mi hija palidece de
amor por él. Sin embargo, fue acusado de traición. Y esto es un problema.
- Se debió a las maquinaciones de vuestros enemigos, señor - dijo el obispo.
Entonces don Eliezer se aclaró la garganta, señal segura de que había encontrado
la solución. Todo el mundo se volvió hacia él.
- Un mensaje claro; esto es lo que se necesita - dijo
-. Un indulto en sí mismo
no es suficiente. La nube de la traición flotaría toda su vida sobre él, y esto
puede hacer peligroso a un hombre. Decapitadlo mañana o ascendedlo
inmediatamente. Valencia necesita un nuevo gobernador, majestad. Nombrar
gobernador a Bellmunt es como decir a vuestros enemigos que sus complots han
fracasado.
Don Pere se quedó un instante con la mirada perdida.
- Podríamos darle las tierras y la fortuna de Castellbo. Serán confiscadas por
la corona.
- Majestad, quizá una cuarta parte sea suficiente - murmuró el secretario
-.
Hay que financiar la campaña de Génova.
- Excelente - dijo el rey -. Esto resuelve el tema de su pobreza.
Don Eliezer tomó nota.
- Enviaremos a Arnau a Valencia con él; es un hombre sensato y prudente y, de
este modo, me lo quitaré de encima. Todo esto, desde luego, si Bellmunt está de
acuerdo.
Don Eliezer volvió a tomar nota.
- ¿Y si no está de acuerdo?
- Oh, no creo que se oponga. Aunque siempre puede optar por la solución
alternativa. - Su majestad se puso de pie -. Entonces, caballeros - dijo -,
tenemos a un nuevo gobernador en Valencia. Mi hija estará contenta.
La comitiva real se unió al resto del grupo. El obispo murmuró unas palabras al
oído de un asistente y, en cuestión de segundos, aparecieron sirvientes en la
sala con bandejas llenas de manjares y jarras de plata rebosantes de vino. Don
Eliezer se acercó a hablar con maese Isaach acerca del infante, y el obispo se
dirigió hacia Thomas de Bellmunt.
Descorrieron el tapiz para permitir que la abadesa, doña Elisabet y Raquel se
unieran a los demás. Las señoras hicieron una reverencia y los caballeros
respondieron. Thomas parecía aterrado; su majestad, afable; doña Elisabet,
turbada.
Berenguer llamó aparte a Bellmunt.
- Me produce un gran placer veros, don Thomas - dijo Berenguer
-. Mi sobrina se
ha recuperado notablemente en estos últimos días, ¿no os parece? Bueno, tiene
una excelente constitución y un médico admirable.
Thomas le dirigió una mirada cargada de ansiedad.
- Su belleza no tiene parangón.
- Cualquier adulador diría esto - dijo el obispo
-. Aunque estoy de acuerdo con
vos. ¿Diríais también que es buena y virtuosa?
- No hay nadie mejor en toda Cathalonia - respondió Thomas.
- Me alegra que penséis así, pues ya se están tejiendo falsas calumnias a su
alrededor. Dicen que se fugó con Montbui y que la trajeron aquí por la fuerza.
Me temo que el convento es el único lugar para ella. Salvo que esté dispuesta a
casarse, y pronto, antes de que aumenten las difamaciones.
- ¿A quién está prometida? - preguntó Thomas, a quien las desdichas nunca le
llegaban solas.
- Por el momento, a nadie. Mirad, está ahí sentada, sola y con aspecto triste.
Podríais hablarle y alegrarla un poco.
- Dudo que las palabras de un condenado puedan alegrarla demasiado, Ilustrísima.
- Ah, sí. Eran acusaciones importantes - observó Berenguer
-. Os daréis cuenta,
don Thomas, de que habéis sido sentenciado sólo por una razón: por haber
ayudado, a través de vuestro criado Romeu, a un grupo de traidores de quien
tendríais que haber sospechado. Por supuesto, lo ignorabais; actuasteis, quizá,
de buena fe. Pero hay una falta que expiar, digamos.
- No tengo demasiado tiempo para expiar faltas - dijo Thomas.
- Eso depende - replicó Berenguer, mirando en el vacío
-. Por el momento, su
majestad necesita un hombre de principios, valor y absoluta lealtad. Un hombre
preparado para vivir y, tal vez, morir por la corona.
- ¿Una vida por otra? - dijo Thomas, con cautela
-. ¿Qué tendría que hacer ese
hombre?
Berenguer le explicó.
Thomas se quedó mirando al obispo, incrédulo.
- Os burláis de un hombre muerto - dijo al final
-. Me ofrecéis poder, me
ofrecéis a vuestra propia sobrina y decís que se requiere coraje y lealtad para
aceptar. Os estáis divirtiendo a mi costa.
- En absoluto. Valencia necesita un gobernador que sea de fiar. Y su majestad no
obligará a su hija a tomar una decisión. Vos debéis ganárosla. Si no lo hacéis… - Abrió las manos en un gesto elocuente.
Thomas hizo una pausa.
- Comprendo - dijo en tono pensativo -. Pero ¿por qué Elisabet me elegiría a
mí? No tengo nada que ofrecerle, salvo mi pobreza y mi desgracia.
- Es una muchacha agradecida por naturaleza; vos le hicisteis un gran bien.
Elisabet considera que Montbui es aborrecible. Si la convencéis, Valencia es
vuestra junto con una parte de las tierras de vuestro tío. Allí está. Podéis
disponer de un tranquilo rincón de esta habitación y de toda la tarde para
presentar vuestros argumentos. Os deseo lo mejor.
Don Pere se levantó.
- Mi buen Bellmunt - dijo -, creo qué mi hija desea daros las gracias por el
servicio que le prestasteis. - Envolvió en una mirada a Eliezer y al escribano y
salió de la sala.
* * *
Doña Elisabet llamó a su tío por señas.
- ¿Qué ha querido decir mi padre con esto?
- Ha querido decir - respondió el obispo con calma - que no es ni insensible ni
ciego. Si quieres a este joven, puedes tenerlo. Se hará todo lo necesario para
que goce de una posición adecuada. Tu padre tiene su corazoncito y aceptaría de
buen grado un matrimonio por amor.
- Pero Thomas ha sido condenado...
- Míralo. ¿Piensas que es un traidor?
- Claro que no, tío.
- Tampoco nosotros. Salvo que cometa alguna equivocación que demuestre lo
contrario, su cabeza está a salvo.
- Pero tal vez no quiera casarse...
- Estás pálida de calor, querida. Te sugiero que vayas con tus compañeras a
sentarte al lado de la ventana. - Era una orden más que una sugerencia, y
Elisabet obedeció.
Las tres mujeres estaban sentadas al lado de la ventana ante una mesa preparada
con fruta, vino y pasteles. Permanecían en silencio; la abadesa y Elisabet
estaban absortas en sus pensamientos y Raquel se sentía demasiado cansada para
mantener una conversación. Don Thomas se les acercó con el aire de un hombre que
va al combate a luchar en posición de desventaja.
- ¿Cómo es que os convertisteis en ayudante de vuestro padre, Raquel? - preguntó
la abadesa, volviéndose hacia ella con repentino interés -. Es, sin duda, un
raro privilegio para una mujer. ¿O es una tradición entre los vuestros? - Se
levantó y miró por la ventana.
- En absoluto, señora - respondió Raquel mientras también se levantaba
-. Mi
primo Benjamin era su aprendiz pero… - La abadesa llevó aparte a Raquel para
escuchar lo que le relataba.
* * *
Bellmunt le preguntó a Elisabet por su salud y se quedó sin tema de
conversación. Permaneció inmóvil, con los ojos clavados en la pared, en la
espalda del obispo, en cualquier parte que no fuera el rostro de la muchacha.
Después de unos momentos de silencio, Elisabet se levantó de la silla. Caminó
hasta la ventana; Thomas fue tras ella.
- Mirad, don Thomas - dijo -. Anoche hubo disturbios allí; la plaza estaba
llena de odio y violencia. El padre de Raquel, un hombre bueno e inofensivo que
salvó mi vida hace pocos días, resultó herido. Un loco, vuestro tío, trató de
matar a mi padre, a mi tío y a mi hermano, y murió abrasado. Hace unas horas,
estos honrados vecinos que vemos ahí fuera clamaban por la sangre de los seres
más queridos para mí. Sin embargo, ahora el lugar está totalmente en calma.
- El mundo está lleno de engaño y traición, doña Elisabet - dijo Thomas, que
estaba detrás de ella -. Habría apostado mi vida por la lealtad de mi tío hacia
la corona.
- Pero ¿qué podemos hacer? Cuando un hombre me persigue, ¿qué debo pensar?
Pensad en Montbui. ¿Por qué quería casarse conmigo?
- Vuestra señoría es hermosa y encantadora - dijo Thomas con cierta torpeza
-.
Cualquier hombre os perseguiría.
- Eso es una necedad - replicó Elisabet mirándolo
-. Nunca me había visto. Lo
que había visto eran descripciones de mis tierras y cuánto reportaban al año.
¿Sabéis para qué quería mi dinero?
- Para destruir a vuestro padre - contestó Thomas
-. Sí… por fin me di cuenta.
Elisabet volvió a mirar por la ventana.
- No estamos tan alegres como en el campo, don Thomas - dijo con un tono triste
-. Me hablabais con mayor libertad que aquí en la villa.
- En el campo era más fácil olvidar mi pobreza y mi insignificancia - replicó
Thomas en voz baja -. No estaba rodeado de reyes, obispos y abadesas. Y no me
habían juzgado por...
- No habléis de ello - interrumpió Elisabet con los ojos llenos de lágrimas
-.
No puedo soportar que alguien diga eso de vos, ni siquiera vos mismo.
- Señora, por favor… no lloréis. No soporto veros sufrir ni siquiera un instante
por mi causa. No merezco vuestras lágrimas - añadió airadamente -. ¿Cómo sabéis
que no soy otro Montbui y que no os persigo para obtener algún favor?
- No lo sé, salvo que no os parecéis a él y que vuestro comportamiento es
diferente. - Elisabet se calló y pareció quedar absorta en el sereno paisaje de
la calle. Por fin, sacudió la cabeza y se volvió un poco hacia Thomas -. ¿Qué
pensaríais si os dijera que no puedo amar a ningún hombre y menos confiar en él,
y que he decidido entrar en el convento?
- Iría al encuentro de mi muerte tan firme como pudiera, esperando que vos
rogarais por mi alma, señora - dijo Thomas sin atreverse a sostener la mirada de
Elisabet -. Y os desearía una vida llena de paz y tranquilidad.
- Creo que lo haríais, sin más.
- ¿Es ésta vuestra decisión?
- No estoy segura - respondió Elisabet. Suspiró profundamente como si quisiera
quitarse de encima la melancolía -. Ya hace un tiempo que estoy en Sent Daniel.
Las monjas son más amables conmigo que el mundo exterior y ya me he
acostumbrado.
Thomas se sobresaltó como si hubiera recibido un golpe doloroso pero invisible.
- Entonces os deseo la mayor de las felicidades, señora. - El joven hizo una
reverencia y se marchó.
- Don Thomas… - El roce en el hombro, tan leve como si se hubiera posado una
mariposa, lo detuvo -. No os vayáis, don Thomas, todavía no. - La muchacha lo
había seguido unos pasos desde la ventana y le apretó el brazo mientras lo hacía
volver. La mano que lo sujetaba estaba temblando, pero siguió allí hasta que
Thomas volvió con ella a la ventana -. Quiero haceros una pregunta que me ha
tenido preocupada desde que estuvimos en el campo.
- Estoy a vuestra disposición, señora. - Usando su cuerpo para protegerse de la
mirada de los demás, puso su mano encima de la de ella. Elisabet la dejó allí.
- ¿Os sentaríais conmigo, don Thomas, a tomar una copa del excelente vino de mi
tío? La última vez que os ofrecí vino, temo que os ofendí. ¿Me habéis perdonado? - Con delicadeza soltó la mano, la colocó encima de la de él y permitió que
Thomas la condujera hasta una silla. La joven hizo una seña y apareció un
sirviente con una jarra de vino y dos copas de plata. Cuando el sirviente se
movió para servirle el vino, Elisabet frunció el entrecejo. El hombre
desapareció como una nube de vapor en el viento.
Bellmunt estaba de pie frente a ella, paralizado por la indecisión.
- Aunque, quizá después de haberos visto obligado a pasar tanto tiempo en mi
compañía, preferiríais hablar con otra persona.
- ¿Obligado? - soltó -. Señora, no se me ocurre otro modo mejor de pasar
cualquier momento que en vuestra compañía. - Thomas puso una silla junto a la de
ella y se sentó apresuradamente.
- Ahora entiendo - dijo la muchacha, haciendo gestos de negación con la cabeza
-. Vos pasaríais un buen momento de conversación conmigo y después os iríais.
Os cansáis enseguida de la compañía de una dama, don Thomas. - Elisabet sirvió
vino en las copas, sosteniendo la pesada jarra con cuidado.
- Me interpretáis mal, doña Elisabet.
- No lo creo. Es mi pelo, ¿no? Ni negro como el cuervo ni rojo como el fuego.
Sólo castaño.
- Habéis oído mi testimonio - dijo con una mirada acusadora -. Habéis oído cómo
me ponía en ridículo. He quedado como un necio.
- Por lo menos, como un necio sincero - dijo Elisabet
-. Quizá todavía estéis
llorando por ella. Reírme ha sido una desconsideración por mi parte.
- ¡Llorando! Fui un estúpido, señora, y ella una intrigante insensible...
- Yo sé qué era ella, don Thomas. No sabía si vos también estabais al tanto de
todo.
- Y vuestro cabello no es castaño - añadió Thomas con obstinación -. Es del
color del trigo en agosto o de las hojas de haya en noviembre. Mi yegua sí tiene
el pelo castaño; el vuestro es dorado. - Thomas se ruborizó, pero sostuvo la
mirada.
- Me acuerdo muy bien de vuestra yegua. Tiene un pelaje encantador. Pero
decidme, sinceramente y sin vacilaciones, si amabais a doña Sanxa de Baltier o
no.
En aquel momento, la sinceridad parecía ser la cualidad más importante del
mundo.
- La amé en un momento de deslumbramiento - dijo lentamente -, hasta que
comprendí que yo significaba menos para ella que la hábil lavandera que lavaba
el vestido de seda que más apreciaba. Después jugó con mi vida y mi honor. No,
después de aquel primer momento, ya no la amé. Y estoy avergonzado de haber
sentido algo por ella.
Y aquella extraña y fascinante criatura que se hallaba a su lado sonrió.
- Me siento muy dichosa - dijo
-. Estaba preocupada por lo que pensabais.
¿Amáis a alguna otra?
- Doña Elisabet, vos debéis saber la respuesta a esa pregunta.
- Bueno, no la sé. O, por lo menos, no estoy segura de ello. Pero dicen que debo
casarme; y salvo que pueda casarme con alguien a quien ame, me uniré a doña
Elicsenda en el convento de Sent Daniel. ¿Preferiríais verme en el convento el
resto de mi vida? No me casaré con ningún otro hombre.
- ¿Perdón? - exclamó Thomas.
- ¿Es ésta la respuesta a una sincera proposición de matrimonio, don Thomas? - preguntó la joven
-. ¿Tomaréis conmigo una copa de vino? - Elisabet cogió la
copa con dedos temblorosos. El vino se derramó.
Thomas cogió la copa de aquellas manos manchadas de vino y bebió.
Capítulo 19
Lunes, 30 de junio de 1353
Una multitud jubilosa se reunió en la plaza de los Apóstoles para despedir al
rey y a su heredero; muchos de los presentes eran los mismos que - acompañados
ahora de sus esposas y sus hijos - se habían reunido el sábado por la noche con
la esperanza de presenciar la conmoción que causaría su destronamiento. Don Pere
sonrió y dio las gracias a la multitud; don Arnau y sus hombres permanecían
tensos y cautelosos, en actitud alerta junto a sus nerviosos caballos; trataban
de descubrir señales de algún cambio repentino de humor en el público, pues
temían que se produjera un nuevo alboroto.
Rebeca bajaba contenta la escalera llevando de la mano al emocionado infante.
Por fin volvería a su casa, con su esposo y su hijo. Le habían regalado un
vestido nuevo, y llevaba muchos otros artículos de lujo bajo el corpiño, con la
forma de una pequeña pero abultada bolsa que su majestad le había entregado.
Abrazó al niño, le dijo que se portara bien, y se lo entregó al guardia, que lo
izó hasta el caballo de su padre. Johan se instaló en la silla, delante del rey,
y una radiante expresión de felicidad iluminó su rostro.
- Adiós, Beca - dijo agitando la mano, y la tropa real se marchó de la villa en
dirección a la residencia de verano. La multitud, privada del espectáculo de la
decapitación de un noble, tuvo que conformarse con el ahorcamiento de un
encuadernador y un palafrenero, y con algunos puñados de monedas de plata
arrojadas por el cortejo real; no sólo los niños sino también algunos padres se
lanzaron salvajemente sobre el empedrado para recogerlas.
Todo el mundo admitía que era un día maravilloso.
La abadesa Elicsenda volvió al convento después de una breve conferencia con
Berenguer y su majestad acerca de la boda de doña Elisabet. Se llevaría a cabo
tan pronto como se hubieran discutido, escrito y firmado los detalles. Esta
responsabilidad pronto se acabaría. La mujer estaba esperando ante la puerta de
su estudio, con aspecto cansado y triste.
- Agnes - dijo doña Elicsenda -, ¿podríais disponer de un momento? Me gustaría
hablar con vos.
- Sí, madre abadesa - respondió sor Agnes -. Por cierto, ¿traigo las cuentas?
- Todavía no. Nos ocuparemos de ello en otro momento. - La monja de más edad
siguió a la abadesa hasta el estudio -. Sentaos, Agnes - dijo con voz
tranquila, y esperó hasta que sor Agnes estuvo sentada -. Quisiera devolveros
esto - señaló, dejando sobre la mesa un pequeño libro oscuro encuadernado en
cuero grueso -. Lo encontraron el sábado. Creo que os pertenece; lleva vuestro
nombre.
- ¡Oh! - exclamó sor Agnes, y lo cogió -. Gracias, doña Elicsenda - dijo
-. Lo
he estado buscando por todas partes. Era un regalo de mi padre muy preciado para
mí. Alguien debió de tomarlo prestado.
- Si lo hubierais dejado en la biblioteca, que era el lugar apropiado, no se
habría perdido, Agnes.
- Sí, madre - dijo. Hizo un sumiso gesto de asentimiento, pero sus manos se
aferraron al libro de forma posesiva -. Lo guardaré allí. ¿Dónde lo
encontraron?
- En un arcón destinado a guardar ropa vieja. El arcón del cual sacasteis dos
hábitos deshilachados para que los usaran dos hermanas muy altas.
Agnes miró directamente a la abadesa y a continuación bajó los ojos en gesto de
humildad.
- Oh, no, madre - dijo con voz suave -. Nunca le habría dado unos hábitos a
nadie sin vuestro permiso. Y menos a alguien que hubiera querido hacer daño a
una de nuestras pupilas.
- ¿Cómo es que vuestro libro fue a parar a ese lugar?
La mujer negó con la cabeza con aire sorprendido.
- No lo sé, madre. Alguien debió de cogerlo...
- ¿Quién pudo llevárselo, Agnes? ¿Dónde lo habíais dejado?
Las manos de sor Agnes, hasta el momento quietas en su regazo, comenzaron a
temblar. Las pálidas mejillas enrojecieron. Entonces la hermana levantó el
mentón, mirando con desafío a la abadesa.
- ¿Por qué estaba en el arcón? - Treinta años de deferencia cayeron al suelo
como la vieja piel de una serpiente y su voz se volvió fría y arrogante -.
Porque no podía cargar con los hábitos y el libro al mismo tiempo, doña
Elicsenda. Por desgracia, olvidé que el libro estaba allí. - De repente, como si
su momento de rebelión hubiera sido demasiado agobiante, hundió la cara en las
manos.
- Las lágrimas no ayudarán en nada - dijo Elicsenda en tono seco -. Ahora
vuestra obligación es decirme quién os arrastró a este complot y qué otras
hermanas lo sabían.
Agnes volvió a enderezarse, con los ojos secos.
- No siento ninguna clase de culpa ni arrepentimiento por lo que hice, doña
Elicsenda. Era correcto y justo, salvo que me vi obligada a mentir - dijo con la
misma fría altivez -. Nuestro país está siendo destruido por campesinos que
acaparan el dinero. Quizá vos no lo veáis, pero si supierais cómo está todo
fuera, qué pasó con mi familia… - Se inclinó hacia la abadesa -. Nuestras
tierras son estériles; nuestra cosecha se arruinó. Mi hermano debe su alma a los
prestamistas judíos. Somos nobles, señora, tan nobles como vos, y los mercaderes
y los comerciantes, hijos de mendigos arrogantes, nos han exprimido, han robado
nuestras mercancías y han usurpado nuestros puestos en la corte.
La abadesa guardó silencio.
- ¿Qué pensáis hacer, madre? - preguntó Agnes.
- Nada, Agnes - contestó la abadesa
-. Al menos, de momento. Esperaré a que me
digáis quién más estuvo implicado en esto. Entretanto, debéis orar y trabajar,
corregir vuestros errores en esta vida y esperar el perdón en la otra. Sé más de
este mundo de lo que os imagináis y, al margen de que fuerais instigada, lo que
hicisteis está muy mal. - La abadesa se puso de pie en señal de que la
entrevista había concluido y sor Agnes salió presurosa de la habitación.
- De modo que fue sor Agnes - dijo Berenguer -. Estoy azorado.
- Yo también lo estuve por un momento - aclaró la abadesa
-. Debí haber tenido
en cuenta quién era su familia. Recuerdo que ella y la madre de doña Sanxa eran
amigas, y también parientas lejanas. Y aunque Agnes trajo una dote considerable
cuando ingresó en la orden - prosiguió Elicsenda con el aire de alguien cuya
dote había sido mucho más importante -, la sequía, la pobreza y la peste casi
han destruido a su familia desde entonces. Quizá haya habido momentos en que
lamentaron perder ese dinero - añadió con aire sombrío -. Parecía tan eficiente
y de carácter tan apacible que nunca se me ocurrió que pudiera estar resentida.
Fue negligente de mi parte.
- No podemos ver dentro del corazón de la gente, doña Elicsenda - dijo el obispo
-. Y, en la mayoría de los casos, es mejor así. ¿Viene hoy el médico? Esperaba
hablar con él esta tarde.
- Está aquí - dijo la abadesa, recuperando su calma y eficiencia habituales
-.
Maese Isaach deseaba ver a doña Elisabet y asegurarse de que estaba bien de
salud después de todo lo sufrido. Le pedí que viniera a vernos tan pronto
terminara.
Un suave golpe en la puerta del estudio de la abadesa y la entrada de sor Marta
anunciaron la visita de Isaach.
- Maese Isaach - dijo la abadesa con cariño -, ¿cómo estáis? El obispo está
aquí y estamos encantados de veros. ¿Cómo se encuentra nuestra pupila?
- Gozando de excelente salud. Parece fortalecerse en la adversidad - contestó
Isaach -. Quizá ser víctima de un secuestro, viajar por el campo y enamorarse
constituya un tratamiento recomendable para la fiebre provocada por heridas
pustulosas.
- Mi sobrina es tan fuerte como bella e inteligente - dijo Berenguer
-. Pero
estoy seguro de que fue vuestro tratamiento lo que la ayudó a superar su penosa
experiencia. Con la ayuda de Dios, por supuesto. Tenemos mucho que agradeceros.
- Así pues, parece que todo ha concluido - dijo Isaach
-. Sin embargo, me temo
que quedan muchos interrogantes. Uno de ellos es la mancha en vuestro convento
que mis investigaciones intentaban eliminar.
- Este misterio se ha aclarado - reveló Elicsenda, e hizo a Isaach un breve
resumen de la confesión de Agnes.
- Sor Agnes - exclamó -. ¡Increíble! Me entristece esta noticia. Siempre
percibí tanta sospecha, tanta culpa y hostilidad en sor Benvenguda, que estaba
seguro de que no podíamos confiarle a doña Elisabet; y, no obstante, la
explicación era otra.
- Creo que Benvenguda estaba celosa de vuestra habilidad - explicó la abadesa
con calma -. Pensad cuan difícil le resultaría ser enviada con un grupo de
mujeres que se habían conocido y habían vivido, orado y trabajado juntas durante
años.
- Y sor Agnes me trajo el frasquito, diciendo que lo había encontrado entre la
ropa de doña Sanxa. Es muy astuta, pero debí sospechar su implicación en la
trama desde aquel momento. Porque era obvio que sólo una monja podía haber
administrado la poción.
- Es difícil reconocer que fue una acción calculada y deliberada por su parte - dijo la abadesa
-. Hemos de pensar qué vamos a hacer con ella, Ilustrísima.
Puede seguir siendo un peligro para nosotros.
- Tal vez podamos dejar que esta cuestión la decida la casa madre, señora - dijo
el obispo.
- Tenéis razón. ¿Qué se hará con los otros conspiradores, Ilustrísima? - preguntó la abadesa.
- Esto queda pendiente - respondió Berenguer
-. Esta mañana han llegado al
palacio noticias de que Baltier y Montbui han huido hacia Castilla, donde
esperan recibir la protección del rey.
- ¿Con el arca de sus tesoros? - preguntó Isaach secamente.
- Eso creo - replicó Berenguer
-. Sospecho que esperan recuperar el beneplácito
de la corona tan pronto como haya otra crisis.
- Es horrible pensar que esto pudiera suceder - señaló la abadesa.
- Creo que admiro más a Castellbo que a sus colegas menos peligrosos - dijo
Berenguer -. Él, por lo menos, estaba dispuesto a morir por sus principios, sin
considerar cuan locos y perniciosos eran. A los Baltier y Montbui de este mundo
sólo les interesa llenarse la bolsa y el estómago.
- ¿Qué es mejor, morir a manos de un noble loco o de un chacal codicioso? - preguntó Isaach
-. Los chacales son menos atractivos, pero les temo menos que
a los Castellbo. No buscan destruiros salvo que ello les reporte algún
beneficio. ¿Su majestad los perseguirá?
- ¿Dentro del reino? Sí, e implacablemente - respondió Berenguer - ; pero no más
allá de los límites.
- No entiendo de dónde procede ese extraño grupo - dijo doña Elicsenda en tono
irritado -. Los seguidores de la Espada del Arcángel. ¿Cómo puede algo surgir
tan de repente? Hasta ahora nadie los conocía y de pronto están en boca de todo
el mundo. ¿Son una nueva oleada de cátaros? ¿O algún tipo de herejes?
- Creo que son tan cristianos como la mayoría de mis feligreses - dijo Berenguer
con precaución.
- Entonces ¿por qué apoyan a Ferran escudados en razones religiosas? - preguntó
la abadesa, que tenía tendencia a pedir claridad en los aspectos más oscuros de
la existencia -. Si son cristianos, también lo es su majestad, don Pere.
- Es más complicado - advirtió el obispo
-. Tengo entendido que son integrantes
de un pequeño grupo que se reunió el año pasado para la celebración de la
festividad de Sent Miquel y el levantamiento del sitio de la villa en la época
de nuestros antepasados… un grupo de estudiantes de teología y algunos
comerciantes que se quejaban del consejo municipal y la iglesia, en especial
porque no ganaban demasiado dinero en los negocios de la villa y de la iglesia.
Se reunían una vez al mes en la taberna de Rodrigue para comer, beber y hablar
de solicitar una compensación por sus agravios.
- ¿Sabíais algo de ellos? - preguntó Elicsenda.
- Me avergüenza confesar que no. Pero en aquellos tiempos no representaban
ningún peligro para nadie. Se conformaban con reclamar soluciones para poder
enriquecerse mientras gastaban sus monedas comiendo y bebiendo en la taberna de
Rodrigue. Entonces Castellbo, Romeu y los otros dos llegaron de Barcinona. Los
instigaron a ponerse en contra del rey y los ayudaron a reunir más parásitos.
Entonces nos llamaron la atención. El resto ya lo sabéis. Los hombres de
Barcinona eran agentes del estimado hermano de su majestad, don Ferran.
Decidieron que Castellbo sería la Espada...
- ¿Había alguien que se conociera con el nombre de Espada antes de que él
llegase? - preguntó Isaach.
- No - respondió Berenguer -. Tal como el grupo se consideraba a sí mismo, la
Espada no era una persona sino un grupo que protegía a la villa, del mismo modo
que lo hacía la espada de Sent Miquel… y el cielo. Pero Castellbo seguramente
pensó que era más fácil agrupar a gente en torno a una figura central.
- Johan el Grande insistía en que no había tal Espada. No le creí; cometí una
injusticia con él.
- Intentaban atraer a su majestad hasta aquí con engaños, apoderándose del
infante con la intención de matarlos a todos: a su majestad, a la reina y al
infante.
- ¿Y el rapto de doña Elisabet no tuvo nada que ver con ellos? - preguntó la
abadesa.
- Creo que doña Elisabet era el premio prometido a Montbui si se unía al complot - sugirió Isaach.
- Pero la suerte los traicionaba cada vez que actuaban - dijo el obispo
-.
Aunque mi pobre Elisabet estuvo a punto de ser sacrificada por el deseo de su
otro tío de obtener el trono.
- La suerte nada tuvo que ver con ello - objetó la abadesa con decisión
-. Su
majestad y toda su familia están bajo la especial protección de Sent Daniel;
rezamos por ellos diariamente. ¿Cómo podía don Ferran salir victorioso?
- Yo también me lo pregunto - dijo el obispo
-. Venid, maese Isaach, os
acompañaré a vos y a vuestra hija hasta el call. Tengo que hablar con vos.
- ¿Os volveré a ver, Raquel? - preguntó doña Elisabet.
- No parece muy probable, señora - respondió Raquel, tomando las manos de
Elisabet entre las suyas -. Pero últimamente nuestras vidas han dado tantos
vuelcos que ahora soy capaz de creer cualquier cosa. ¿Cuándo partís hacia
Valencia?
- Dentro de una semana. Creo que mi tío nos casará el lunes, y después de la
boda viajaremos a Barcinona. Oh, Raquel - dijo en un susurro -. No soporto
esperar tanto. Apenas si puedo respirar cuando pienso en él. Cuando me tocó la
mano, pensé que me desmayaría; me siento ansiosa y embriagada de amor. ¿Qué haré
si ocurre algo que impida nuestra unión?
- Nada impedirá que os caséis - dijo Raquel, soltándole las manos
-. Mi padre
está seguro y él sabe mucho de estas cosas. - Sonrió -. Os envidio. No sé si
alguna vez seré capaz de sentirme así.
- Estoy segura de que sí - replicó Elisabet con el fervor de la recién
convertida.
- Yo no tanto. Mi hermana Rebeca siempre estaba enamorada. Se enamoró de nuestro
primo Benjamin, que murió a causa de la peste. Y después, seis meses más tarde,
mientras ayudaba a mi padre, conoció a un escribano que estaba enfermo y se
enamoró locamente de él. Sólo que es cristiano y ello provocó un sinfín de
dificultades. Al cabo de uno o dos años, huyó con el escribano, y mi madre se
niega a verla a ella, a su esposo y al niño. Yo nunca he conocido a nadie por
quien deseara hacer una cosa así. Estoy diciendo tonterías - añadió -,
disculpad. Me alegro mucho por vos. Don Thomas es el hombre más dulce, más bueno
y más noble que haya conocido. Los dos os merecéis. Os echaré de menos, doña
Elisabet.
- ¡Oh, Raquel! Yo también te echaré de menos. ¿Por qué no vienes a Valencia y
eres mi compañera y mi médico?
- No puedo dejar a mi padre, señora. - Sus ojos se llenaron de lágrimas
-.
Ahora debo irme.
Doña Elisabet le dio un fuerte abrazo.
- Nunca te olvidaré y siempre recordaré lo que has hecho por mí. Adiós, Raquel.
Reinaba el silencio en la taberna de Rodrigue cuando Johan y Pere subieron la
escalera y echaron una mirada alrededor, en la penumbra.
- March, Joseph - dijo Pere
-. Estabais tan quietos que creía que esto estaba
vacío.
- Llegas temprano - dijo March.
- Todo se ha calmado, ¿eh? ¿Quién necesita mi madera ahora? Toda la gente
importante se ha ido; nadie cocina salvo para su propia familia. Mis brazos y el
lomo de Margarida pueden aprovechar este descanso - añadió en tono reflexivo.
- Parece extraño estar aquí dentro sin Sanxo ni Martin - dijo March con voz
curiosamente neutra, como si tratara de juzgar la reacción de los demás.
- Mucho más tranquilo, la verdad - espetó Pere.
- Podrían haberme pagado lo que me debían por el vino antes de salir a alborotar - espetó Rodrigue
-. Ahora es dinero perdido.
- Ahora que ya no están, no perderemos demasiado dinero - dijo la esposa del
tabernero, asomando la cabeza por la puerta de la cocina.
- Me estaban cansando con sus continuas quejas - dijo Pere
-. Yo vengo aquí a
olvidar mis problemas, ¿no es así, Johan?
Johan el Grande sonrió.
- Yo no tengo problemas - dijo -. El obispo dijo que no era culpa mía si se
reunían en los Baños - añadió en un susurro -. Se lo dirá al amo.
- Cuanto menos se hable de ello mejor - intervino Joseph
-. Algunos estarán
deseosos de hacer ver que no ha pasado nada. ¿Eh, Rodrigue?
- ¿Yo? - dijo Rodrigue
-. Aquella noche no me acerqué a los Baños. Reconozco el
peligro cuando está cerca.
- No lo reconocerías hasta que te mordiera - dijo en la cocina la aguda voz de
la esposa de Rodrigue -. No te permití salir por esa puerta, acuérdate.
Recibieron el comentario con una sonora carcajada y dieron la bienvenida a otro
par de sedientos parroquianos que subían la escalera.
- ¿Dónde está Raimunt? - preguntó uno
-. Tenía que preguntarle algo.
- Os costará mucho encontrarlo - dijo Rodrigue
-. Es un hombre sentenciado.
- Dicen que se fue de la villa cuando cayó el rayo - precisó March
-. Siempre
le dieron miedo los truenos - añadió con una risita apenas audible.
- Nunca hizo daño a nadie - aclaró uno de los recién llegados
-. ¿Por qué no
pueden dejar a la gente en paz?
- Eso es - señaló alguien que acababa de entrar
-. Estaba hablando con un
hombre en el mercado y me ha dicho que el diablo se le presentó y le dijo que el
rey...
- Otra vez, no - rogó Pere -. ¿A cuántos hombres necesitas ver ahorcados para
dejar de escuchar a esos locos?
- Brindo por ello - soltó March.
- Todos brindaremos por ello - dijo Rodrigue, y empezó a servir de la jarra que
tenía en la mano -. ¡Y guardad vuestro dinero! - ¡Rodrigue! - El furioso grito procedente de la cocina resonó en la taberna y
fue recibido con otra sonora carcajada.
La luz del atardecer comenzó a arrojar sombras sobre el patio donde Isaach
estaba sentado a la mesa con Judit, Raquel y los mellizos: Miriam y Natán.
- Ibrahim fue a ver cómo ahorcaban a esos hombres, padre - dijo Natán
-. Quiero
ir a ver cómo ahorcan a alguien.
- Yo también - dijo Miriam.
- No puedes. Eres una niña y las niñas no pueden...
- ¡Silencio! - gritó Judit con esa voz que anticipaba la tormenta
-. Si éste es
el único tema de conversación, es hora de ir a la cama. ¡Lia!
La niñera bajó rápidamente la escalera sin hacer ruido.
- Sí, ama.
- Llévalos a la cama.
Y a pesar de los fuertes gritos de protesta, Lia se llevó a los mellizos a
rastras hasta su habitación y el patio quedó en paz.
- ¿Está oscuro? Esta noche los pájaros parecen estar tranquilos.
- No, Isaach, acaba de ponerse el sol. Es el calor lo que los mantiene callados. - La voz de Judit era serena
-. ¿Dónde está Yusuf?
- Estoy aquí, ama - dijo una voz suave desde el otro extremo del patio.
- Ven aquí, Yusuf - dijo
-. Deja que te vea.
El muchacho cruzó el patio y se paró frente a ella.
- Creía que te habrías ido con el rey esta mañana.
- No, ama. Maese Isaach dijo que podía quedarme si lo deseaba.
- Te hayas ido o no, las cosas han cambiado - añadió Judit, en tono reflexivo
-. No es apropiado para ti que seas un sirviente. Ahora que has decidido
quedarte con nosotros tienes que instruirte. Necesitarás un maestro.
- Yo le enseñaré, madre - dijo Raquel
-. Todo lo que pueda.
- No, eso no te conviene. Ya es hora de que te cases, Raquel - dijo su madre.
- ¿Casarme? - preguntó la muchacha.
- El rabino Samuel recibió una carta para mí de su hermana Dina, que está en
Tarragona, en la que decía que Rubén, el sobrino de su esposo, necesita una
esposa.
- ¡Tarragona! - exclamó Raquel - ¡No! No quiero ir tan lejos, madre. Padre,
¡dile que no puedo irme tan lejos! - Llévate a Yusuf y enséñale algo - dijo Judit impaciente
-. Quiero hablar con
tu padre.
- Tiene casi diecisiete años, Isaach. Y en Tarragona no habrán oído hablar de su
desgracia.
- ¡Desgracia! No la han tocado, Judit. Además, se ha comportado con coraje y
modestia. Estoy orgulloso de ella.
- Puede ser, pero el resto del mundo no lo verá de este modo.
- No voy a tomar ninguna decisión ahora mismo, Judit. Insisto en que esperemos.
Tal vez yo tenga que ir a Tarragona dentro de un año. Lo tendré en cuenta
entonces.
- ¿Por qué tendrás que ir a Tarragona?
- El obispo me ha pedido que sea su médico personal. El arzobispo lo ha
convocado a un consejo general de la Iglesia el año próximo. Se va a llevar a
cabo en Tarragona y quiere que lo acompañe. Si lo hago, Raquel puede venir
conmigo. Además, acepte o no este cargo, no puedo arreglármelas sin ella hasta
que Yusuf no esté lo suficientemente preparado para ocupar su lugar; y esto
requerirá tiempo.
- El médico personal del obispo - dijo Judit -. ¿Esto significa que dormirás en
casa por la noche?
- Sí, por supuesto. - Isaach hizo una pausa -. Salvo que mis vecinos me llamen;
o mis otros pacientes. - En la oscuridad, un pájaro empezó, de pronto, a llenar
el patio con sus gorjeos e Isaach hizo una pausa para escucháis -. Judit - dijo
por fin -, ven a sentarte conmigo al lado de la fuente. Quiero que analices
algo y deseo tenerte cerca mientras lo haces.
- ¿Qué es, Isaach? - Judit se levantó y rodeó la mesa; a continuación, cogió a
su esposo de la mano, fueron juntos hasta la fuente y se sentaron.
- Es acerca de Rebeca; espera, no digas nada hasta que haya hablado. Rebeca echa
de menos a su madre. Le gustaría verte y enseñarte su hijo. Es todo lo que pide
por ahora. No lo decidas todavía porque dirás que no, pero reflexiona sobre ello
de vez en cuando.
- Rebeca está muerta.
- Puedes afirmar esto todas las veces que quieras, pero no es verdad, Judit.
Está viva, se encuentra bien y lleva una vida provechosa y virtuosa. Además, te
echa en falta. No hay ningún mal en perdonar. Judit, querida - dijo, cogiéndole
una mano -, esto es muy importante para mí.
Judit puso la otra mano encima de la de su esposo.
- Pensaré en ello de vez en cuando si lo deseas, Isaach. No sé de qué modo podré
cambiar de idea, pero lo pensaré.
La oscuridad invadió el patio. En el piso superior, el ruido de los mellizos
peleándose se fue desvaneciendo hasta ser reemplazado por las voces de Raquel y
Yusuf que repasaban las letras del alfabeto latino.
- He estado hablando con la esposa del rabino, Isaach, - dijo Judit con voz
suave -. Ella cree que está embarazada y me ha contado algunas cosas. Tú le
dijiste que esperaba un hijo, un varón sano, antes de que ella misma se
enterara. ¿Cómo lo supiste?
- ¿Yo se lo dije?
- Sí, Isaach.
- Fue una insensatez por mi parte. Aunque recuerdo que algo en su manera de
hablar me hizo pensar que estaba embarazada. Pero decirle que era un varón, y
sano… Hay que acabar con esto. ¿Me entiendes? - preguntó con curiosidad.
- No. De cualquier modo, nunca te entiendo, Isaach - dijo ella con humildad
-.
No sabes lo contenta que estoy de que esta semana haya terminado. Han sido días
muy dolorosos. Y tú parecías estar muy lejos. Te he echado de menos. - Le
acarició la cara con suavidad -. ¿Cómo están tus golpes? ¿Y tus costillas?
- También duelen. Pero sufrí más porque te eché de menos las noches que estuve
solo, amor mío. Eres una esposa buena y leal, y una mujer muy hermosa.
- Pero no puedes verme.
- Sí puedo, querida; ya lo creo que te veo. La pasión sabe más medicina que
nadie; hace que hasta los ciegos vean.
Judit se levantó y cogió la mano de su esposo.
- Ven a la cama - dijo con ternura.
FIN

Epílogo Histórico
El médico Isaach es un personaje ficticio. En su época hubo muchos médicos
sabios como él, hombres que habían aprendido medicina, filosofía y poesía
leyendo escritos árabes, cristianos y judíos. Las leyes y los edictos papales
que de manera ocasional prohibían a los cristianos recurrir a los médicos judíos
solían pasarse por alto, y un hombre como mi personaje se movía sin problemas
entre la sociedad judía y la cristiana, y gozaba de la preferencia del clero, de
los ricos y los eruditos.
El origen de mi personaje es Isaac el Ciego, un cabalista narbonés del siglo
XIII, tradicionalmente vinculado con Girona, por ser esta ciudad la patria de su
famoso discípulo Nahmánides. En la época se creía que Isaac podía percibir el
aura de una persona y por ella saber cuándo moriría. Era capaz de decir si un
hombre tenía un alma nueva u otra que hubiera sufrido varias transmigraciones.
Dios aceptaba sus oraciones por los enfermos y a través de él hacía milagros que
favorecían a los individuos y a la comunidad.
Los ricos archivos históricos de la diócesis de Girona nos dan cumplida noticia
del noble e influyente obispo Berenguer de Cruilles, cuyas obras revelan un gran
respeto por la comunidad judía, y de la poderosa abadesa Elicsenda.
El marco de la acción está bien documentado. Transcurre cinco años después de la
peste, cuando ya se había mitigado el caos inicial, pero aún dominaba la
confusión. Había extrañas sectas religiosas que nacían y morían, y todo el mundo
estaba deseoso de ocupar los puestos de poder que la muerte había dejado
vacantes. El rey Pedro (Pere) IV de Aragón, III de Cataluña, II de Valencia y I
de Mallorca, llamado «el Ceremonioso» y «el del Punyalet», tenía que estar en
guardia para que su hermanastro Fernando (Ferran) no le arrebatase el reino.
Además, Pedro quería asegurarse la sucesión para impedir que a su muerte
estallara una guerra civil, pero su único hijo legítimo, el pequeño duque de
Girona, era un niño enfermizo.
Pido perdón al finado y extraordinario obispo de Girona, Berenguer de Cruilles,
por haber aumentado su familia con alguna ligereza. Él existió realmente; su
hermana y su hija pudieron existir, pero no me consta que fuese así.
Y si el gran místico Isaac el Ciego reapareció un siglo después de morir,
encarnado en un médico gerundense, que sea el lector quien lo decida.
NOTA BIOGRÁFICA: Caroline Roe, que también publica algunos de sus libros como Medora Sale, se
graduó en estudios medievales por la Universidad de Toronto. Su tesis doctoral
versó sobre los turbulentos acontecimientos históricos que influyeron en la
literatura de los siglos XII al XIV en España, Francia, Inglaterra e Irlanda.
Caroline Roe ha ejercido de profesora y ha trabajado de traductora y redactora
en una agencia de publicidad. Es autora de media docena de novelas de misterio y
presidenta de la asociación de escritores de novela negra de Canadá.
'Remedio
para la traición' es la primera novela de la serie de
Isaac el Ciego, el médico judío de la Gerona
medieval.
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-texto integral-
Serie Isaac el Ciego - Nº 1
Remedio para la traición
Caroline Roe
Título original: 'Remedy for Treason'
(1998)
Traducción de Hebe Aronson de Piñeiro
Editora Salamandra, 1999
bookdesigner@the-ebook.org
31.Dez.2023
Publicado por
MJA
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